Había algo de lo que estaba seguro: todo lo que había logrado en la vida era irrelevante.
El error que había cometido, origen de la cólera de Rumplestiltskin, se situaba en sus inicios en el mundo de la psiquiatría y el psicoanálisis. Se situaba justo en el momento en que había abandonado el difícil y frustrante trabajo de tratar a los necesitados y se había dirigido hacia los más inteligentes y adinerados: los ricos neuróticos, como un colega suyo solía llamar a sus pacientes. Los hipocondríacos.
Admitirlo le enfureció. Los hombres jóvenes cometen errores, eso es inevitable en cualquier profesión. Ahora ya no era joven y no cometería el mismo error, fuera cual fuese. La idea de que le siguieran considerando responsable de algo que había hecho hacia más de veinte años y de una decisión similar a las que tomaban decenas de otros médicos en las mismas circunstancias le sacaba de quicio. Lo encontraba injusto y nada razonable. Si no hubiera estado tan afectado por todo lo ocurrido, podría haber visto que en esencia su profesión se basaba más o menos en el concepto de que el tiempo sólo agrava las heridas de la psique. Reconduce estas heridas, pero nunca las cura.
Al otro lado de la ventanilla el río fluía. No sabía cuál debería ser su siguiente paso, pero había algo de lo que estaba seguro: quería regresar a su casa, quería estar en un lugar seguro, aunque sólo fuera un rato.
Siguió mirando por la ventanilla todo el viaje, casi en trance.
En las distintas paradas, apenas alzó los ojos o se movió en su asiento. La última parada antes de la ciudad era Croton-on-Hudi8i son, a unos cincuenta minutos de la estación de Pennsylvania. El vagón seguía vacío en un noventa por ciento, con muchos asientos libres, así que a Ricky le sorprendió que otro pasajero se sentara a su lado, dejándose caer en el asiento con un ruido sordo.
Se volvió de golpe, asombrado.
– Hola, doctor -le saludó el abogado Merlin-. ¿Está libre este asiento?
Merlin parecía agitado y tenía la cara un poco sonrojada, como alguien que ha tenido que correr los últimos cincuenta metros para alcanzar el tren. El sudor le perlaba ligeramente la frente y se secó la cara con un pañuelo de hilo blanco.
– Casi pierdo el tren -explicó innecesariamente-. Tengo que hacer más ejercicio.
Ricky inspiró hondo antes de preguntar:
– ¿Por qué está aquí?
Aunque pensó que era una pregunta bastante estúpida, dadas las circunstancias.
El abogado terminó de secarse la cara, se extendió el pañuelo en el regazo y lo alisó antes de doblarlo y volvérselo a guardar en el bolsillo. Luego dejó un maletín de piel y una pequeña bolsa de viaje impermeable junto a sus pies.
– Para animarlo, doctor Starks -contestó tras aclararse la garganta-. Para animarlo.
La sorpresa inicial de Ricky había desaparecido. Cambió de postura para procurar ver mejor al hombre que tenía sentado a su lado.
– Me mintió. Fui a su nueva dirección.
– ¿Fue a las nuevas oficinas?
El abogado pareció algo aturdido.
– En cuanto acabamos la conversación. No habían oído hablar de usted, nadie del edificio. Y no habían alquilado ninguna oficina a alguien llamado Merlin. ¿Quién es usted, señor Merlin?
– Soy quien soy -afirmó-. Esto es insólito.
– Sí -coincidió Ricky-. Insólito.
– Y un poco desconcertante. ¿Por qué fue a mis nuevas oficinas después de hablar conmigo? ¿Cuál era el propósito de su visita, doctor Starks?
El tren ganó algo de velocidad y dio una sacudida que hizo que os hombros de ambos entrechocaran con una intimidad incómoda.
– Porque no creí que fuera quien dijo ser, ni tampoco nada de lo que me contó. Una sospecha que poco después confirmé, porque cuando llegué al lugar que indicaba su tarjeta de visita…
– ¿Le di una tarjeta?
Merlin meneó la cabeza y esbozó una sonrisa.
– Sí -aseguró Ricky, irritado-. Lo hizo. Estoy seguro de que lo recordará.
– ¿El día del traslado? Eso lo explica todo. Fue un día difícil.
Turbador. ¿Acaso no dicen que la muerte, un divorcio y una mudanza son las tres cosas más estresantes que existen? Afectan el corazón, y apuesto que también la mente.
– Eso me han dicho.
– Bueno, el primer lote de tarjetas de visita que ordené a la imprenta llegó con una dirección equivocada. Las nuevas oficinas están sólo a una manzana. El encargado de la tienda lo anotó mal y no nos dimos cuenta enseguida. Debí de haber entregado una docena antes de ver el error. Son cosas que pasan. Según tengo entendido, a ese pobre hombre lo despidieron porque la imprenta tuvo que comerse todo el pedido y hacer tarjetas nuevas. -Merlin se metió la mano en el interior de la chaqueta y sacó un tarjetero de piel-. Tenga. Ésta está bien.
Ricky la observó e hizo un gesto de rehusaría.
– No le creo -soltó-. No voy a creer nada de lo que me diga.
Ni ahora ni nunca. También merodeó por mi casa con el mensaje en el Times un par de días después. Sé que era usted.
– ¿Por su casa? Qué extraño. ¿Cuándo fue eso?
– A las cinco de la mañana.
– Vaya. ¿Cómo puede estar tan seguro de que era yo?
– El repartidor describió sus zapatos a la perfección. Y el resto de su persona de forma aceptable.
Merlin sacudió la cabeza. Sonrió del modo felino que Ricky recordaba de su primer encuentro. El abogado confiaba en su habilidad de seguir mostrándose escurridizo para que no pudiera comprometerlo. Una aptitud importante para cualquier abogado.
– Bueno, supongo que me gusta pensar que mi ropa y mi aspecto son exclusivos, doctor Starks, pero imagino que la realidad es menos exigente. Mis zapatos, por bonitos que sean, pueden comprarse en muchas zapaterías y no son demasiado inusuales en el centro de Manhattan. Mis trajes son de confección, los típicos azul oscuro de raya diplomática que se llevan en la ciudad. Bonitos, pero que puede comprar cualquiera que tenga quinientos dólares en el bolsillo. Quizás en un futuro próximo me incorpore al grupo que viste ropa hecha a medida. Tengo aspiraciones en ese sentido. Pero de momento sigo estando en la franja del cuarto piso, moda de caballero, de la plebe. ¿Le describió ese repartidor mi cara? ¿Y mi calva incipiente? ¿No? Por su expresión adivino la respuesta. Así pues, yo dudaría que cualquier identificación que usted crea que hizo alguien resistiera un intenso examen profesional. Sin duda, una identificación que le ha convencido de un modo tan absoluto. Creo que esto es más bien consecuencia de su profesión, doctor. Valora demasiado lo que la gente le dice. Considera las palabras dichas como un medio de llegar a la verdad. Yo las considero un medio para ocultarla.
El abogado lo miró sonriendo y añadió:
– Parece estar bajo presión, doctor.
– Seguro que lo sabe bien, señor Merlin. Porque usted o su jefe son quienes han creado esta situación.
– Me ha contratado una mujer joven de quien usted abusó, como ya le dije antes, doctor. Eso es lo que me ha puesto en contacto con usted.
– Por supuesto. Pues bien, señor Merlin -soltó Ricky a medida que su rabia crecía-, vaya a sentarse a otra parte. Este sitio está ocupado. Por mi. No quiero seguir hablando con usted. No me gusta que me mientan tan descaradamente, y no pienso escucharlo más. Hay muchos asientos en este tren… -Ricky señaló el vagón casi vacío-. Siéntese por ahí y déjeme solo. O por lo menos deje de mentirme.
Merlin no se movió.
– Eso no sería sensato -aseguró.
– Puede que esté cansado de comportarme de modo sensato -dijo Ricky-. Tal vez debería actuar sin reflexionar. Déjeme solo.
Pero no esperaba que el abogado lo hiciera.
– ¿Es así como se ha comportado? ¿De modo sensato? ¿Se ha puesto en contacto con un abogado como le aconsejé? ¿Ha tomado medidas para protegerse y proteger sus posesiones de un juicio y del bochorno? ¿Ha sido racional e inteligente en sus acciones?
– He tomado medidas -contestó Ricky.