El viaje de retorno se hizo sin dificultades. No existía ya la depresión natural que siempre sobrecoge al hombre ante lo desconocido. Volábamos hacia la Estrella Ketz, como si volviéramos «a casa». Pero, ¿dónde está? Miré al cielo. En lo alto pendía sobre nosotros la hoz de la «tierra nueva». Debajo, la Luna ocupaba la mitad del horizonte. A pesar del hecho que por poco muero en ella, su vista no me causaba miedo.
Había caminado por esta Luna y huellas de nuestros pies habían quedado en su superficie. Llevábamos a Ketz, a la Tierra, «pedazos» de Luna… Este sentimiento nos acercaba a ella.
XV — Días de trabajo en la estrella
— ¡A ver, muéstrense, muéstrense! — nos decía Meller mirando sobre todo a Tiurin por todos lados—. Se ha curtido, ha vuelto más joven «la araña». ¡Si parece un novio! ¿Y los músculos? Bueno, no salte, no presuma. Déjeme palpar sus músculos. Los bíceps son debiluchos. Pero las piernas se han reforzado bien. ¿Por cuántos años va a encerrarse de nuevo en su telaraña?
— ¡No, ahora no voy a atarme! — respondió Tiurin—. Voy a volver a la Luna. Hay mucho trabajo allí. Y también a Marte y a Venus quiero ir.
— ¡Vaya, qué bríos! — bromeaba Meller—. Deje que le haga un análisis de sangre. ¿Cuántos glóbulos rojos le agregó el sol lunar…? Los habitantes lunares son pacientes raros.
Terminada la revisión médica me apresuré a ver a Tonia. Me daba la sensación que ella ya había vuelto a la Estrella. Sólo ahora sentía cuánto la añoraba.
Salí disparado por el ancho corredor. La gravedad de Ketz era menor que en la Luna y yo, casi sin tocar el suelo, revoloteaba como un pez volador. Los amigos de Ketz me paraban para preguntarme sobre la Luna.
— ¡Luego, luego, camaradas! — respondía, y volaba hacia ella.
He aquí su puerta. Llamé. Me abrió la puerta una joven desconocida. Unos cabellos castaños enmarcaban su cara de grandes ojos grises.
— Buenos días — pronuncie confuso—. Yo quería ver a la camarada Gerasimova. ¿Se ha trasladado de habitación?
— ¿El camarada Artiomov? — me preguntó la joven y sonrió como a un antiguo conocido—. Gerasimova aún no ha vuelto de su comisión de servicios y parece que no volverá pronto. Yo ocupo su habitación mientras tanto. Ella ahora trabaja en el Laboratorio Físico-Técnico.
Seguramente, notó mi cara de disgusto y añadió:
— Pero usted puede hablar con ella por teléfono. Vaya a la cabina de radio.
Di las gracias precipitadamente y corrí hacia la estación radiotelefónica. Entré como una bala en la habitación del operador de radio y grité:
— ¡Laboratorio Físico-Técnico!
— ¡Ahora mismo! — respondió y empezó a girar la manivela del aparato—. ¿La camarada Gerasimova? En seguida… ¡Aló! ¡Aló! Por favor…
— Yo soy Gerasimova. ¿Con quién hablo? ¿Artiomov?
Si el éter no miente, se nota alegría en su voz.
— ¡Buenos días! ¡Estoy tan contenta de volverle a oír! ¿Por poco no pereció? Ya supe esto antes que ustedes llegaran. Lo comunicaron desde el cohete lunar… Bien, es bueno lo que bien acaba. Y yo aquí hago un trabajo muy interesante en el laboratorio del frío absoluto. Está en el balcón de la parte sombría de nuestro cohete. Tengo que trabajar también con traje interplanetario. Es un poco incómodo. Pero en cambio tengo el frío absoluto, como diríamos, a mano. He hecho ya algunos descubrimientos en el dominio de la resistencia de los semiconductores a bajas temperaturas.
Y empezó a hablar sobre sus descubrimientos. ¿Cuándo dirá algo del de la barba negra y de Paley? Me es embarazoso preguntárselo yo mismo. Ella quería venir a Ketz pero no antes de un mes «terrestre».
— ¿Y cómo va la búsqueda? — dije sin poder contenerme.
Pero, ¡ay! precisamente en este momento el operador de radio dijo:
— Una llamada urgente desde el cohete «Ketz-ocho». Perdonen, tengo que cortar.
Salí de la estación de radio desconcertado. Tonia se había alegrado al oírme, eso estaba claro. O sea, que a ella no le era indiferente. Pero había hablado sobre todo de sus trabajos científicos. Y ni una palabra sobre Paley. Y no la veré pronto…
En el corredor me paró un joven.
— Camarada Artiomov, le estaba buscando. El director le llama.
No hubo más remedio que ir a ver a Parjomenko. Me preguntó con todo detalle sobre nuestra expedición a la Luna. Y yo le contesté bastante estúpidamente.
— Veo que está cansado — dijo el director—. Descanse y mañana empiece a trabajar. Nuestro biólogo, el camarada Shlikov, ya le espera con impaciencia.
Quería estar solo. Pero tenía hambre y me dirigí al comedor. Allí tuve que relatar mi expedición. Resultaba ser una celebridad. ¡Uno de los primeros hombres que habían estado en la Luna! Me escuchaban con gran atención, me envidiaban. En otra ocasión esto me hubiera halagado, pero ahora yo estaba disgustado por no poder haber visto a Tonia. Sin dilación relaté lo más interesante y excusándome por el cansancio me retiré a mi habitación. Durante mi ausencia habían traído una cama plegable muy ligera. No había necesidad de colchones. Me eché en ella y me sumergí en mis pensamientos… Así me dormí, entrelazando la Luna, la isla Vasilevskaia, el laboratorio, Tonia y el desconocido Paley…
— ¡Camarada Artiomov! ¡Camarada Artiomov…!
Desperté de un salto. En la puerta de mi habitación había un joven con la cabeza afeitada.
— Perdone que le haya despertado. Pero parece que de todas maneras es ya hora de levantarse. Nos conocemos ya. ¿Recuerda en el comedor? Soy el aerólogo Kistenko. Yo fui quien le preguntó sobre los musgos lunares. Esta noticia ha llegado ya a la ciudad de Ketz. Allí piden que les transmitamos una muestra. Y yo precisamente ahora tengo que enviar un cohete aerológico a la ciudad.
— Tenga, por favor — respondí, sacando de la bolsa un pedazo de «fieltro» lunar.
— Estupendo. Es musgo más pesado que el terrestre, pero bueno, no creo que pese demasiado. ¿Se extraña que le hable del peso? Es que mi cohete volará a la Tierra. Cada día mandamos un cohete a la ciudad de Ketz. Durante el camino realiza además automáticamente apuntes aerológicos, composición de la atmósfera, intensidad de las radiaciones cósmicas, temperaturas, humedad, etc., a diferentes distancias de la Tierra. Aproximadamente durante tres cuartos de su camino está dirigido por radio desde la Estrella Ketz. Con un paracaídas automático, el cohete cae en un punto determinado de la ciudad, una plazoleta de un metro cuadrado. No está mal, ¿eh? Con este cohete se transporta el correo… Su peso debe ser exacto. Por esto es importante el peso del musgo. Muchas gracias.
Salió. Miré el reloj. Según la hora «terrestre», de Leningrado era ya de mañana. Desayuné y me dirigí al trabajo.
Al abrir la puerta del gabinete de trabajo del biólogo Andrey Pavlovich Shlikov, me quedé sorprendido. Era muy diferente este gabinete de «jefe» del de los terrestres. Si a Tiurin se le podía comparar con una araña, escondido en su oscura rendija y enredado en su telaraña, Shlikov parecía un gusano en un verde jardín. Todo el gabinete estaba lleno de enredaderas de diminutas hojas. Parecía una cueva verde iluminada por los vivos rayos del sol. Al fondo, en una especie de sillón trenzado, estaba Shlikov medio acostado: un hombre robusto, bronceado, de edad mediana. A primera vista me pareció algo indolente y como medio dormido. Tenía los párpados pesados, como hinchados. Cuando me presenté, levantó los párpados y vi unos ojos grises, muy vivos e inteligentes. Su viveza no armonizaba con la lentitud de sus movimientos.
Nos saludamos. Shlikov empezó a preguntarme sobre la Luna. Una muestra de musgo ya estaba allí, sobre una larga mesa de aluminio.