— ¡En cuántos he tenido que estar! — dijo Sokolovsky—. En algunos la fuerza de gravedad es tan insignificante que es suficiente un pequeño salto para salir disparado de su superficie. Estuve en uno de estos que tenía una circunferencia de diecisiete kilómetros y medio. Al saltar a un metro de altura tardaba veintidós segundos en volver a tocar la superficie. Al hacer un movimiento como para traspasar una puerta en la tierra, podía aquí subir a la altura de doscientos diez metros…, un poco menos que la torre Eiffel. Tiraba piedras y ya no volvían a caer.
— Volverán, pero pasado un tiempo — añadió el astrónomo.
— He estado en un planeta relativamente grande con un diámetro sólo seis veces más pequeño que la Luna. En él levantaba con una sola mano veintidós personas, todos mis compañeros. Allí se podía uno columpiar en un columpio atado con delgados cordeles, construir torres de seis kilómetros y medio de altura. Probé a disparar con el revólver. ¡No puede usted imaginar lo que sucedió! Si yo mismo no hubiera sido despedido del planeta por el disparo, mi bala hubiera podido matarme por detrás, después de volar sobre alrededor del asteroide. Seguro que aún ahora sigue dando vueltas al planeta, como si fuera un satélite.
— Los trenes en un planeta así podrían ir a velocidades de mil doscientos kilómetros por hora — dijo Tiurin—. A propósito, podrían acercarse algunos de estos planetas a la Tierra. ¿Por qué no organizar una mejor iluminación de las noches terrestres? Y luego poblar estos planetas. Envolverlos en fundas de cristal como si fueran invernaderos. Sembrar plantas. Criar animales. Con el tiempo podría asimismo poblarse la Luna.
— En la Luna hace mucho frío y mucho calor — dije yo.
— Una atmósfera artificial bajo una cúpula de vidrio con cortinas reduciría el calor del Sol. En lo que se refiere al frío del suelo durante las noches lunares, tengo mi opinión — añadió Tiurin en tono significativo—. ¿No hemos renunciado a la teoría del núcleo candente de la Tierra con temperaturas extraordinariamente altas? Y a pesar de esto nuestra Tierra es cálida…
— El Sol y el abrigo de la atmósfera… — empezó el geólogo, pero Tiurin lo interrumpió.
— Sí, sí, pero no es tan sólo esto. En la corteza terrestre se desarrolla el calor de la desintegración radiactiva que tiene lugar en sus entrañas. ¿Por qué no puede suceder esto también en la Luna? ¿Incluso en más alto grado? La desintegración radiactiva puede calentar el suelo de la Luna. Y además el magma no enfriado aún debajo de su corteza… La Luna no es tan fría como parece. Y si además hay restos de atmósfera… He aquí por qué usted, biólogo, ha sido incluido en esta expedición — dijo dirigiéndose a mí.
Sokolovsky movió la cabeza con incertidumbre.
— En los asteroides no he podido encontrar ningún calentamiento del suelo ocasionado por la desintegración radiactiva de los elementos.
— Los asteroides son menores que la Luna — contestó el astrónomo gritando.
Estuvo callado durante mucho tiempo y de pronto volvió con su filosofía, como si en su cerebro, fueran paralelas dos líneas de ideas.
Estrellas muertas que ya no parpadean miran por la ventanilla de nuestro cohete. La lluvia de estrellas, atravesando la bóveda celeste, se va hacia un lado y a lo alto. El cohete gira.
— Hemos ya recogido muchos asteroides — me dice Sokolovsky en voz baja, sin prestar atención a Tiurin que, como una pitonisa, pronuncia sus sentencias—. Ante todo «pusimos los cimientos» debajo de nuestro cohetódromo. Cuanto mayor fuere su masa, más estabilidad tendría. Los golpes casuales de los cohetes al llegar no podrían desplazarlo en el espacio. También proveemos de asteroides a nuestras fábricas, usted aún no conoce esta faceta. No hace mucho pudimos cazar un pequeño planeta interesantísimo. Bueno, era tan sólo un trozo que según la medida terrestre tendría como tonelada y media de peso. Imagínese un pedazo casi por entero formado por oro… ¡Vaya hallazgo! Yacimientos de oro en el cielo…
Por lo visto Tiurin oyó estas palabras y comentó:
— En los grandes planetas los elementos se disponen desde la superficie hacia el centro, según su peso específico: arriba el silicio y el aluminio «sial», debajo del silicio el magnesio («sima», más abajo el níquel, el hierro) «nife», el hierro y otros metales más pesados: platino, oro, mercurio, plomo… Vuestro asteroide de oro sería un trozo del núcleo central de un planeta destrozado. Es un caso raro. No cuenten con encontrar muchos de éstos.
Tenía sueño. Mi organismo aún no se había deshabituado al régimen de vida terrestre. Del cambio de día y noche.
— ¿Se duerme? — me preguntó Tiurin—. Buenas noches, que descanse. Yo ya he perdido la costumbre de dormir por la noche. En el observatorio perdí por completo el hábito de dormir regularmente. Y ahora me parezco a aquellos animales que duermen a cortos intervalos. Como un gato, por ejemplo.
Y continuó hablando, pero yo me dormí. No había explosiones. Silencio, tranquilidad… Soñé con mi laboratorio de Leningrado…
Cuando después de un día miré al cielo, quedé extrañado del aspecto de la Luna. Ésta ocupaba la séptima parte del cielo y daba miedo su gran tamaño. Estábamos tan sólo a dos mil kilómetros de ella. Las montañas, los valles y los «mares sin agua» se veían como en la palma de la mano. Se destacaban bruscamente los contornos de algunas cordilleras y los conos de volcanes apagados, sin vida, como todo en la Luna. Se veían incluso las profundas grietas…
El astrónomo miraba la Luna fijamente. Conocía desde hacía mucho tiempo «cada piedra de su superficie», como él se expresaba.
— Vean allí en el extremo. Es Clavius, debajo Tycho, y más allá Alfonso, Ptolomeo, a la derecha Copérnico, y más lejos los Apeninos, Cáucaso, Alpes…
— Falta el Pamir y el Himalaya — añadí yo.
— Así vamos a bautizar los picos de la otra cara invisible de la Luna — dijo el geólogo sonriendo—. Allí aún no tienen nombre.
— ¡Vaya que Luna…! — decía Tiurin admirado—. Cien veces más grande que la «terrestre». ¡Ay, ay! — gimió—, otra vez la sobrecarga.
— El capitán está frenando — dijo el geólogo—. La Luna nos atrae cada vez con más fuerza. Dentro de media hora llegaremos.
Yo me alegré pero también me asusté un poco. Que me llame cobarde aquel que ya haya pisado la Luna y no se haya emocionado ante su próximo «alunizaje».
La Luna está debajo de nosotros. Ocupa la mitad del cielo. Sus picos crecen ante nuestros ojos.
Pero es extraño: la Luna, al igual que la Tierra, desde la altura parece cóncava y no prominente. Aparece como una sombrilla vuelta al revés.
Tiurin se quejaba: las contraexplosiones aumentaban. A pesar de esto no dejaba de mirar. Pero de pronto empezó a moverse hacia un lado. Y sólo porque mi cuerpo se hizo más pesado de un lado, comprendí que el cohete había cambiado de nuevo de dirección. La gravedad se desplazó tanto que la Luna se «percibía» ya encima de nosotros. Se hacía difícil hacerse a la idea de cómo podríamos andar por «el techo».
— Aguante un poco profesor — dijo el geólogo dirigiéndose a Tiurin—. Quedan sólo dos o tres kilómetros. El cohete vuela ya muy despacio: no más de unos cientos de metros por segundo. La presión de los gases del cohete es igual a la atracción lunar, y va sólo por inercia.
De nuevo nos sentimos ligeros. El peso desapareció.
— ¿Y dónde bajamos? — preguntó Tiurin reanimado.
— Parece que cerca de nuestro vecino Tycho Brahe. Quedan tan sólo quinientos metros — dijo Sokolovsky.
— ¡Ay, ay! ¡Otra vez contraexplosiones! — gimió Tiurin.
Bueno, ahora todo está normal. La Luna ya está debajo.
— Ahora descendemos… — dijo Sokolovsky con emoción—. Con tal de no destrozar nuestro «automóvil lunar» al caer.
Pasaron unos diez segundos y sentí un ligero golpe. Las explosiones cesaron. Con bastante suavidad caímos hacia un lado.