– ¿Mi piso…?
– Si. Y ahora este idiota del Departamento de Obras Públicas quiere que evacuemos el edificio hasta que lo compruebe un equipo de ingenieros y contratistas.
– Pero mis cosas…
– Alguien de Obras Públicas lo acompañará para que recoja lo que necesite. Dicen que todo el edificio corre peligro. Espero que tenga a quien acudir. Un lugar adonde ir. ¿No solía pasar el agosto en Cape Cod? Creía que estaría allí.
– Pero ¿cómo…?
– No lo saben. El problema empezó en el piso que está justo encima del suyo. Y los Wolfson están veraneando en los Adirondacks. Mierda, tengo que llamarles. Espero que figuren en la guía.
¿Conoce algún buen contratista general? ¿Alguien que se encargue de techos, suelos y todo lo que hay en medio? Y será mejor que llame a su compañía de seguros, aunque no creo que se alegren mucho. Tendrán que venir enseguida para hacer un peritaje, aunque ya hay un par de hombres dentro sacando fotos.
– Todavía no lo entiendo.
– El hombre dijo que las cañerías explotaron sin más. Tal vez debido a una obstrucción. Pasarán semanas antes de que lo sepamos. Puede haber sido una acumulación de gas. En todo caso, bastó para provocar una explosión. Fue como una bomba.
Ricky retrocedió y alzó los ojos hacia lo que había sido su hogar durante un cuarto de siglo. Era un poco como enterarse de la muerte de alguien viejo y conocido, importante y cercano. Tuvo la sensación de que tenía que verlo de primera mano, examinarlo, tocar para creer. Como aquella vez que había acariciado la mejilla de su mujer y tenía el tacto de la porcelana fría; y de pronto comprendió lo que había ocurrido por fin. Hizo un gesto hacia el encargado de mantenimiento.
– Lléveme dentro -pidió-. Enséñemelo.
– No le gustará -asintió el hombre con tristeza-. No, señor. Y se le van a arruinar los zapatos.
Y le entregó un casco plateado, surcado de arañazos.
Cuando Ricky entró en el edificio, todavía había agua que goteaba del techo, se deslizaba por las paredes del vestíbulo y desconchaba la pintura. La humedad era palpable; el ambiente de repente húmedo y mohoso, como en la selva. Se notaba un ligero hedor a excrementos humanos en el aire, y en el suelo de mármol se habían formado charcos, volviéndolo resbaladizo, como la superficie helada de un lago en invierno. El encargado de mantenimiento caminaba unos pasos delante y observaba con cuidado dónde ponía los pies.
– ¿Nota ese olor? No querrá pillar algún tipo de infección, ¿verdad? -soltó por encima del hombro.
Subieron despacio las escaleras zigzagueando entre el agua estancada, aunque los zapatos de Ricky ya emitían ruidos fangosos a cada paso y notaba que la humedad se iba filtrando hasta sus pies. En el segundo piso, dos hombres jóvenes con peto, botas de caucho, guantes de látex, mascarillas y unas fregonas enormes, intentaban recoger las aguas residuales. Las fregonas hacían un ruido como de manotazos cuando las pasaban por el estropicio. Los hombres trabajaban despacio y a conciencia. Un tercer hombre, también con botas de caucho y mascarilla, pero con un traje marrón barato y la corbata floja, estaba de pie a un lado. Sujetaba una cámara Polaroid y sacaba una instantánea tras otra de la destrucción. Los destellos de los flashes semejaban pequeñas explosiones, y Ricky vio una bolsa enorme en el techo, como un furúnculo gigantesco a punto de reventar, donde el agua se había acumulado y amenazaba con descargar sobre el hombre que sacaba fotografías.
La puerta del piso de Ricky estaba abierta de par en par.
– Lo siento, tuvimos que abrirla -se disculpó el encargado de mantenimiento-. Estábamos intentando encontrar la causa del problema… -Se detuvo, como si no fuera necesaria más explicación, pero añadió una palabra-: Mierda.
Eso tampoco necesitaba explicaciones.
Ricky entró a su casa pero se detuvo en seco.
Era como si un huracán hubiera arrasado su hogar. El agua lo cubría todo un par de centímetros. Las bombillas se habían fundido y olía a cable quemado. Las alfombras estaban empapadas y la mayor parte de los muebles estropeados por el agua. Grandes secciones del techo estaban arqueadas y combadas, otras se habían desplomado y había polvo de yeso esparcido por todas partes. En más sitios de los que podía contar seguía goteando una nociva agua amarronada. Al adentrarse en el piso, el hedor a excrementos que se había insinuado en el vestíbulo aumentó y se volvió casi insoportable.
Había destrozos por todas partes. Sus cosas estaban anegadas o esparcidas, como si una ola gigante hubiese golpeado su casa.
Llegó con precaución hasta su consulta sin pasar del umbral. Una enorme placa de mampostería había caído sobre el diván y la mesa. En el techo había por lo menos tres agujeros, todos goteando y con cañerías destrozadas que colgaban al descubierto como estalactitas en una cueva. El agua cubría el suelo. Algunos cuadros, sus diplomas y el retrato de Freud habían caído, de modo que había trozos de cristal en más de un lugar.
– Parece un ataque terrorista, ¿verdad? -comentó el encargado de mantenimiento. Cuando Ricky avanzó, le agarró por el brazo a la vez que le indicaba-: Ahí no.
– Mis cosas… -protestó Ricky.
– Me parece que el suelo ya no es seguro -dijo el hombre-.
Y esas cañerías que cuelgan podrían soltarse en cualquier momento. Además, lo más probable es que todo esté destrozado. Mejor dejarlo. Este sitio es mucho más peligroso de lo que cree. Huela un momento, doctor. ¿Lo nota? No es sólo a mierda y demás.
También huele a gas.
Ricky vaciló y luego asintió.
– ¿Y el dormitorio? -pregunto.
– Igual. Toda la ropa estropeada y la cama aplastada bajo un trozo de techo.
– Tengo que verlo -dijo Ricky.
– No -contestó el hombre-. Ninguna pesadilla que pueda imaginarse igualará la realidad, así que mejor déjelo y vámonos de aquí. El seguro se lo pagará todo.
– Pero mis cosas…
– Las cosas sólo son cosas, doctor. Un par de zapatos o un traje pueden reemplazarse con bastante facilidad. No vale la pena arriesgarse a pillar una infección o lastimarse. Tenemos que salir de aquí y dejar que los expertos hagan su trabajo. No confío en que lo que queda del techo vaya a aguantar. Y tampoco respondo del suelo. Tendrán que derruir el edificio, de arriba abajo.
Así era como se sentía Ricky en ese momento. Completamente desmoronado. Se volvió y salió detrás del hombre. Un trocito de techo cayó a su espalda, como para subrayar lo que éste le había dicho.
De nuevo en la calle, el supervisor del edificio y el corredor de bolsa, acompañados del operario de Obras Públicas, se acercaron a él.
– Muy mal, ¿no? -preguntó el corredor-. Menudo desastre.
Ricky sacudió la cabeza.
– Los del seguro ya están de camino -dijo el corredor, y le dio su tarjeta de visita-. Llámeme a la oficina en un par de días. Mientras tanto, ¿tiene adónde ir?
Ricky asintió mientras se guardaba la tarjeta en el bolsillo.
Sólo le quedaba un lugar intacto en su vida. Pero no tenía muchas esperanzas de que siguiera así.
El final de la noche lo cubrió como un traje que le sentara mal, ajustado e incómodo. Apoyó la mejilla contra el cristal de la ventanilla y sintió que la frialdad de la madrugada lo traspasaba, casi como si pudiera calarle directamente, mientras la oscuridad que reinaba fuera se unía a la penumbra que sentía por dentro. Ansiaba la llegada del amanecer, ya que esperaba que la luz del sol pudiera vencer la negrura de su porvenir, aunque sabía que era una esperanza fútil. Inspiró despacio, saboreando el aire viciado, intentando deshacerse del peso de la desesperación que lo aplastaba. No lo logró.
Estaba en la sexta hora del viaje nocturno del autobús Bonanza desde Port Authority hasta Provincetown. Oía el zumbido del motor diesel, un constante sube y baja, a medida que el conductor cambiaba de marcha. Tras una parada en Providence, el autobús había llegado por fin a la carretera 6 hacia Cape Cod, y avanzaba lento y decidido por la carretera descargando pasajeros en Bourne, Falmouth, Hyannis, Eastham y, por último, en la parada de Wellfleet, antes de dirigirse a Provincetown en la punta de Cape Cod.