Alexander Beliaev
LA ESTRELLA KETZ
Año de edición: 1965
Traducción: Antonio Cuscó Flo
Dedicado al recuerdo de Konstantin Eduardovich Tziolkovsky
I — Encuentro con el barba negra
¡Quién pensaría que un incidente de tan poca importancia decidiría mi destino!
En aquel tiempo yo era soltero y vivía en la casa de los colaboradores científicos. En uno de los atardeceres primaverales de Leningrado, estaba yo sentado en la ventana abierta de mi habitación y admiraba los árboles del boulevar, cubiertos de pelusa verde claro. Los pisos superiores de las casas ardían en los rayos pajizos del crepúsculo, mientras los bajos se sumergían en azules sombras. A lo lejos se divisaba el espejo del Neva y la aguja del Almirantazgo. Era todo maravilloso, faltaba quizá un poco de música. Mi receptor de radio se había estropeado. Una suave melodía, apagada por las paredes, apenas llegaba a mí. Estaba envidiando a los vecinos cuando de pronto se me ocurrió que Antonina Ivanovna, mi vecina, podría ayudarme fácilmente a reparar mi aparato de radio.
Yo no conocía a esta señorita, pero sabía que trabajaba de asistente en el Instituto Físico-Técnico. Cuando nos encontrábamos en la escalera de la casa, siempre nos saludábamos. Me pareció que esto era suficiente para que pudiera dirigirme a ella y pedirle ayuda.
Al minuto llamaba a la puerta de mis vecinos.
Me abrió la misma Antonina Ivanovna. Era una simpática joven de unos veinticinco años. Sus grandes ojos grises, alegres y vivos, miraban un poco burlones y con aplomo, y la nariz respingona daba a su cara una expresión arrogante. Llevaba un vestido negro de paño, muy sencillo y bien ajustado a su esbelta figura.
No se porqué de pronto me azoré y muy de prisa y confuso empecé a explicar la causa de mi presencia.
— En nuestro tiempo es un poco vergonzoso no saber radiotécnica — me interrumpió ella bromeando.
— Yo soy biólogo — intenté excusarme.
— Pero si ahora cualquier colegial sabría reparar una radio.
Suavizó este reproche con una sonrisa, enseñando sus dientes blancos y uniformes, y la tirantez del momento se desvaneció.
— Vamos al comedor, acabaré de tomar mi té y vendré en seguida a «curar» su aparato.
Yo la seguí gozoso.
En el amplio comedor, en la mesa, estaba sentada la madre de Antonina Ivanovna, una viejecita gruesa, canosa y de cara rosada. Me saludó con fría amabilidad y me invitó a tomar una taza de té.
Yo me negué. Antonina Ivanovna terminó su té, y nos dirigimos a mi habitación.
Con extraordinaria rapidez desmontó mi receptor. Yo me quedé admirando sus hábiles manos con sus largos dedos de singular movilidad. Hablamos muy poco. Ella arregló muy pronto el aparato y se fue a su casa.
Algunos días, cuando estaba solo, pensaba en ella, quería nuevamente ir a verla, pero sin pretexto no me atrevía. Y he aquí, vergüenza me da confesarlo, que estropeé ex profeso mi receptor… Y fui a verla.
Al examinar la avería, me miró riéndose y dijo:
— No voy a arreglar su receptor.
Me puse rojo como un cangrejo.
Pero al día siguiente fui de nuevo a decirle que mi radio funcionaba perfectamente. Y desde entonces fue para mí de vital necesidad ver a Tonia, como yo mentalmente la llamaba.
Ella me trataba amigablemente a pesar que, según ella, yo era tan sólo un científico de gabinete, un especialista limitado, no sabía radiotécnica, mi carácter era indeciso, mis costumbres anticuadas, día y noche sentado en un laboratorio o gabinete. En cada encuentro ella me decía muchas cosas desagradables y me recomendaba rehacer mi carácter.
Mi amor propio estaba ofendido. Incluso decidí no ir más a su casa pero, desde luego, no aguanté. Más aún, sin yo notarlo empecé a cambiar mi carácter: paseaba más a menudo, intenté hacer deporte, compré unos esquís, una bicicleta e incluso un libro de radiotécnica.
En una ocasión, mientras efectuaba uno de mis paseos voluntario-obligatorio por Leningrado, en el cruce de la Avenida Veinticinco de Octubre y la calle Tres de Julio, me fijé en un joven de barba negro-azulada.
Él me estaba mirando fijamente y se acercó decidido hacia mí.
— ¿Perdone, usted no es Artiomov?
— Sí — contesté yo.
— ¿Usted conoce a Nina…, Antonina Gerasimovna? Yo le vi a usted una vez con ella. Quería transmitirle a ella algo sobre Evgeni Paley.
Mientras estaba conversando con el desconocido llegó hasta nosotros un automóvil. El chofer gritó:
— ¡De prisa, de prisa! ¡Llegamos tarde!
El desconocido saltó al coche y, al arrancar, me gritó:
— Comuníquele: Pamir, Ketz…
El automóvil se perdió veloz en la esquina.
Yo llegué a casa confuso. ¿Quién es este hombre? ¿Él sabe mi apellido? ¿Dónde me vio con Tonia, o Nina, como él la llamó? Repasaba en mi memoria todos los encuentros, todos los conocidos… Esta característica nariz aguileña y la barba negra puntiaguda tendría que recordarlas. Pero no, yo no le he visto antes jamás… ¿Y este Paley del que habló? ¿Quién es?
Fui a casa de Tonia y le conté sobre el extraño encuentro. Y de pronto esta joven tan equilibrada se emocionó terriblemente. Incluso lanzó un grito al oír el nombre de Paley. Ella me obligó a repetirle toda la escena del encuentro y después me increpó con furia porque no pensé en subir al coche con este hombre y no pregunté detalladamente sobre el asunto.
— ¡Vaya, usted tiene el carácter de una foca! — terminó ella.
— Sí — contesté con rabia—. Yo no me parezco en nada a los héroes de los filmes de aventuras norteamericanos y me enorgullezco de ello. Subir al coche de una persona desconocida… No faltaba más.
Ella se quedó pensativa y sin escucharme, repetía como delirando:
— Pamir… Ketz… Pamir… Ketz…
Después corrió a la biblioteca, desplegó el mapa del Pamir y empezó a buscar Ketz.
Pero, por supuesto, no había en el mapa ningún Ketz.
— Ketz… Ketz… ¿Si no es una ciudad, qué es entonces: una pequeña aldea, un pueblo, una institución…? ¡Es necesario saber qué es esto de Ketz! — exclamó—. Sea como fuere, hoy mismo o, a más tardar, mañana temprano…
Yo no reconocía a Tonia. ¡Cuánta indómita energía había encerrada en esta joven que sabía trabajar de manera tan tranquila y metódica! Y toda esta transformación la había producido una palabra mágica: Paley. Yo no tuve valor para preguntarle quién era él y procuré irme lo más pronto posible a casa.
No voy a ocultar que no dormí esta noche, me sentía muy triste, y al día siguiente no fui a casa de Tonia.
Pero al atardecer ella misma vino a verme, tranquila y afable como siempre. Sentándose en una silla me dijo:
— Ya he averiguado lo que es Ketz: es una nueva ciudad en el Pamir que aún no está en el mapa. Yo parto hacia allá mañana y usted debería venir conmigo. A ése de la barba negra no lo conozco, usted me ayudará a buscarle. Pues la culpa es suya, Leonid Vasilevich, ya que no preguntó el nombre de la persona que tiene noticias sobre Paley.
Yo me quedé con los ojos abiertos de asombro. ¡Vaya! ¡No faltaba más! ¡Dejar mi laboratorio, el trabajo científico, y correr tras un desconocido hacia el Pamir para buscar a un tal Paley!
— Antonina Ivanovna — empecé yo con sequedad—, usted, claro está, sabe que más de una institución espera la terminación de mis experimentos científicos. Ahora, por ejemplo, estoy terminando un trabajo para detener la maduración de frutos. Estos experimentos hace mucho que se hicieron en América y ahora probamos aquí. Pero los resultados prácticos son hasta ahora no muy grandes. Seguramente ha oído hablar que en las fábricas de conservas de frutas del sur, que elaboran albaricoques, mandarinas, melocotones, naranjas, membrillos, etc., trabajan con extrema sobrecarga durante un mes o mes y medio, y los diez u once meses restantes están casi paradas. Y esto sucede debido a que los frutos maduran casi todos a la vez, y es imposible elaborarlos. Por esto se pierden nueve décimas de las cosechas…