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Primero me cegó la luz. Luego, al mirar vi un túnel de colosales dimensiones, un embudo que se ensanchaba. La puerta de entrada estaba situada en la parte estrecha del embudo. En la parte opuesta se unía a una enorme esfera de cristal.

A través del cristal caían torrentes de luz. Su fuerza era incalculable. Como si miles de proyectores vertieran su luz en ella. Las paredes del túnel estaban llenas de verde, vegetación con matices desde vivo esmeralda hasta casi negro. Este verde tapiz estaba traspasado por estrechas pasarelas de aluminio. El espectáculo era extraordinario. Pero creció mi admiración cuando me enteré más a fondo de la clase de plantas que allí habían. Yo, biólogo, botánico, especialista en el estudio de la fisiología de los vegetales, no tenía la menor noción de hasta qué punto pueden ser maleables, «plásticas» estas materias, de cómo puede cambiar su aspecto exterior y estructura interior.

Quería mirarlo todo despacio y detalladamente. Pero Kramer no me dejaba tranquilo y susurraba a mi oído:

— ¡Todo esto lo ha hecho Shlikov! Es un genio. Muy pronto va a lograr que las plantas bailen y que canten como los ruiseñores. ¡Las amaestrará! «Los cereales», dice él, «utilizan una sesentava parte de la energía solar y las bananas cien veces más. Y esto no depende del clima. Se puede obligar a que aumenten su consumo en cientos de veces».

— Ya me habló de esto — dije intentando poner fin a la efusión de Kramer, pero éste no se callaba.

— Y Shlikov logró esto. ¿Y los resultados? ¿No quiere mirar este ejemplar? ¿Qué me dice de él? ¡Ja, ja, ja!

Me paré admirado. Ante mí había una mata de la altura de una persona; las hojas como la palma de la mano y sus frutos, de dimensiones parecidas a una gran sandía, recordaban fresas. Eran en efecto fresas de tamaño monstruoso. El arbusto ya no se arrastraba por el suelo, sino que subían hacia arriba. De su débil tallo pendían estas enormes bayas. (¡Lo que significa la ausencia de la gravedad!) Algunas de ellas eran completamente rojas, otras aún no habían madurado.

— Cada día recogemos diez de estas «bayas» de esta sola mata — hablaba Kramer—. Sacamos unas y otras maduran. Salen sin interrupción. Nuestras plantas no tienen ni el descanso de dos semanas que tienen en la Tierra las plantas tropicales. ¡Dan y dan! Absorben los rayos del sol, los desechos y el agua del suelo, convirtiéndolos en estos sabrosos frutos. Y el sol aquí no penetra. La atmósfera del invernadero es siempre diáfana. Esto primero. Segundo: la atmósfera de aquí tiene gran cantidad de anhídrido carbónico, como en los tiempos del período carbonífero.

— Ya me ha hablado del anhídrido carbónico.

— Eche una mirada a estas hojas — continuó Kramer sin inmutarse lo más mínimo—. Son casi negras y por esto absorben casi por competo la energía solar, sin que tenga lugar el recalentamiento de la planta. Sólo disminuye la evaporación del agua. ¿Sabe usted cuánta energía gastan las plantas en la evaporación? Treinta o cuarenta veces más que en trabajo útil. Aquí esta energía va al fruto. Las hojas son gruesas, carnosas. Algunas de ellas ni tienen base. Y los frutos: ¡qué enormes! En cambio mire este ejemplar que no hace más que segregar agua — dijo mostrando una planta en cuyos extremos de las hojas goteaba agua—. No parece una planta, sino una fuente de Baichisaray. ¿Ha visto el «surtidor de las lágrimas»? ¡Gotea y gotea! Esto es nuestro filtro natural.

— Aquí hay también una planta original — continuó, avanzando por la estrecha pasarela—. El «Quiosco de agua de frutas», o mejor dicho, una herida de la que mana jugo. ¿Ve el corte en el tronco? Es un tubito por el que gotea. Pruebe. ¿Sabroso? ¿Dulce? ¡Limonada! Ponga atención en el terreno: el desmenuzamiento de las partículas es ideal. En cada millar de partículas duras hay algunas decenas de bacterias útiles. Y por esto, mire estos guisantes, habas y alubias. ¡Son como manzanas!

«Y estos departamentos vidriados — continuó diciendo— existen para crear en algunas plantas condiciones especiales: el ambiente gaseoso de composición más conveniente, la mejor temperatura. Los parásitos no existen. Las malas hierbas tampoco. Los filtros de luz dan una propicia composición de rayos… ¡«Ira»! ¡«Ira»! ¿Qué haces, loca? — chilló de improviso asustado, saltó y arrancó el vuelo por el invernadero—. ¡«Ira»! ¡«Ira»! — gritó desde no sé dónde, detrás de unas matas, como si lo despedazaran.

¿Que ha sucedido con este hombre? No hace mucho era un chico tranquilo, apacible. Y ahora tiene un elevado grado de irritabilidad. No podía comprender lo que le había hecho excitar. Oí un ruido, un chirrido y vi cómo las hojas caían y volaban desde el extremo ancho del embudo hacia el estrecho.

— ¿Por qué has puesto el ventilador con tanta fuerza? ¿Quieres armar un huracán? — clamaba—. ¿Quieres destrozar las plantas…? ¡Disminuye su fuerza si no quieres que te lance a la Tierra!

El ruido y movimiento de las hojas cesó. Se oyó una voz fina que decía:

— Ayer tú mismo ordenaste que pusiera los ventiladores a veintiséis…

— ¡Esto lo has soñado!

Yo me acercaba poco a poco a la esfera de vidrio, entreteniéndome en las plantas que ofrecían mayor interés. En los finos troncos ardían como llama viva las flores de la amapola. Sus «cajitas» eran del tamaño de la cabeza de un bebé.

— ¿Ves? ¿Ves cómo se balancean y caen las semillas de amapola? — gritaba él.

Estas semillas eran como guisantes.

Unos guisantes auténticos de muchos metros de altura subían en la mitad del embudo. Una flor de girasol de medio metro de diámetro casi no subía del suelo. Pepinos, zanahorias, patatas, fresas, frambuesas, uvas, grosellas, ciruelas, avena, trigo, remolacha, cáñamo… A duras penas los reconocía, tanto habían cambiado en sus medidas y formas.

Más de una vez me paré completamente desorientado. ¿Qué era esto?

Los terrestres enanos se habían convertido en gigantes y por el contrario, los grandes árboles leñosos de la Tierra se habían convertido en enanos. En lugares especiales, oscuros, crecían setas: unas setas enormes…

He aquí los subtrópicos y trópicos. Higueras enanas con frutos gigantes, árboles de café, de cacao, palmas y cocoteros del tamaño de una sombrilla, pero con frutos el doble de grandes que los terrestres.

En un armario vidriado vi un auténtico bosque tropical de enanos. Palmas, bananos, helechos, lianas… Sólo faltaban elefantes del tamaño de un ratón, para poderme imaginar que era Gulliver en el país de los liliputienses…

¡Que insignificantes me parecían todos mis éxitos «terrestres»!

¡Cuán fácilmente se resuelven aquí los problemas con los que yo tantos años me había partido la cabeza! Hay aquí frutas y verduras frescas durante todo el año y las fábricas que las elaboran pueden trabajar sin interrupción…

¿Es que las experiencias de la Estrella Ketz no pueden ser llevadas a la Tierra? Por ejemplo en el Pamir. En las alturas del Pamir hay menos rayos ultravioleta que en la Estrella, pero mucho más que en los lugares situados a nivel del mar. La meseta del Pamir se puede transformar en invernadero. Todos los gastos de inversión serían cubiertos plenamente. En los invernaderos podrían crearse las condiciones necesarias de atmósfera, aumentar la cantidad de anhídrido carbónico…

¿Y en los despejados cielos de los trópicos con su caluroso clima y abundancia de rayos solares…? Cuando se venza a la jungla por completo, millones de personas hallarán allí casa y alimentos.

¿Y los desiertos terrestres? Ya se lucha allí con éxito contra los arenales y la falta de agua. ¡Pero cuántos desiertos hay aún en la Tierra! Obligaremos a que nos ayude el sol, al igual que en la Estrella Ketz. El sol, que se ha tragado el agua, que ha matado con su calor a la vegetación, hará renacer la vida en los desiertos. Se convertirán en verdes jardines…

¡No, en el globo terráqueo nunca existirá el peligro de superpoblación! ¡La Humanidad puede mirar con valentía el futuro…!

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