Ricky se agachó un poco a pesar de que no tocaba el techo, impulsado por el ambiente cerrado. Se acercó a su trastero con la llave en la mano.
El candado estaba abierto. Colgaba del cerrojo como un adorno olvidado en un árbol de Navidad. Lo observó más de cerca y vio que lo habían reventado.
Retrocedió un paso, sorprendido, como si una rata hubiera pasado corriendo frente a él.
Su primer impulso fue dar media vuelta y correr; el segundo, avanzar. Fue lo que hizo. Abrió la puerta de tela metálica y vio que lo que había ido a buscar, la caja que contenía el ordenador de su mujer, no estaba allí. Se adentró más en el trastero. Su cuerpo tapaba en parte la luz, así que sólo unas franjas afiladas de iluminación horadaban el espacio. Echó un vistazo alrededor y vio que faltaba otra cosa: un archivador de plástico donde guardaba sus ejemplares de las declaraciones de la renta.
El resto de las cosas parecía intacto, si eso servía de algo.
Prácticamente paralizado por una sensación abrumadora de derrota, regresó al ascensor. De vuelta a la luz del día y al aire más puro, y fuera de la suciedad y el polvo de los recuerdos almacenados abajo, empezó a pensar en el impacto que podrían tener el ordenador y las declaraciones de renta desaparecidos.
«¿Qué me han robado?», se preguntó. Y se estremeció al responderse: «Es probable que todo».
Las declaraciones de la renta desaparecidas le provocaron una sensación horrible. No era extraño que Merlin supiera tanto sobre sus activos; seguramente lo sabía todo sobre sus modestas finanzas. Una declaración de la renta es como un mapa de carreteras que abarca desde la identidad hasta las donaciones benéficas. Muestra todas las rutas recorridas en la existencia de uno, sin la historia. Como un mapa, indica a alguien cómo ir de aquí allá en la vida de otra persona, dónde están las autopistas y dónde empiezan las carreteras secundarias. Lo único que le falta es color y descripción.
El ordenador desaparecido también le preocupaba. No tenía idea de lo que quedaba en el disco duro, pero sabía que había algo. Intentó recordar las horas que su mujer había pasado ante esa máquina antes de que la enfermedad le robara incluso las fuerzas para teclear. Desconocía qué cantidad de su dolor, recuerdos, ideas y recorridos electrónicos habría en él. Lo único que sabía era que un informático cualificado podía recuperar todo tipo de trayectos a partir de la memoria del ordenador. Supuso que Rumplestiltskin tenía la habilidad necesaria para extraer de la máquina lo que ésta contuviera.
Ricky se desplomó al llegar a su casa. Se sentía como si lo hubiesen cortado con una hoja de afeitar caliente. Miró alrededor y supo que todo lo que creía tan seguro y privado en su vida era vulnerable.
Nada era secreto.
De haber sido un niño, se habría echado a llorar en ese mismo instante.
Esa noche sus sueños estuvieron poblados de imágenes sombrías y violentas. En uno, se vio intentando avanzar por una habitación mal iluminada, sabiendo todo el rato que si tropezaba y se caía, seria engullido por la penumbra del olvido, pero aun así cruzaba la estancia con paso vacilante, agarrándose a paredes vaporosas con dedos entumecidos, en un recorrido que parecía imposible.
Despertó en medio de la negrura de su habitación, lleno de ese pánico momentáneo que se tiene al pasar de la inconsciencia a la conciencia, con la chaqueta del pijama manchada de sudor, la respiración ahogada y la garganta seca, como si llevara horas gritando desesperado. Por un instante no estuvo seguro de haber dejado atrás la pesadilla, y hasta que encendió la lámpara de la mesilla y vio el conocido espacio de su habitación, su corazón no empezó a recuperar su ritmo normal. Dejó caer la cabeza de nuevo sobre la almohada, necesitado de reposo y a sabiendas de que no lo obtendría. No le costó interpretar sus sueños. Eran tan malignos como estaba empezando a serlo su vida.
El anuncio apareció esa mañana en la portada del Times, en la parte inferior, como Rumplestiltskin había especificado. Lo leyó varias veces y pensó que, por lo menos, daría a su torturador algo en qué pensar. No sabía cuánto tiempo tardaría en contestarle, pero esperaba alguna clase de respuesta con rapidez, tal vez en el periódico de la mañana siguiente. Mientras tanto, decidió que lo mejor sería seguir trabajando en el rompecabezas.
Con la publicación del anuncio, tuvo un sentimiento momentáneo e ilusorio de triunfo, como animado por haber dado un paso adelante. La desesperación abrumadora del día anterior al descubrir la falta del ordenador y el robo de las declaraciones de la renta quedaba, si no del todo olvidada, por lo menos aparcada.
El anuncio dio a Ricky la sensación de que por lo menos ese día no era una víctima. Se encontró concentrado, capaz de centrarse, con una memoria más aguda y precisa. El día le pasó volando, tan deprisa como lo habría hecho uno normal con pacientes, mientras recuperaba recuerdos y viajaba por su propio paisaje interior.
Al final de la mañana, había elaborado dos listas de trabajo independientes. Limitándose aún al período que empezaba en 1975 y acababa en 1985, en la primera lista identificó unas setenta y tres personas a las que había proporcionado tratamiento. Este variaba desde un máximo de siete años para un hombre muy perturbado hasta tres meses para una mujer que pasaba por una crisis matrimonial. Como promedio, la mayoría de sus pacientes se situaba en la gama de tres a cinco años. En casi todos los casos se trataba de tradicionales análisis freudianos, de cuatro a cinco sesiones semanales, con el uso del diván y las diversas técnicas de la profesión. En unos pocos no era así; se trataba de encuentros cara a cara, sesiones más sencillas de conversación en los que había actuado menos como analista y más como un terapeuta corriente, con opiniones y consejos, que son precisamente las cosas que un analista más se esfuerza en evitar. A mediados de los años ochenta había ido dejando esta clase de pacientes para limitarse exclusivamente a la experiencia exhaustiva del psicoanálisis sabía que también había varios pacientes, tal vez dos docenas en esos diez años, que habían empezado tratamientos y los habían interrumpido. Los motivos para abandonar la terapia eran diversos: algunos no disponían del dinero o el seguro médico necesarios para pagar las sesiones; otros se habían visto obligados a mudarse debido a exigencias profesionales o escolares. Unos pocos habían decidido que no recibían suficiente ayuda o que ésta no era lo bastante rápida, o estaban demasiado enfadados con el mundo como para continuar. Eran pocos, pero existían.
Integraban su segunda lista, mucho más difícil de elaborar.
Se dio cuenta enseguida de que se trataba de una lista más peligrosa. Incluía personas que podían haber transformado su rabia en una obsesión por Ricky, y haber transmitido ésta después.
Colocó ambas listas en la mesa, frente a él, y pensó que debería empezar el rastreo de nombres. Cuando tuviera la respuesta de Rumplestiltskin, podría eliminar a varias personas de cada una de ellas y seguir adelante.
Toda la mañana había esperado que sonara el teléfono, con una respuesta de su agente de bolsa. Le sorprendía un poco no tener noticias de él, porque en el pasado había manejado siempre el dinero de Ricky con diligencia y seriedad. Marcó el número otra vez y volvió a salirle la secretaria.
Pareció algo nerviosa al oír su voz.
– Oh, doctor Starks, el señor Williams estaba a punto de llamarle. Ha habido cierta confusión con su cuenta -aseguro.
– ¿Confusión? -A Ricky se le hizo un nudo en el estómago-.
¿Cómo puede confundirse el dinero? Las personas pueden confundirse. Los perros pueden confundirse. El dinero no.
– Le pasaré con el señor Williams -dijo la secretaria.
Tras un breve silencio se oyó en la línea la no exactamente conocida pero tampoco irreconocible voz del corredor. Todas las inversiones de Ricky eran conservadoras, fondos mutuos y bonos.