Dos terceras partes del autobús ya iban vacías. A lo largo del recorrido, los pasajeros habían sido hombres o mujeres jóvenes que habían terminado la universidad y entraban en la edad laboral, y que iban a pasar el fin de semana a Cape Cod.
«La previsión meteorológica debe de ser buena -pensó-. Cielos despejados, temperaturas cálidas.»
Los jóvenes se habían mostrado bulliciosos las primeras horas del viaje, riendo, charlando y relacionándose mediante ese método que resulta tan fácil a la juventud, y habían ignorado a Ricky, que iba sentado solo en la parte posterior, separado de ellos por abismos más insalvables que la mera edad. Pero la vibración sorda y regular del motor había tenido su efecto en casi todos los pasajeros, salvo en él, y ahora dormían en diversas posturas, de modo que Ricky era el único que observaba los kilómetros que se deslizaban bajo el vehículo mientras sus pensamientos pasaban con la misma rapidez que el asfalto.
Estaba seguro de que ningún accidente de la instalación de agua había destrozado su piso. Esperaba que no hubiera ocurrido lo mismo con su casa de veraneo; sabía que eso era casi lo único que le quedaba.
Calculó qué le esperaba, en un inventario modesto que sirvió más para deprimirlo que para animarlo. Una casa llena de recuerdos. Un Honda Accord de diez años algo abollado y rayado que guardaba en el granero, detrás de la casa, para usar sólo durante las vacaciones, ya que en Manhattan nunca había necesitado un vehículo. Unas prendas de vestir gastadas: pantalones caqui, polos y jerseys con el cuello raído y agujeros de polilla. Un cheque bancario por diez mil dólares (más o menos) en el banco. Una profesión hecha jirones. Una vida sumida en la confusión.
Y unas treinta y seis horas para que expirase el plazo de Rumplestiltskin.
Por primera vez en días, se concentró en sus opciones: encontrar el nombre, o su propio obituario. De otro modo, alguien inocente se enfrentaría a un castigo que Ricky no podía ni imaginarse. Cualquier cosa terrible desde la ruina hasta la muerte. Ya no le quedaba ninguna duda del empeño de ese hombre. Ni de su alcance y resolución.
«A pesar de todas mis idas y venidas, de mis especulaciones y mis intentos de resolver los enigmas que se me planteaban, las opciones no han cambiado -pensó Ricky-. Estoy en la misma posición que cuando llegó la primera carta a mi consulta.»
Eso no era del todo cierto. Su situación había empeorado. El doctor Frederick Starks que había leído aquella carta en su consulta de la zona alta de la ciudad, rodeado de una vida bien ordenada, con control sobre cada minuto de cada día, ya no existía. Había sido un hombre de chaqueta y corbata, sereno e inmutable. En la ventanilla del autobús captó su imagen reflejada en el cristal oscuro. El hombre que lo miraba apenas se parecía al que creía haber sido antes. Rumplestiltskin había querido jugar. Pero lo que le había ocurrido a Ricky no tenía nada de deportivo.
El autobús dio una sacudida y el motor aminoró lo que indicaba que se acercaba otra parada. Ricky echó un vistazo al reloj y vio que llegaría a Wellfleet hacia el amanecer.
Quizá lo más maravilloso del inicio de las vacaciones anuales era la llegada. El ritual era el mismo cada año, un conjunto de pequeños actos que tenían la familiaridad del reencuentro con un viejo amigo después de una larga ausencia. Tras la muerte de su mujer, Ricky había sido inflexible en cuanto a seguir llegando del mismo modo a la casa de veraneo. Cada año, el 1º de agosto, tomaba el mismo vuelo desde La Guardia hasta el pequeño aeropuerto de Provincetown, donde la misma compañía de taxis lo recogía y lo llevaba por carreteras viejas y conocidas los veinte kilómetros que había hasta su casa. El proceso de abrir la casa era el mismo, desde abrir las ventanas de par en par para que entrara el aire limpio de Cape Cod hasta quitar y doblar las sábanas viejas y raídas que cubrían el mobiliario y limpiar el polvo acumulado en las superficies y los estantes. Tiempo atrás había compartido todas las tareas con su mujer. Los últimos años las había hecho solo, pensando siempre, mientras repasaba el habitual montoncito de correo (la mayoría inauguraciones de galerías e invitaciones a fiestas que rechazaría), que seguir haciendo estas cosas antes compartidas confería a su mujer una presencia fantasmagórica en su vida, lo que no le molestaba. Curiosamente, le hacía sentir menos aislado.
Este año todo era distinto. No llevaba nada en las manos, pero el equipaje que cargaba pesaba más que nunca, más incluso que el primer verano tras la muerte de su esposa.
El autobús lo depositó en el macadán negro del estacionamiento del restaurante Lobster Shanty. En todos los años que llevaba yendo a Cape Cod, nunca había comido allí, suponía que desanimado por la sonriente langosta con babero y un tenedor en las pinzas que adornaba el cartel sobre la puerta del local. Dos coches esperaban a dos pasajeros y se marcharon deprisa después de recogerlos. La mañana era fría y húmeda, y una neblina cubría las colinas. La luz del alba convertía el mundo que lo rodeaba en gris y vaporoso, como una fotografía algo desenfocada. Se estremeció, de pie en la acera, al sentir cómo la mañana le traspasaba la ropa.
Sabía muy bien dónde estaba, a unos cinco kilómetros de su casa, en un lugar por el que había pasado cientos de veces. Pero verlo a esa hora y en esas circunstancias le daba un aspecto desconocido, un poco falto de armonía, como un instrumento que tocara las notas correctas en el tono equivocado. Barajó la idea de llamar a un taxi, pero finalmente se marchó andando por la carretera con el paso vacilante de un soldado cansado del combate.
Tardó poco menos de una hora en llegar al camino rural que llevaba a su casa. Para entonces, el calor y la luz del sol de aquella mañana de agosto habían disipado parte de la niebla de las laderas circundantes. Cerca de la entrada de su casa vio tres cuervos negros que picoteaban el cadáver de un mapache, a unos veinte metros camino abajo. El animal había elegido un mal momento para cruzar la noche anterior y se había convertido en el desayuno de otro animal. Los cuervos tenían una forma de comer que llamó la atención de Ricky: picoteaban al animal muerto sin dejar de volverse a derecha e izquierda para detectar cualquier amenaza, como si supieran el peligro que suponía estar en medio del camino y ni siquiera el hambre, por grande que fuera, les impidiese abandonar su cautela. Introducían sus largos picos en el cadáver y lo desgarraban con crueldad, y se picaban entre sí, reacios a compartir la abundancia que les había procurado un BMW o un SUV la noche anterior. Era una imagen habitual y normalmente Ricky apenas se habría fijado en ella. Pero esta mañana le enfureció, como si la exhibición de los pájaros estuviera dirigida a él.
– Carroñeros -masculló Ricky-. Comecadáveres.
Empezó a agitar los brazos, frenético, en su dirección. Pero los pájaros hicieron caso omiso de él hasta que dio unos pasos amenazadores hacia ellos. Entonces, graznando de alarma, se elevaron, describieron círculos sobre los árboles y volvieron segundos después de que Ricky accediese al sendero de entrada a su casa.
«Son más decididos que yo», pensó, casi sumido en la frustración, y volvió la espalda a la escena para recorrer con paso regular pero tembloroso el túnel de árboles levantando nubecitas de polvo con los pies.
Su casa estaba a sólo medio kilómetro de la carretera, pero no se veía.
La mayoría de las construcciones nuevas de Cape Cod exhibían la arrogancia del dinero tanto en el diseño como en la ubicación. En todas las laderas y los promontorios había casas grandes, dispuestas para tener el máximo de vistas del Atlántico. Y, si eso no era posible, estaban inclinadas de tal modo que daban a los claros o a los raquíticos bosques -debido a los fuertes vientos- que dominaban el paisaje. Las casas nuevas estaban diseñadas para ver algo. La de Ricky era distinta. Construida más de cien años atrás, había sido en su día una granja y estaba situada junto a unos campos donde antaño crecía maíz y que ahora formaban parte de una zona protegida, con lo que el lugar estaba aislado. La casa no proporcionaba paz y soledad por las vistas que ofrecía, sino más bien por su antigua conexión con la tierra bajo sus cimientos. Era un poco como un jubilado viejo y canoso, algo maltrecho y deteriorado, un poco ajado, que lucía sus medallas en vacaciones pero prefería pasarse las horas echando una cabezada al sol. La casa había cumplido su misión durante décadas y ahora descansaba. Carecía de la energía de las viviendas modernas, donde la relajación es casi una exigencia y un requisito apremiante.