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Le gustaba mucho que le mandara con diferentes misiones, cumpliéndolas casi siempre sin equivocación. Si no me entendía, meneaba la cabeza. «Sí» y «no» ya lo transmitía con los sonidos «vvi», y «vvo».

Su fidelidad era infinita. En una ocasión vino a nuestro laboratorio un empleado llegado no hacía mucho de la Tierra y agitó inexperto sus abanicos ante mí. «Dgipsi» pensó que el muchacho quería pegarme, se abalanzó sobre él y lo lanzó a un lado. El pobre por poco muere del susto al verse aquel monstruo encima.

No será fácil separarme de «Dgipsi», pero llevarlo a la Tierra es imposible. Allí se sentiría muy mal.

En una palabra, estaba muy satisfecho de «Dgipsi». Por el contrario, Falieev me tenía cada vez más preocupado. Este hombre cambiaba extraordinariamente ante mis ojos. Cada día se hacía más torpe. Algunas veces, «flotaba» largo rato ante mí, no comprendiendo cosas sencillas. Su trabajo no marchaba. Se olvidaba de todo, cometía miles de equivocaciones. Incluso exteriormente se había abandonado, no se afeitaba, no cambiaba sus vestidos y tenía que llevarle a la fuerza al baño. Lo más extraño era que empezó a cambiar físicamente. Yo no quería dar crédito a mis ojos, pero al fin me convencí que verdaderamente se hacía más alto, de mayor estatura… Su cara también se había alargado. La mandíbula inferior sobresalía más y más. Los dedos de las manos y pies se estiraban, los cartílagos y huesos se engrosaban. En una palabra, con él sucedía lo que en las personas enfermas de acromegalía. En una ocasión lo llevé ante el espejo, en el cual hacía meses que no se había mirado, y dije:

— ¡Mire lo que parece!

Miró el espejo largo rato, luego preguntó:

— ¿Quién es?

¡Completamente loco!

— Se comprende que usted.

— No me reconozco — dijo Falieev—. ¿Será posible que éste sea yo? Más feo que Dgipsi. — Dijo esto con completa indiferencia y, alelándose del espejo, empezó a conversar sobre otros asuntos.

Nada, este hombre hay que ponerlo en tratamiento en seguida.

Decidí aquel mismo día volar a Ketz y hablar con Meller.

Pero aquel día sucedió aún otro acontecimiento que me obligó a informar a Meller, no de un solo enfermo, sino de dos.

XIX — Extraña enfermedad

Nuestro reloj de cuerda (los relojes de péndulo no trabajan en el mundo de la imponderabilidad) señalaba ya cerca de las seis de la tarde. Falieev había volado a la Estrella Ketz. Zorina estaba aún en el laboratorio zoológico. A esta joven le cautivaba el trabajo no menos que a mí y a menudo se quedaba allí hasta la cena. Siempre alegre y cordial, no era tan sólo una trabajadora excelente, sino además una compañera ideal.

Ella frecuentemente se dirigía a mí con diversos problemas científicos y preguntas, que yo procuraba atender y solucionar.

Así sucedió esta vez.

Vera Zorina estudiaba la acción del frío en el crecimiento de la lana. Los animales en observación se encontraban en una cámara a bastante bajas temperaturas, por lo cual, era necesario trabajar allí con vestidos térmicos. Esta cámara se encontraba al final de nuestro laboratorio.

Yo estaba sentado solo ante una vitrina, contemplando una inmensa mosca drosófila del tamaño de una paloma. A pesar de este crecimiento, las alas de la mosca eran un poco más desarrolladas que las de una abeja. Debido a que estas alas no le ayudaban en su vuelo, ella prefería trepar por las paredes de su casa de cristal. Pero esta gigantesca mosca ya no era asexual. Era hembra, según yo había querido. Meditando sobre las consecuencias de mi éxito, no reparé en seguida en la presencia de «Dgipsi» que empezó a explicarse en su lengua canina. Luego yo comprendí: Zorina me llamaba.

Me levanté. «Dgipsi» voló delante «remando» con sus garras membranosas. Yo le seguí. Al llegar al final del laboratorio me puse el traje de abrigo y entré en la cámara. Cerca del «techo» flotaba una oveja. Tenía una lana tan larga que no se le veían las patas. Palpé la suave lana. ¡Verdaderamente un vellón de oro! La lana envolvía a la oveja como una nube.

— ¡No está mal! — dije—. Usted tendrá éxito.

— Y tenga presente — exclamó Zorina contenta—, que hace muy poco que la esquilé. Y la lana ha crecido de nuevo y más larga que la anterior. Aunque es un poco más áspera. Esto me ha preocupado.

— Pero…, si la seda no puede ser más suave — objeté.

— Pero los hilos son más delgados que la seda — replicó Zorina a su vez—. Vea, pruebe este vellón. — Y me tendió un mechón de lana blanca como la nieve, ligera como el gas.

Zorina tenía razón: la lana cortada era más delgada.

— ¿Será posible que después del esquilo la lana salga más rústica? — preguntó la joven.

Yo no pude responder en seguida.

— Hace frío aquí — observé yo—. Salgamos de aquí y conversaremos.

Pasamos de la cámara al laboratorio, nos sacamos los abrigos y «colgándolos en el aire», empezamos la conversación. Por la ventana entraba la luz azul del Sol. Allá debajo flotaba el iluminado «cuarto» de la Tierra. Como un yacimiento de brillantes se veía brillar la Vía Láctea. Blanqueaban las manchas de las nebulosas. Un cuadro habitual, conocido… Zorina me escuchaba agarrada con el dedo del pie de la correa en el «techo». Yo, abrazando a «Dsipsi» por la cabeza, estaba encaramado cerca de la ventana.

De repente «Dgipsi» pronunció con alarma: «Kgmrrr…» En este mismo instante oí la voz de Kramer:

— ¡Un idilio celestial! ¡Dúo en la Estrella!

Yo cambié una mirada con Zorina. Sus cejas se fruncieron. «Dgipsi» gruñó de nuevo, pero yo lo apacigüé. Kramer, agitando la mano derecha, daba lentas vueltas en el aire acercándose a nosotros.

— ¡Tengo que hablar con Vera! — dijo él, parándose y mirándome a los ojos.

— ¿Yo les estorbo? — pregunté.

— ¿Hace falta que se lo diga? — respondió Kramer con rencor—. Con usted hablaré después.

Me empujé con la pierna de la pared y volé al lado contrario del laboratorio.

— ¿Dónde va usted Artiomov? — oí tras de mí la voz de Zorina.

Miré atrás a medio camino y vi que «Dgipsi» vacilaba: volar tras de mí o quedarse con la joven, a la cual quería no menos que a mí.

— ¡Vamos, «Dgipsi»! — grité.

Pero «Dgipsi», por primera vez en todo el tiempo, no cumplió mi orden. Me contestó que se quedaba con Zorina para resguardarla. Esta contestación, claro está, Kramer no la comprendió. Para él, las «palabras» de «Dgipsi» eran un conjunto de gruñidos, ladridos y ruidos con las mandíbulas. ¡Mucho mejor!

Llegué a la cámara de las moscas drosófilas y me paré prestando oído a lo que pasaba en el otro extremo del laboratorio. El extraño aspecto de Kramer y la conducta del perro, que había presentido el peligro, me predispuso a la alarma.

Pero todo estaba en silencio, «Dgipsi» no gruñía, no ladraba. Y la voz de Kramer no se oía. Seguramente estaba hablando muy bajo. La atmósfera de nuestro laboratorio no era tan densa como en la Tierra y por esto los ruidos eran apagados. Pasaron dos minutos de espera en tensión de todos mis nervios. Súbitamente llegó hasta mí un ladrido rabioso de socorro. Luego cesó y sólo se oía un gruñido sordo.

Hice un esfuerzo y volé hacia ellos aferrándome en mi vuelo de los salientes de los tabiques para darme más impulso.

Un horrendo cuadro se presentó a mi vista.

Kramer estrangulaba a Zorina. Vera quería aflojar sus manos, pero no podía. «Dgipsi» mordía en el hombro a Kramer. Y éste, queriéndose liberar del perro hacía bruscos movimientos con su cuerpo. «Dgipsi» agitaba desesperadamente sus patas. Y los tres daban vueltas en medio del laboratorio.

Yo caí sobre el grupo de cuerpos entrelazados y aferré a Kramer por la garganta. Otra cosa no podía hacer.

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