Kramer disminuyó la velocidad del vuelo y cambió de dirección. Nos acercábamos a una de las esferas y nos paramos junto al tubo que las une, pero sin tocarlo. Tal precaución, como después me explicó Kramer, se debía a que el observatorio no debe experimentar ni el más leve choque. Mal lo va a pasar el visitante que al abordar empuje el observatorio. Tiurin se pondrá colérico y casi seguro dirá que le han estropeado la mejor fotografía del estrellado cielo, o que le han arruinado su carrera…
Kramer apretó con cuidado un botón en la pared. La puerta se abrió y penetramos en la cámara atmosférica. Cuando el aire la llenó nos despojamos de nuestros trajes y mi acompañante dijo:
— Verdaderamente este vejete ha echado raíces en su telescopio. No se separa de él ni para comer. Colocó a su lado balones y potes de los que chupa por medio de un tubito mientras continúa sus observaciones. Usted mismo lo verá. Mientras queda hablando con él, yo vuelo hasta el nuevo invernadero. Voy a ver como van los trabajos.
De nuevo se vistió la escafandra. Y yo, abriendo la puerta de entrada al interior del observatorio, me encontré en un corredor iluminado por luz eléctrica. Las lámparas se encontraban debajo de mis pies: resulta que había entrado en el observatorio cabeza abajo. Para no romper las lámparas me apresuré a agarrarme a las correas de la pared. Tenía las alas plegables, pero no me atreví a usarlas en el santuario del temible viejo. Así me lo dibujaba mi imaginación, después de las referencias dadas por Kramer y el director.
Había un silencio sepulcral. El observatorio parecía completamente deshabitado. Tan sólo se oía el zumbido de los ventiladores y en algunos lugares un silbido apagado, seguramente proveniente de los aparatos de oxígeno. No sabía hacia dónde dirigirme.
— ¡Eh! oigan — grité sin alzar mucho la voz y tosí.
Silencio absoluto.
Tosí más fuerte, luego grité:
— ¿Hay alguien aquí?
De una puerta a lo lejos salió la cabeza rizada de un joven negro.
— ¿Quién? ¿Qué? — preguntó.
— ¿Está en casa Fedor Grigorievich Tiurin? ¿Recibe? — bromeé yo.
En la negra cara brillaron los dientes con una sonrisa.
— Recibe. Yo estaba durmiendo. Siempre duermo cuando en Florida es de noche. Usted me ha despertado a tiempo — dijo el locuaz negro.
— ¿Cómo desde Florida ha venido a parar al cielo? — continué yo.
— En barco, tren, aeroplano, dirigible, cohete.
— Sí, pero… ¿Por qué?
— Porque soy curioso. Aquí hace el mismo calor que en Florida. Yo ayudo al profesor — la palabra «profesor» la pronunció con respeto—. pues él es como un niño. Si no fuera por mí, se habría muerto de hambre al lado de su ocular. Tengo una mona que se llama «Mikki». Con ella no se aburre uno. Hay libros. Y hay también un libro muy grande e interesante: el cielo. El profesor me habla de las estrellas.
«Por lo visto este vejete no es tan temible», pensé yo.
— Vuele recto por el corredor hasta la esfera. En ella verá una cuerda que le llevará hasta el profesor Tiurin.
Se oyó el chillido de la mona.
— ¿Qué? ¿No puedes mirar quién hay aquí? ¿Con quién hablo? ¡Ja, ja! Está forcejeando en el aire en medio de la habitación y no puede bajar hasta el suelo. Seguramente le van a salir alas — añadió el negro con convencimiento—. Sin alas aquí se pasa mal.
Volé hasta la pared esférica en la que se terminaba el corredor, abrí la puertecita y entré en la esfera. En las paredes había sujetas máquinas, aparatos, armarios, balones. Desde la puerta de entrada a través había tendida una cuerda bastante gruesa. Ésta se perdía en una abertura del tabique que dividía la esfera en dos partes. Me tomé de la cuerda y empecé a avanzar, abajo o arriba, no puedo decirlo. Es necesario despedirse para siempre de las nociones terrestres.
Finalmente pasé por el agujero y vi a una persona. Estaba acostada en el aire. De ella, salían delgados cordones de seda atados a las paredes.
«Como una araña en su telaraña», pensé yo.
— ¿John? — preguntó él con una vocecita delgada, para mí inesperada.
— Buenos días, camarada Tiurin. Soy Artiomov. Vine…
— Sí, ya sé. El director me habló. ¿A la Luna? Sí. Volamos. Excelente idea.
Hablaba sin apartar los ojos del ocular y sin hacer el más leve movimiento.
— No le invito a sentarse: no hay dónde. Bueno, y no hace falta.
Yo traté de acercarme con cuidado al «araña», para ver mejor su cara. Lo primero que vi, fue un gran manojo de espeso pelo blanco como la nieve y un rostro pálido con nariz recta. Cuando Tiurin giró un poco su semblante hacia mí, encontré la viva mirada de sus negros ojos con párpados rojizos. Por lo visto, fatigaba mucho su vista.
Tosí.
— ¡No tosa hacia mí, va a desordenar mis cosas! — dijo con severidad.
«Ya empezamos — pensé yo—. Ni toser se puede.»
Pero, observando atentamente a mi alrededor, comprendí por qué no se podía toser.
Tiurin tenía dispersos por el aire libros, papeles, lápices, libretas, el pañuelo, su pipa, el paquete de tabaco y otros muchos objetos. Al más mínimo movimiento de aire todo volaría. Será necesario llamar a John para que le ayude, pues seguramente por sí mismo no le será fácil deshacerse de su telaraña. Probablemente con esta telaraña sostiene su cuerpo inmóvil cerca del objetivo del telescopio.
— Tiene un gran diámetro su telescopio — dije yo, para empezar la conversación.
Tiurin sonrió con satisfacción.
— Sí, los astrónomos terrestres no pueden ni soñar con un telescopio así. Sólo que no tiene tubo. ¿Al volar hasta aquí, no lo ha notado…? Perdone, antes que se me olvide debo dictar algunas palabras.
Y empezó a decir frases salpicadas de términos astronómicos y matemáticos. Luego, extendió levemente la mano hacia un lado y giró una manecilla de un pequeño armario que se hallaba también atado con cordones. Si se mostraran estos movimientos en la pantalla de cine, los espectadores asegurarían que el operador se había equivocado y la velocidad de la máquina era retardada.
— La grabación automática en la cinta es un secretario casero perfecto — aclaró Tiurin—. Encerrado en la caja, trabaja con exactitud y no pide de comer. Es más rápido que escribirlo uno mismo. Observo y dicto al mismo tiempo. Este aparato me ayuda también a efectuar cálculos matemáticos. Aunque por si acaso, tengo papel y lápiz cerca. No respire hacia mí… Sí, esto es un telescopio… En la Tierra no se podría construir. Allí el peso limita el tamaño. Esto es un telescopio reflector. Y no sólo uno. Los espejos tienen un diámetro de centenares de metros. Son reflectores gigantescos. Y están construidos aquí, con materiales celestes, el cristal está hecho de meteoros cristalinos. Yo organicé aquí una verdadera cacería de bólidos-meteoros… ¿Sí, de qué hablaba… Es acaso posible dedicarse a la astronomía en la Tierra? Allí son topos comparados conmigo. Aquí en dos años los adelanté en un siglo. Espere un poco, ya verá cuando se publiquen mis obras… Por ejemplo, el planeta Plutón. ¿Qué saben de él en la Tierra? ¿El tiempo de su revolución alrededor del Sol, lo saben? No. ¿La distancia media hasta el Sol? ¿La inclinación respecto de la elíptica? No. ¿Su masa? ¿Su densidad? ¿La fuerza de gravedad en el ecuador? ¿El tiempo de giro alrededor de su eje? No, no y no. ¡Se dice que descubrieron un planeta…!
Echó una risita de viejo.
— ¿Y los blancos planetas enanos, las estrellas dobles? ¿Y la estructura del sistema galáctico…? Bueno. ¡Qué se puede decir! ¡Si incluso no saben nada en concreto de la atmósfera de los planetas del Sistema Solar! Se pasan la vida discutiendo. En cambio, yo aquí tengo descubrimientos como para veinte Galileos. Yo no me vanaglorio de ello, pues en este caso no ha sido el hombre el que lo ha hecho posible, sino las posibilidades que han sido puestas a su disposición. Cualquier otro astrónomo en mi lugar habría hecho lo mismo. Yo no trabajo solo. Tengo toda una plantilla de astrónomos… Si alguien fue genial, éste fue el que imaginó el observatorio aéreo. Sí, Ketz. A él se lo debemos.