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— ¡Hay un problema interesantísimo! Usted sabe que con la disminución de la temperatura, disminuye en los metales la resistencia a la corriente eléctrica. A temperaturas cercanas al cero absoluto, la resistencia es también casi igual a cero… En la solución de estos problemas trabajó ya Kapitza. Pero en la Tierra se exigían esfuerzos colosales para conseguir bajas temperaturas. Y en el espacio interplanetario esto es sencillo. Imagínese un aro metálico colocado en el vacío a la temperatura de cero absoluto. En él se dirige corriente inducida. Esta corriente puede ser de una potencia enorme. Y circulará por el aro eternamente, mientras no aumente la temperatura. Al subir la temperatura se produce una descarga instantánea. Si utilizamos estos aros dándoles altas tensiones, podremos tener una especie de relámpago en conserva, cuya actividad se manifestará en cuanto se eleve la temperatura. Aunque existe el problema del hecho que, al faltar la resistencia disminuye la tensión, o sea la potencia… Es necesario hacer un cálculo. ¡Cómo me serviría Paley en este caso! — exclamó casi con apasionamiento.

Esto, claro, era la pasión del científico, pero yo no pude disimular mi disgusto.

No pudo salir la expedición al día siguiente: enfermó Tiurin.

— ¿Qué le pasa? — pregunté a Meller.

— Se ha agriado nuestro filósofo — contestó ella—, enfermó de la «alegría», todo es debido al movimiento. En realidad no es nada. Se queja de dolor en las piernas. Le duelen las pantorrillas. Es poca cosa. Pero, ¿cómo enviarlo a la Luna en este estado? Les crearía muchos problemas. Con una décima parte de la gravedad terrestre está así. Y en la Luna hay una sexta parte. Allí a buen seguro no podrá con sus huesos. He decidido darle unos cuantos días para entrenarse. Aquí tenemos un almacén de los asteroides captados por nuestros hombres. Todas estas piedras, trozos de planetas, se han amontonado en forma de globo. Para que no volaran trozos de esta masa nuestros heliosoldadores han fundido y soldado la superficie de estos pedazos. A una de estas «bombas» hemos atado una esfera vacía con un cable de acero y luego le dimos movimiento circular. Resultó una fuerza centrífuga; la gravedad en el interior de la esfera hueca es igual a la de la Luna. En este globo se ejercita Tiurin. La presión y cantidad de oxígeno en la esfera son las mismas que en la escafandra del vestido interplanetario. Vuele hasta allí y hágale una visita. Pero no vaya solo. Que vaya Kramer con usted.

Hallé a Kramer en la sala gimnasio. Estaba efectuando tales números que le hubieran envidiado los mejores artistas del trapecio si le hubieran podido ver.

— Voy a ir con usted, eso sí, pero ya es hora de aprender a volar solo. Va a ir pronto a la Luna. ¡Y no sabemos lo que puede suceder en un viaje así!

Kramer me ató a un largo cordón y me dejó volar hasta el campo de entrenamiento de Tiurin. Ya no daba volteretas y «disparaba» con bastante acierto, aunque no supe amarrar a la esfera en movimiento. Kramer vino en seguida en mi ayuda. A los cuatro minutos de haber partido ya entrábamos en la esfera metálica.

Fuimos recibidos con ensordecedores chillidos y alaridos. Extrañado miré hacia el interior del globo iluminado por una gran lámpara eléctrica y vi a Tiurin sentado en el «suelo» golpeando con los puños una alfombra de goma. Cerca de él daba saltos gigantescos el negrito John. La mona «Mikki» con alegres chillidos, saltaba desde los hombros del negro hasta el «techo», allí se asía de las correas, cayendo otra vez a la cabeza de John. La gravedad «lunar» parecía gustarles, lo que no se podía decir de Tiurin.

— ¡Levántese profesor! — gritó John—. La doctora ha ordenado que ande unos quince minutos y usted no ha andado ni cinco.

— ¡No me levanto! — chilló enojado Tiurin—. ¡Yo no soy un caballo! ¡Verdugos! ¡No puedo más!

En este momento llegamos nosotros. Primero nos vio John y se alegró:

— Mire, camarada Artiomov — dijo dirigiéndose a mí—, el profesor no me hace caso, de nuevo quiere meterse en su telaraña…

La mona, de pronto, se puso a chillar.

— ¡Detén ya tu tocadiscos! — gritó el profesor—. ¡Buenos días, camaradas! — se dirigió a nosotros y, poniéndose de rodillas se levantó pesadamente.

«¿Cómo puede ir a la Luna en este estado?», pensé yo mirando a Kramer. Éste sólo meneó la cabeza.

— Pero si usted mismo, profesor, más de una vez me lo ha dicho: cuanto más movimiento, más felicidad… — insistía el negro.

Este argumento «filosófico» por parte de John, fue inesperado. Sin querer nos sonreímos, y Tiurin se puso rojo de ira.

— ¡Hace falta comprender! ¡Al menos intentarlo! — chilló él con voz aguda—. Hay diversas clases de movimiento. Estos movimientos físicos pesados estorban al movimiento superior de las células de mi cerebro, de mis ideas. Y además, cualquier movimiento es intermitente y tú quieres que marche sin descanso… ¡Me vas a matar!

Y se puso a caminar con aspecto de mártir, gimiendo y suspirando.

John me llevó a un lado y me dijo al oído:

— ¡Camarada Artiomov! Tengo mucho miedo por mi profesor. Está tan débil. Será peligroso que vaya a la Luna sin mí. Si incluso se olvida de comer y beber… ¿Quién va a cuidarlo en la Luna…?

A John la aparecían las lágrimas en los ojos. Quería a su profesor. Consolé a John como pude, y le prometí preocuparme de Tiurin durante la expedición.

— ¡Usted responde de él! — pronunció el negrito solemnemente.

— ¡Sí, claro! — asentí.

De vuelta a la Estrella, se lo conté todo a Meller. Ella meneó la cabeza con desaprobación.

— Tendré que ocuparme yo misma de Tiurin.

Y esta pequeña y enérgica mujer se dirigió efectivamente a la «sala de entrenamiento».

Yo tampoco perdí el tiempo: aprendí a volar en el espacio interplanetario, y según manifestó mi maestro Kramer, hice grandes progresos.

— Ahora ya estoy tranquilo porque durante la expedición a la Luna usted no se perderá en los abismos del cielo — dijo.

Pasados unos días Meller regresó de la «sala de entrenamiento» más satisfecha y declaró:

— A la Tierra aún no dejaría ir al profesor, pero para ir a la Luna está en «plena forma».

XIII — Hacia la órbita lunar

En vísperas de nuestro viaje a la Luna acompañé a Tonia al laboratorio del frío universal. La despedida fue breve, pero calurosa. Ella apretó mi mano con afecto y dijo:

— Sea prudente, cuídese…

Estas palabras sencillas me hicieron feliz.

A la mañana siguiente Tiurin, bastante animado, entró en el cohete. John, se despidió de él completamente afligido. Parecía que fuera a llorar de un momento a otro.

— ¡Usted responde del profesor! — me gritó al ir a cerrarse la puerta del cohete.

Resulta que volamos hacia la Luna no directamente, sino por la espiral, alrededor de la Tierra. Y no se sabe cuánto va a durar el viaje. En nuestro cohete pueden alojarse veinte personas. Y nosotros sólo somos seis: tres componentes de la expedición científica, el capitán, el piloto y el mecánico. Todo el espacio libre de la nave está ocupado por víveres de reserva, materias explosivas y oxígeno líquido. Y en la parte superior del cohete va sujeto una especie de vagón con ruedas, destinado a servir para los viajes por la superficie lunar. Como aquí no existe la resistencia del aire, el «automóvil lunar» no disminuirá la velocidad de vuelo de nuestro cohete.

Muy pronto el cohete abandonó el hospitalario cohetódromo de la Estrella Ketz. Y en seguida Tiurin se sintió mal. El caso era que, en cuanto aumentó la velocidad y las explosiones se hicieron más seguidas, el peso del cuerpo cambiaba. Y yo comprendí a Tiurin: se puede uno acostumbrar a la gravedad, a la ausencia de peso, pero acostumbrarse a que de repente el cuerpo deje de pesar, y de pronto pese como el plomo, es imposible.

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