En el banco local donde Frederick Lazarus tenía su cuenta, Ricky hizo una transferencia a una cuenta que había abierto electrónicamente en un banco de Manhattan.
También efectuó una serie de reservas de hotel en Nueva York, para días sucesivos. Eran hoteles nada recomendables, el tipo de lugar que no aparece en las guías turísticas de la ciudad. Confirmó todas las reservas con las tarjetas de crédito de Frederick Lazarus, excepto en el último hotel. Los dos últimos que había seleccionado se encontraban en la calle Veintidós Oeste, más o menos uno frente al otro. En uno reservó una estancia de dos noches a nombre de Frederick Lazarus. El otro ofrecía apartamentos por semanas.
Reservó uno para quince días, usando la tarjeta Visa de Richard Lively.
Cerró los apartados de correos de Frederick Lazarus en Mailboxes Etc. y dejó el penúltimo hotel como dirección para que le remitieran la correspondencia.
Lo último que hizo fue meter el arma y la munición junto con varías mudas en una bolsa, y volver al Rent-A-Wreck. Como antes, alquiló un coche sencillo y anticuado. Pero esta vez procuró dejar un rastro mayor.
– Tiene kilometraje ilimitado, ¿verdad? -preguntó al empleado-. Porque tengo que ir a Nueva York y no quiero que me cobren porcentaje por los kilómetros recorridos.
El empleado era un joven universitario que había cogido aquel trabajo para el verano y, tras haber pasado sólo unos días en la oficina, ya estaba mortalmente aburrido.
– Si. Kilometraje ilimitado. Por lo que respecta a nosotros, puede ir a California y volver.
– No; tengo negocios en Manhattan -repitió Ricky adrede-.
Pondré mi dirección en la ciudad en el contrato de alquiler.
Escribió el nombre y el número de teléfono del primero de los hoteles donde había hecho una reserva a nombre de Frederick Lazarus.
– Claro. -El dependiente observó los vaqueros y la camisa sport de Ricky-. Negocios. Ya.
– Y si tengo que prolongar mi estancia…
– El contrato de alquiler pone un número. Llame ahí. Le cargaremos el importe adicional a la tarjeta de crédito, pero necesitamos tener constancia. Si no, pasadas cuarenta y ocho horas denunciamos el robo del coche.
– No quiero que eso ocurra.
– ¿Quién lo querría? -contestó el muchacho.
– Sólo una cosa más -comentó Ricky, eligiendo las palabras con cierta cautela.
– Usted dirá.
– Dejé un mensaje a un amigo mío para que alquilara un coche aquí. Verá, los precios están bien, los vehículos son buenos y resistentes, y no hay tanto papeleo como en las grandes compañías de alquiler.
– Por supuesto -dijo el muchacho, como si le sorprendiera que alguien pudiera perder el tiempo teniendo cualquier clase de opinión sobre coches de alquiler.
– Pero no estoy seguro de que recibiera bien el mensaje.
– ¿Quién?
– Mi amigo. Viaja mucho por negocios, como yo, así que siempre está buscando un buen trato.
– ¿Y?
– Pues que si llega a venir para ver si es aquí donde yo alquilé el coche, oriéntelo y trátelo bien, ¿de acuerdo? -dijo Ricky.
– Si es mi turno… -dijo el empleado.
– Está aquí de día, ¿verdad?
El joven asintió con un gesto que parecía indicar que pasarse los primeros días de verano tras un mostrador era algo parecido a estar en la cárcel, y Ricky pensó que probablemente lo fuera.
– Lo más seguro es que sea usted quien le atienda.
– Lo más seguro.
– Bueno, pues si pregunta por mi, dígale que me fui de viaje de negocios. A Nueva York. Él sabrá mis planes.
– Ningún problema. -El joven se encogió de hombros para añadir-: Eso si pregunta. En otro caso…
– Claro. Pero si alguien pregunta, ya sabe que será mi amigo.
– ¿Y cómo se llama? -preguntó el empleado.
– R. 5. 5km -sonrió Ricky-. Es fácil: señor R. 5. 5km.
En el viaje por la carretera 95 hacia Nueva York se detuvo en tres centros comerciales distintos, situados todos junto a la carretera.
Uno justo antes de Boston y los otros dos en Connecticut, cerca de Bridgeport y en New Haven. En cada uno de ellos recorrió los pasillos centrales entre las hileras de tiendas de modas y los puestos de galletas de chocolate hasta encontrar un lugar donde vendían teléfonos móviles. Para cuando terminó de comprar, había adquirido cinco móviles diferentes, todos a nombre de Frederick Lazarus y todos con la promesa de cientos de minutos gratis y tarifas de larga distancia reducidas. Los teléfonos correspondían a cuatro compañías distintas y, aunque cada vendedor preguntó a Ricky al rellenar el contrato anual de compra y uso si tenía otros móviles, ninguno se molestó en comprobar que fuera cierto que no tenía. Ricky contrató todos los extras de cada teléfono, con identificación de las llamadas, llamadas en espera y demás prestaciones, lo que hacia que los vendedores estuvieran ansiosos por finalizar el papeleo.
También se detuvo en un pequeño centro comercial donde, tras una pequeña búsqueda, encontró una tienda de material de oficina. En ella compró un ordenador portátil bastante barato y el hardware necesario. También compró una bolsa para llevarlo.
A primera hora de la tarde llegó a Nueva York. Dejó el coche en un aparcamiento descubierto junto al río Hudson, en la calle Cincuenta Oeste, y después tomó el metro hasta el hotel, situado en Chinatown. Se registró con un recepcionista llamado Ralph, que había tenido acné galopante de pequeño y lucía las marcas en las mejillas, lo que le confería un aspecto desagradable. Ralph no tenía mucho que decir, aparte de parecer algo sorprendido de que la tarjeta de crédito de Frederick Lazarus funcionara bien. La palabra “reserva” también le sorprendió. Ricky pensó que no era la clase de hotel que recibía muchas. Una prostituta que trabajaba en la habitación del final del pasillo le dirigió una sonrisa sugerente y una mirada invitadora, pero él negó con la cabeza y abrió la puerta de su habitación. Era un sitio tan mediocre como había imaginado. Era también la clase de lugar donde el hecho de que Ricky llegara sin equipaje y saliera de nuevo a los quince minutos no llamaría demasiado la atención.
Tomó otro metro hacia el último hotel de la lista, donde había alquilado un apartamento. Ahí se convirtió en Richard Lively y contestó con monosílabos al hombre de recepción. Al dirigirse a su apartamento llamó la menor atención posible.
Esa noche salió a comprarse un bocadillo y un par de refrescos. Se pasó el resto de la velada en silencio, haciendo planes, salvo por una salida a medianoche.
Un chaparrón aislado había dejado la calle brillante. Unas farolas amarillas lanzaban arcos de luz pálida sobre el asfalto. El aire nocturno era algo cálido, con un espesor que indicaba la proximidad del verano. Contempló la acera y pensó que nunca había sido consciente de la cantidad de sombras que ocupaban la noche de Manhattan. Supuso que él también era una.
Caminó por las calles con rapidez hasta que encontró una solitaria cabina de teléfono. Le pareció que había llegado el momento de comprobar si tenía mensajes.