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— ¡«Dgipsi»! ¡Pide socorro! ¡El timbre! ¡El teléfono! — chillé.

Kramer enronquecía, enrojecía su semblante, pero no soltaba el cuello de Zorina. Sus manos estaban crispadas. Su cara estaba descompuesta, sus ojos eran de loco.

«Dgipsi» corrió al mando de timbres y oprimió el botón de «alarma». Luego, volvió de nuevo hacia mí y se aferró a la nariz de Kramer. Éste gritó y aflojó las manos.

Pero era aún pronto para cantar victoria. Menos mal que yo pude empujar a Vera lejos de Kramer. Pero un momento después, éste golpeó fuertemente la «cara» chata de «Dgipsi» y se abalanzó contra mí. Empezó una lucha singular. Yo agitaba desesperadamente mis brazos para esquivar a Kramer. Sin embargo mi enemigo, más ágil y práctico en sus movimientos, cambiaba rápidamente de posición y no podía desasirme de él. Entonces «Dgipsi» se lanzó de nuevo al ataque amenazando morderle la cara con sus dientes.

Kramer frenético me pegaba con el puño y con los pies. Por suerte mía, los puños de mi enemigo no tenían ningún peso. Y sentí sólo un fuerte golpe, cuando Kramer se volcó contra mí empujándome a la pared.

Finalmente pudo aferrarme por detrás y sus manos empezaron a aproximarse a mi cuello. Aquí «Dgipsi» mordió su mano derecha. Kramer tuvo que liberar su izquierda para ahuyentar al perro, pero en éste momento se unió Vera a nuestro bando. Ella agarró a Kramer por los pies.

— ¡Déjelo ya, basta Kramer! ¡De todas maneras no podrá usted contra los tres! — gritaba yo en tono persuasivo.

Pero él estaba furibundo.

En el laboratorio se oyeron roces de otras personas y pronto cinco jóvenes nos separaron. Kramer continuaba luchando, chillando como un loco. Fue necesario sujetarle entre cuatro, mientras otro iba en busca de una cuerda. Lo ataron.

— ¡Tírenme al vacío! ¡Échenme al espacio! — musitaba entre dientes.

— ¡Qué vergüenza! — exclamó uno de los llegados—. ¡Esto no había sucedido nunca en Ketz!

— Nuestro director, camarada Parjomenko, tiene poderes judiciales. Yo creo que este acto de incivilidad será el último — dijo otro.

— No le juzguen antes de tiempo, camaradas — dije yo conciliador—. Me parece que a Kramer no hay que juzgarle, sino curarle. Está enfermo.

Kramer apretó los dientes y calló.

Temiendo que de nuevo empezara a pelear, le vistieron el «buzo» sin desatarlo y lo llevaron a Ketz como un bulto. Yo y Zorina les seguimos allá. En el laboratorio se quedó uno de guardia y «Dgipsi».

Cuando llegamos a Ketz insistí para que Kramer fuera inmediatamente reconocido por Meller. Le conté todo sobre su comportamiento desde que le conocí hasta los sucesos que acababan de acontecer. Recordé a Meller que también Falieev, a mi parecer, había enfermado corporal y psíquicamente y que podía ser que la causa de sus enfermedades fuera la misma.

Meller me escuchó atentamente y dijo:

— Sí, es posible. Las condiciones de vida en la Estrella son demasiado extraordinarias. Ya habíamos tenido casos de enajenación mental. Uno de los primeros «habitantes celestes» se imaginó que se encontraba en el «otro mundo». ¿Puede usted imaginarse, qué vestigios del pasado existen aún en nuestra psique?

Ella exigió que le llevaran primero a Kramer y luego a Falieev.

Kramer no contestó a las preguntas, estaba sombrío y sólo una vez repitió su frase:

— ¡Échenme al espacio!

Falieev dio muestras de una «tranquila perplejidad», manifestó Meller como bromeando. De las respuestas de Falieev aún pudo sacar algunas conclusiones. Y cuando se los llevaron, ella manifestó:

— Tenía usted plena razón. Los dos están enfermos y seriamente. No debe ni hablarse de juzgar a Kramer. Se le debe compadecer. Es una víctima del deber científico. Pero yo me pregunto: ¿Cómo usted, biólogo, no adivinó la causa?

— Yo soy aquí un huésped reciente y no soy médico… — respondí confuso.

— Sin embargo, usted podía fácilmente darse cuenta. Por otra parte yo, vieja tonta, no he sido mejor. También me descuidé… ¡Todo está en los rayos cósmicos! Piénselo usted. A la altura de veintitrés kilómetros sobre la superficie de la Tierra, la fuerza de los rayos cósmicos es ya de trescientas veces mayor que en la Tierra. A través de la atmósfera terrestre se infiltran tan sólo una cantidad ínfima de estos rayos. Nosotros nos encontramos fuera de los límites de la atmósfera terrestre y estamos sometidos a la acción continua de rayos cósmicos miles de veces más fuertes que en la Tierra…

— Permítame — la interrumpí—. Entonces todos los habitantes de Ketz deberían haber enloquecido o degenerado en monstruos. Sin embargo, esto no sucede.

Meller movió la cabeza en tono de reproche.

— ¡Usted no lo entiende aún! De esto podemos dar las gracias a los constructores de Ketz. A pesar del hecho que existía la opinión que los rayos cósmicos no representaban ningún peligro, los que construyeron esta base utilizaron capas aislantes que nos resguardan de la acción de las radiaciones cósmicas más fuertes. ¿Comprende?

— Yo no sabía esto…

— Por el contrario, parte de los laboratorios, el de fisiología de las plantas y el zoolaboratorio, fueron creados de manera que sus paredes dejaran pasar la máxima cantidad de rayos cósmicos. Nosotros debíamos determinar qué influencia podían tener en el organismo de los animales y vegetales. Así, todos nuestros experimentos en moscas y demás animales se basan en esto. ¿Todas estas mutaciones de dónde provienen? Por la influencia de las radiaciones cósmicas. ¿Usted lo sabe?

— Sí, lo sé. Y ahora comprendo…

— Finalmente. Las moscas drosófilas cambian; los perros, cabritos, ovejas, etc., se transforman en monstruos. Y ustedes mismos, ¿es que son de otra pasta? ¿En ellos influyen y en ustedes no? ¡Y yo sabía esto! Lo sabía y lo advertía. Pero algunos biólogos como usted me persuadían: ¡no hay peligro! Y hemos llevado a uno a la locura y otro a la deformidad. Los rayos cósmicos afectaron las glándulas y las glándulas influenciaron en las funciones fisiológicas y psíquicas. Esto está claro…, Falieev padece acromegalía. Con esta enfermedad espero poder luchar. Pero con Kramer la cosa es ya más seria. Sí, y si usted hubiera trabajado en este laboratorio unos dos años, seguramente le hubiera sucedido algo parecido.

— ¿Y cómo vamos a proseguir? Yo no puedo dejar el trabajo empezado.

— Y no lo deje. Algo pensaremos. Bien trabajan los radiólogos con radiaciones peligrosas. Hace falta tan sólo saber aislarse. Trajes aislantes. Los animales en experimentación pueden encontrarse bajo la acción directa de los rayos, pero los científicos y asistentes, bajo «tejados» que no dejen pasar la «lluvia» cósmica. Y entrar en las cámaras de experimentación sólo con los trajes «aislantes» puestos. Yo daré órdenes para que nuestros ingenieros preparen todo lo necesario.

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