El perro meneó la cabeza negativamente.
— ¿Por qué? ¿No han traído aún los biberones?
«Dgipsi» asintió con la cabeza.
— Entonces vuela «Dgipsi», aprieta el séptimo botón. Llama a «Olia» y dale prisa.
El perro, abarcándome con una mirada, se marchó. Sentí que mi corazón latía aceleradamente.
— ¿Ha visto? — dijo Falieev en voz baja—. Lo comprende todo. Sólo que no puede contestar. Debemos entendernos por el sistema de pregunta-respuesta. Sin embargo, en el desarrollo de su cerebro ha habido un gran salto. ¡Verdaderamente, me da miedo este perro! Yo procuro estar bien con él. Parece que me ama, sin embargo, a Kramer no lo puede ver. Al verlo, lo mira enojado y se va de su lado. Él mismo, por lo visto, sufre al no poder hablar. No tengo más remedio que estudiar su lengua canina.
En la profundidad del laboratorio se oyó un ladrido entrecortado.
— Lo ve, es él quien me llama. Algo no va bien allí. ¡Vamos!
Al ladrido de «Dgipsi» se unió el chillido de un cachorro. Con rapidez, fuimos allá.
Un cachorro de patas membranosas había metido un dedo en la red y no podía sacarlo. Chillaba desesperadamente mirándonos con ojos de criatura. «Dgipsi» se afanaba a su lado, sin lograr con sus largos dedos extraer la atrapada pata del cachorro. Llegamos allí y uniendo nuestros esfuerzos lo libramos de la trampa.
Decidí «hablar» con «Dgipsi».
— ¡Dgipsi! — ¡Qué difícil es sostener la mirada de estos ojos! — . ¿Tú no sabes hablar? ¿Quieres que te enseñe?
«Dgipsi», rápido, asintió con la cabeza y me pareció ver en sus ojos una chispa de alegría. El perro vino a mi lado y lamió mi mano.
— Esto quiere decir que está muy satisfecho. Veo que serán amigos — dijo Falieev—. Bien pues, camarada Artiomov. ¿Dónde piensa trabajar? ¿En el laboratorio de fisiología de los vegetales o aquí?
— Que decida Shlikov — contesté—. Mientras, tendré que trabajar en el invernadero. ¡Adiós, camarada Falieev! ¡Adiós, «Dgipsi»!
El resto del día lo pasé en el invernadero. Kramer estaba de un humor sombrío y no hablaba conmigo. Estaba en silencio ocupado entre las matas de fresas. Cuando Zorina venía a mí con cualquier pregunta, Kramer acechaba cualquier movimiento nuestro. ¡No era fácil trabajar en aquel ambiente! Decidí pedir a Shlikov mi traslado al laboratorio de fisiología de animales.
Cuando le comuniqué mi petición, Shlikov se puso muy contento.
— He decidido aumentar la plantilla del zoolaboratorio — dijo él—. Al invernadero enviaré nuevos colaboradores que hoy llegarán de la Tierra. Y usted vaya con Falieev. No comprendo qué pasa con él. Cada día que pasa se hace más torpe y distraído. Algo le sucede.
— A mi modo de ver no es el único — repliqué.
— ¿Quién más? — preguntó Shlikov, levantándose.
— Kramer. Ésta fue la primera persona con quien trabé conocimiento en Ketz. Entonces era completamente diferente. Ahora no le reconozco. Se ha vuelto irascible, desconfiado, desequilibrado. Me parece que su psiquis no está en orden — dije.
— No lo sé… Yo le veo poco. Pero si a usted le parece así, hará falta que lo vea Meller. Para trabajar con Falieev trasladaré a la nueva colaboradora Zorina.
— ¿Zorina? — exclamé.
— ¿Y por qué no? ¿Tiene usted algo contra ella?
— Contra ella no, no tengo nada — respondí—. Pero parece que Kramer sintió hostilidad hacia mí precisamente debido a esta joven. Y si tiene que trabajar en un mismo laboratorio conmigo…
— ¡Ah, ya veo lo que pasa! — sonrió Shlikov—. En la Estrella Ketz empezaron los celos. Entonces comprendo por qué Kramer está desequilibrado. Pero a esto no hace falta darle importancia.
¿Qué podía hacer yo? Y tuve que contar a Shlikov que no era sólo lo de Zorina, que Kramer sospechaba que yo tenía la intención de robar y adjudicarme los descubrimientos del mismo Shlikov, y que sin causa se ríe… Pero Shlikov dijo que todo esto tenía su origen en los celos de Kramer. Yo decidí esperar y ver cómo se portaba Kramer en lo sucesivo.
XVIII — Un nuevo amigo
Empezó la vida de trabajo.
Trabajaba en los laboratorios con entusiasmo.
Las tardes y los días festivos nos recreábamos en el club, en el jardín, en el cine-teatro y en la sala de gimnasia. La juventud organizaba «charadas», hacía «camellos» con tres personas cubiertas con sábanas. Zorina subía al camello y paseaba en él por el corredor. En una palabra, se divertían como niños. Sin embargo, tampoco los «viejos» se quedaban atrás.
Tan sólo Kramer continuaba portándose de manera extraña. Tan pronto reía a carcajadas como un loco, como se sumergía en profundas meditaciones. No, esto no eran sólo celos. A mí me dejaba en paz, pero continuaba vigilando cada paso mío.
Trabé conocimiento con muchos e incluso gané nuevos amigos. Yo entraba más y más en el sabor de la vida «celeste» y añoraba tan sólo a Tonia.
De vez en cuando hablaba con ella por teléfono. Ella me comunicó que el de la barba negra aún flotaba en algún lugar entre Marte y Júpiter, en el aro de asteroides, pero que pronto volvería a Ketz y que ella había hecho otro «descubrimiento extraordinario».
Mis nuevos amigos me presentaron a toda la colonia celeste. El joven ingeniero Karibaev me invitó a visitar la fábrica donde trabajaba.
— Una obra notable — decía con un poco de acento—. Todo un planeta. Un globo. ¡Un gran globo! Sólo que nosotros vivimos no en la superficie, sino en el interior. Tiene dos kilómetros de diámetro. El globo gira despacio. De este giro recibe fuerza de gravedad, una centésima de la terrestre. La débil gravedad nos ha permitido emprender las más complicadas producciones. Las leyes de la palanca, de los cuerpos líquidos y gaseosos no se complican con el peso. Los sonidos y en general las diferentes vibraciones se transmiten como en la Tierra. El barómetro, es verdad, no trabaja, pero no nos hace falta. Los relojes y balanzas son de muelles. La masa se puede determinar en la máquina centrífuga. Las fuerzas magnéticas, eléctricas y otras, actúan con más nitidez que en la Tierra. Para los procesos de las máquinas de estampar, la fuerza de gravedad no es necesaria. Los combustibles líquidos y sólidos los evitamos. Para la obtención de la energía eléctrica utilizamos el Sol con ayuda de las más diversas máquinas.
«Imagínese dos cilindros. Uno de ellos en la sombra, el otro iluminado por el Sol. El calor solar convierte en vapor el líquido encerrado en su interior. El vapor va por un tubo y hace girar una turbina. Luego el vapor llega al cilindro frío que está a la sombra y se enfría. Cuando todo el líquido del cilindro caliente pasa en forma de vapor al frío, los cilindros cambian de lugar automáticamente. Aquel que servía de refrigerador, pasa a ser caldera de vapor y viceversa. La diferencia de temperaturas entre la parte iluminada por el Sol y la sombría es enorme. La máquina trabaja automáticamente y sin fallos. Es casi una máquina de «movimiento continuo», sin contar con el desgaste de las partes en fricción.
«Otra de las instalaciones solares tiene forma de una gran esfera con un pequeño orificio. La esfera en su interior es negra. A través del pequeño orificio pasan al interior de la esfera rayos solares concentrados por un espejo y calientan la superficie interior de la misma. Este calor podemos utilizarlo como fuerza motriz y para nuestros trabajos metalúrgicos. Fácilmente recibimos un calor de seis mil grados, o sea, tanto como en la superficie del Sol. ¿Vio usted cuando volaba hacia la Luna nuestro globo-fábrica?
— Lo vi — contesté—. Parece un pequeño planeta.
— Y detrás del globo, ¿no vio un enorme cuadrado que tapa parte del cielo?
— No presté atención.