— ¿Y para qué un biólogo? — pregunté—. Si la Luna es un planeta completamente muerto.
— Hay que pensar que así es en realidad. Pero no se excluye la posibilidad… Hable usted con nuestro astrónomo, el cual tiene algunas hipótesis sobre el asunto — el director sonrió—. Nuestro viejo está algo chiflado. Tiene una obsesión filosófica: «Filosofía del movimiento». Temo que le llene la cabeza. Pero en su materia es una gran celebridad. ¡Qué le vamos a hacer! ¡En la vejez los hombres a menudo tienen su «hobby»! Como dicen los ingleses, su manía. Vaya usted ahora a ver a Tiurin y trabe conocimiento con él. Es un interesante vejete. Sólo que no le deje charlar mucho de filosofía.
El director pulsó uno de los muchos botones.
— Usted ya conoce a Kramer. Lo llamo para que le ayude a trasladarse al observatorio. Recuerde que allí no hay ni la pequeña fuerza de gravedad que existe aquí.
Irrumpió Kramer. El director le explicó todo. Kramer asintió con la cabeza, me tomó del brazo y salimos volando al corredor.
— En este vuelo tengo interés en aprender a moverme solo en el espacio interplanetario — dije yo.
— ¡De acuerdo! — contestó Kramer—. El abuelo que vamos a ver es un buenazo, aunque se enfada fácilmente. Es miel con vinagre. Usted no le contradiga cuando se enfrasque en su filosofía. De lo contrario se enojará y no le podrá hablar en todo el viaje a la Luna. A pesar de todo es un vejete admirable. Le queremos todos.
Mi situación se complicaba. El director me recomendó no dejar filosofar mucho a Tiurin. Kramer me advierte que no irrite al viejo astrónomo filósofo. Tendré que ser muy diplomático.
XI — El sabio araña
Con los trajes interplanetarios y las mochilas cohetes detrás de la espalda pasamos por la cámara atmosférica, abrimos la puerta y «caímos» al exterior. Un empujón con el pie fue suficiente para que nos encontráramos flotando en el espacio. En el cielo, de nuevo había «tierra nueva». Como una enorme «palangana» cóncava, la Tierra ocupaba medio horizonte «ciento doce grados», afirmó Kramer.
Yo vi el contorno de Europa y Asia, el norte cubierto por las manchas blancas de las nubes. En los claros se veían los brillantes hielos de los mares polares del norte. En los oscuros macizos de los montes asiáticos blanqueaban las manchas de los nevados picos. El sol se reflejaba en el lago Baical. Sus contornos eran precisos. Entre verdosas sombras serpenteaban los plateados hilos del Obi y Yenisey. Claramente se distinguían los conocidos perfiles de los mares Caspio, Negro y Mediterráneo. Se destacaban netamente el Irán, Arabia, la India, el Mar Rojo y el Nilo. Los contornos de la Europa Occidental aparecían borrosos. La península de Escandinavia estaba cubierta de nubes. Los extremos sur y occidental de África también se veían mal. Como una mancha desdibujada, un borrón, se destacaba entre el azul del Océano Indico, Madagascar. El Tíbet se veía maravillosamente, pero el este de Asia se sumergía en la niebla. Sumatra, Borneo, la sombra blancuzca de las costas occidentales de Australia… Las islas del Japón casi invisibles: ¡Maravilloso! Veía, al mismo tiempo, el norte de Europa y Australia, las costas orientales de África y el Japón, nuestros mares polares y el Océano Índico. Nunca el hombre había abarcado un espacio tan enorme de la Tierra con una sola mirada. Suponiendo que en la Tierra, al mirar cada hectárea, se gastara tan sólo un segundo, se necesitarían unos cuatrocientos o quinientos años para verla toda; tan grande es.
Kramer apretó mi mano y señaló un punto luminoso a lo lejos, el objetivo de nuestro viaje. Tuve que dejar de admirar el grandioso espectáculo de la Tierra. Miré a la Estrella Ketz y al cohetódromo, semejante a una gran luna reluciente. Lejos, muy lejos, en la oscura profundidad del cielo, se encendía y apagaba una desconocida estrella roja. Yo adiviné: un cohete que desde la Tierra venía hacia nuestro cohetódromo. Alrededor de la Estrella Ketz, en el oscuro espacio celeste, había muchas estrellas cercanas. Examinándolas con atención me percaté que ellas eran creaciones de la mano del hombre. Eran las «empresas auxiliares» de las que me había hablado el director; yo aún no las conocía. La mayoría tenían apariencia de cilindros luminosos, pero había otras diferentes: cubos, globos, conos, pirámides. Algunas construcciones tenían además anexos; desde ellas salían una especie de mangas, tubos o discos, la utilidad de los cuales era desconocida para mí. Otras «estrellas» lanzaban periódicamente rayos luminosos. Parte de ellas estaban sin movimiento, otras giraban despacio. Había también algunas que se movían unas cerca de otras, en grupos, unidas seguramente por cables invisibles a distancia. Con este movimiento, por lo visto, se creaba en ellas una gravedad artificial.
Kramer llamó de nuevo mi atención. Señalando el observatorio, acercó su escafandra a la mía y dijo:
— Tendrá tiempo de admirarlo. Apriete el botón del pecho y dispare. No podemos perder más tiempo.
Apreté el botón. Sentí un golpe en la espalda y salí disparado dando volteretas. El Universo empezó a dar vueltas. Tan pronto veía el Sol como la gigantesca Tierra, o el vasto espacio celeste cubierto de estrellas de diferentes colores. Lo veía todo confuso, la cabeza me daba vueltas. No sabía hacia dónde volaba, dónde estaba Kramer. Entreabriendo los ojos vi con espanto que caía vertiginosamente en el cohetódromo. Rápidamente apreté otro botón, recibí un empujón en el costado y salí hacia la izquierda del cohetódromo. ¡Qué desagradable sensación! Y lo peor, es que nada puedo hacer. Me contraía, me estiraba, me retorcía… ¡Nada ayudaba! Entonces cerré los ojos y apreté de nuevo el botón. Otro golpe a la espalda… El observatorio ya hacía mucho que lo había perdido de vista. La tierra azulada allá abajo se iluminaba. Su borde ya oscurecía: se acercaba la corta noche.
A la derecha se encendió una lucecita, seguramente una explosión del cohete portátil de Kramer. No, no voy a disparar más sin sentido. Estaba completamente desorientado. Y he aquí que en el momento crítico de mi desesperación, vi la Estrella Ketz en el lugar que menos esperaba. En mi alegría, sin darme cuenta, disparé mis cohetes y empecé otra vez a dar volteretas. Me entró miedo de verdad. Estos ejercicios de circo no eran para mí… Y de pronto algo me golpeó una pierna, luego el brazo. ¿No será un asteroide…? Si mis vestidos se rompen me convertiré instantáneamente en un pedazo de hielo y me asfixiaré… Sentí un hormigueo por todo el cuerpo. ¿Será posible? ¿Puede ser que tenga un agujero en mis vestidos y por allí penetra el frío interplanetario? Sentí que me asfixiaba. El brazo derecho está sujeto por algo. Oigo un golpe en la escafandra y luego la voz apagada de Kramer:
— Por fin le alcanzo. Me ha dado usted trabajo… Yo le creía más diestro. No dispare más, por favor. Saltaba usted de un lado a otro como un petardo de pirotécnica. Por poco le pierdo de vista. Podía perderse por completo.
Kramer apartó mi capa blanca, en la cual me había enredado por completo, y los rayos vivificantes del Sol me calentaron rápidamente. El aparato de oxígeno estaba en buenas condiciones, pero yo casi no respiraba debido a la excitación. Kramer me tomó por los sobacos, como en mi primera salida al espacio, disparó a la izquierda, a la derecha, hacia atrás. Y volamos. Sin embargo, yo no notaba el movimiento, veía sólo que «el universo estaba en su lugar». Que la Estrella Ketz parecía que caía hacia abajo y que a nuestro encuentro venía la estrella del observatorio. Su luz se encendía más y más viva, como la de una estrella variable.
Pronto pude distinguir el aspecto exterior del observatorio. Era una construcción extraordinaria. Imagínense un tetraedro regular: en el que todas sus caras son triángulos. En los extremos de estas pirámides triangulares, hay anexionadas grandes esferas metálicas con infinidad de ventanas redondas. Las esferas están unidas entre sí por tubos. Como supe después, estos tubos sirven como corredores para pasar de una esfera a otra. En las esferas se han erigido telescopios reflectores. Enormes espejos cóncavos están unidos a las esferas con ligeras armazones de aluminio. El tubo telescópico usado en la Tierra no existe en el telescopio «celeste». Aquí no es necesario: no hay atmósfera y por esto no hay dispersión de la luz. Además de los gigantescos telescopios, encima de las esferas se elevan otros instrumentos astronómicos relativamente pequeños: espectógrafos, astrógrafos y heliógrafos.