Menos mal que teníamos suficientes reservas de alimentos y combustible, lo cual daba la posibilidad de no apresurarse y las explosiones eran moderadas. El sonido de ellas se transmitía únicamente por las paredes del cohete. A estos ruidos se podía uno acostumbrar, como al zumbido de motores, o al tic tac del reloj. ¡Pero no al aumento de peso!
Tiurin suspiraba, gemía. La sangre se le subía a la cabeza y su semblante se tornaba purpúreo, casi azul, o se retiraba el color y su cara se tornaba pálida, amarilla.
Sólo nuestro geólogo Sokolovsky, alegre y fuerte, con grandes bigotes lo soportaba bien y siempre estaba de buen humor.
Cuando volvió nuestro cuerpo al estado de imponderabilidad, el astrónomo empezó a hablar en voz alta, costumbre que había adquirido en su vida solitaria. Hablaba sin coherencia: comunicaba datos astronómicos de interés, desconocidos por los astrónomos terrestres, o pronunciaba sentencias «filosóficas».
— ¿Por qué es tan interesante el cine? Porque en él vemos movimiento…
Luego empezaba a gemir y retorcerse, para después hablar de nuevo.
Yo miraba por la ventanilla. A medida que nos alejábamos de la Tierra, ésta parecía más pequeña. Nuestro día se hacía más largo, las noches más cortas. En realidad esto no eran noches, sino eclipses solares.
En cambio con la Luna sucedían cosas chocantes.
Si nuestro cohete se encontraba en el punto opuesto de la órbita de la Luna, ésta aparecía pequeña, mucho más pequeña de como se ve desde la Tierra, y si nos acercábamos hacia la Luna por la órbita, ésta se hacía enorme.
Finalmente, llegó el momento en que la máxima dimensión de la Luna se igualó con la de la Tierra. Nuestro capitán, que más de una vez había hecho el viaje a la órbita lunar, nos dijo:
— Les felicito. Hemos superado las cuatro quintas partes de la distancia que nos separa de la Luna. Hemos sobrepasado cuarenta y ocho radios terrestres. Para nuestros viajes interplanetarios dentro del Sistema Solar, el radio terrestre — 6.378,4 kilómetros— sirve de unidad de medida. Es una especie de milla para los navegantes interplanetarios — aclaró.
Ahora el tamaño de la Luna variaba durante el día, que era el tiempo de la órbita del cohete alrededor de la Tierra. La mitad del día la Luna «engordaba», se hacía más grande, y la otra mitad «enflaquecía». Pero estos días empezaron a ser de mayor duración que los terrestres.
El día claro, sin nubes y resplandeciente aumentaba sin cesar.
El capitán dice que la atracción de la Luna se deja sentir más y más fuerte y altera la ruta del cohete. La velocidad del mismo aumenta o disminuye como resultado de los fuertes abrazos de nuestro satélite terrestre. La Luna no quiere dejarnos salir de su campo de atracción. Si no fuera por la fuerza de resistencia que suponen nuestros aparatos de explosión, ella nos haría prisioneros para la eternidad. ¡Cuánto más peligrosos serán los grandes planetas del Sistema Solar…!
En las primeras horas del vuelo, el capitán dejaba los mandos para que automáticamente el cohete volara por la ruta señalada. Esto no era peligroso. Pero después, pocas veces lo dejó, a pesar de estar mecanizados y automatizados.
Íbamos alrededor de la Tierra, aproximadamente por la misma órbita que la Luna, y por eso el viaje alrededor de la Tierra lo efectuamos con el mismo tiempo que la Luna — cerca de treinta días terrestres—. Nuestra noche, o sea el eclipse solar, se hizo tan rara, como los eclipses lunares en la Tierra. El cohete iba acercándose a la Luna igualando su velocidad a la de ella. Nuestra nave alcanzó la misma distancia de la Tierra que la Luna. El espacio que separaba al cohete de la Luna se hizo invariable.
Parecía que la Luna, la Tierra y el cohete estaban inmóviles, y que sólo la bóveda celeste se moviera continuamente.
— Muy pronto construiremos colonias aquí — rompió el silencio Sokolovsky.
— No, no, señor mío, no tan pronto — contestó Tiurin—, antes es necesario encontrar materiales aquí. No los vamos a traer de la Tierra. Al contrario, nosotros debemos enviar a la Tierra algunos regalos «celestes». Ya hemos enviado toda una colección de meteoritos. Todo un enjambre de leónidos.
Y Tiurin sonrió satisfecho.
— Es verdad — dijo Sokolovsky—. Necesitamos mucho hierro, níquel, acero y cuarzo para la construcción de nuestros alojamientos.
— ¿Y de dónde van a sacar estos minerales? — pregunté yo. La palabra «mineral» hizo reír a Sokolovsky.
— No son minerales, sino «aéreos» estos materiales — dijo—. Los meteoritos son nuestros «minerales». No en balde yo corría tras ellos.
— La explotación de meteoritos la organicé yo. ¡Esto fue mi idea! — rectificó Tiurin.
— No discuto esto, profesor — dijo Sokolovsky—. La idea fue suya y la ejecución mía. Por ejemplo, ahora he enviado a Evgenev a una nueva exploración.
El nombre de «Evgenev» hizo rememorar en mí todo el camino que me había llevado aquí. ¿Quién lo iba a decir? ¡Cómo lo personal había pasado a último plano ante las extraordinarias impresiones recibidas aquí!
— ¿Usted seguramente no sabía que encontramos todo un enjambre de pequeños meteoritos no muy lejos de la Estrella Ketz? — me dijo Sokolovsky—. Más arriba se encontraron más grandes. Al analizarlos se halló hierro, níquel, sílice, alúmina, óxido de calcio, feldespato, hierro cromado, óxidos de hierro, grafito y otras materias. En una palabra, todo lo necesario para la construcción y además oxígeno para los vegetales y el agua. Poseyendo la energía solar podemos transformar estos materiales y recibir todo lo que necesitamos, incluso lápices. El oxígeno y el agua, claro está, no se hallan aquí en estado ya preparado, sino en estado «ligado», pero para los químicos esto no es problema.
— Estudié según sus datos los movimientos de estos restos de cuerpos celestes — intervino Tiurin—, y he llegado a interesantes conclusiones. Parte de estos meteoritos vino desde lejos, pero la mayoría giraban alrededor de la Tierra, en la misma órbita que la Estrella Ketz…
— Sobre esto, profesor, fui yo quien le llamé la atención — dijo Sokolovsky.
— ¡Sí, claro! Pero las conclusiones las hice yo.
— No discutamos — añadió Sokolovsky reconciliador.
— No discuto. Yo sólo quiero exactitud. No en balde soy científico — replicó Tiurin levantándose incluso del sillón, pero en seguida se dejó caer y empezó a quejarse.
— Meller tiene razón — dijo—. Me he debilitado por completo en los años que he pasado en el mundo de la imponderabilidad. Hace falta cambiar de régimen.
— La Luna será un buen entrenamiento — rió el geólogo.
— Sí… Bueno, yo quería hablar sobre mi hipótesis — continuó Tiurin—. Son tantos los meteoritos que giran alrededor de la Tierra que nos obliga a pensar que deben ser los restos de un pequeño satélite de la Tierra desaparecido, una segunda Luna. Ésta sería una Luna muy pequeña. Cuando calculemos exactamente la cantidad y masa de estos meteoros, podremos restaurar las medidas que tenía este satélite, así como los paleontólogos restauran los huesos de los animales desaparecidos. ¡Una pequeña Luna! Aunque ésta seguramente lucía no menos que la actual, pues se encontraría más cerca de la Tierra.
— Perdone, profesor — intervino de pronto el joven mecánico parecido a un indio por su color de piel—. A mí me parece que a tan corta distancia la Tierra hubiera atraído a esta pequeña Luna.
— ¿Qué? ¿Qué? — gritó Tiurin en tono amenazador—. ¿Y la pequeña Estrella Ketz, por qué no cae a la Tierra? ¿Eh? Todo depende de la rapidez de movimiento… Pero la pequeña Luna de todas maneras sucumbió — dijo conciliador—. Las fuerzas en lucha (su inercia y la atracción terrestre) la hicieron trizas. ¡Ay! ¡Esto es lo que también amenaza a nuestra Luna! Se desintegrará en pequeños trozos. Y la Tierra tendrá un magnífico aro como el de Saturno. Yo creo que este aro lunar dará tanta luz como la Luna actual. Adornará las noches de los habitantes terrestres. Pero de todas maneras será una pérdida — terminó el profesor con un suspiro.