La mujer del Times que tomó el pedido para el anuncio de una columna en portada pareció agradablemente intrigada por el poema.
– No es habitual -comentó-. Suelen ser anuncios del tipo «Felices bodas de oro, papá y mamá» o ganchos publicitarios para algún producto nuevo que alguien quiere vender. Esto parece distinto. ¿Cuál es el motivo? -preguntó.
– Forma parte de un elaborado juego -contestó Ricky, procurando ser educado con una mentira eficiente-. Una diversión veraniega de un par de amigos a los que nos gustan los acertijos y los rompecabezas.
– Vaya -replicó la mujer-. Suena divertido.
Ricky no respondió, porque aquello no tenía nada de divertido. La mujer del periódico le leyó el poema una última vez para asegurarse de haberlo anotado bien, y luego le tomó los datos. Le preguntó si quería que le mandara una factura o que le cargara el importe a una tarjeta de crédito. Se decidió por esta última opción. Oyó a la mujer teclear en el ordenador los números de su Visa a medida que se los iba diciendo.
– Bien, eso es todo -añadió la mujer-. El anuncio saldrá mañana. Buena suerte con el juego. Espero que gane.
– Yo también -dijo.
Le dio las gracias y colgó.
Volvió a concentrarse en el montón de notas y expedientes.
«Delimita y elimina -pensó-. Sé sistemático y meticuloso. Descarta a los hombres o descarta a las mujeres. Descarta a los viejos, concéntrate en los jóvenes. Encuentra la secuencia temporal adecuada. Encuentra la relación correcta. Eso te dará un nombre. Un nombre llevará a otro.»
Respiraba con fuerza. Se había pasado la vida intentando ayudar a la gente a conocer las fuerzas emocionales que motivaban su comportamiento. Lo que hace un analista es aislar la culpa e intentar traducirla en algo manejable, porque la necesidad de venganza es tan incapacitante como cualquier neurosis. El analista busca que el paciente encuentre un modo de superar esa necesidad y esa cólera. No es inusual que un paciente empiece una terapia manifestando una furia que parece exigir una actuación.
Se elabora un tratamiento destinado a eliminar ese impulso, de modo que pueda seguir con su vida sin la necesidad compulsiva de vengarse.
Vengarse, en su mundo, era una debilidad. Quizás hasta una enfermedad.
Ricky meneó la cabeza.
Mientras procuraba revisar lo que sabía y cómo aplicarlo a su situación, sonó el teléfono del escritorio. Lo sobresaltó y dudó antes de cogerlo, pensando que podía ser Virgil.
No lo era. Se trataba de la mujer de los anuncios del Times.
– ¿El doctor Starks?
– Sí.
– Lamento tener que llamarle, pero hemos tenido un problema.
– ¿Un problema? ¿Qué clase de problema?
La mujer vaciló, como si le costara hablar.
– La tarjeta Visa que me dio está cancelada. ¿Está seguro de haberme dado bien el número?
– ¿Cancelada? -Ricky se sonrojó y afirmó, indignado-: Eso es imposible.
– Bueno, a lo mejor lo anoté mal.
Ricky sacó la tarjeta para volver a leer los números, pero esta vez despacio.
– Pues es el número para el que pedí autorización -dijo la mujer-. Me lo devolvieron diciendo que la tarjeta había sido cancelada recientemente.
– No lo entiendo -repuso Ricky con frustración creciente-. Yo no he cancelado nada. Y pago todo el saldo cada mes…
– Las compañías de tarjetas de crédito cometen muchos errores -comentó la mujer, apenada-. ¿Tiene otra tarjeta? ¿O prefiere que le mande una factura para pagar con un talón?
Ricky empezó a sacar otra tarjeta de la cartera pero se detuvo.
Tragó saliva con fuerza.
– Lamento las molestias -dijo despacio, y de repente le costaba mucho contenerse-. Llamaré a los de Visa. Mientras tanto, mándeme la factura, por favor.
La mujer accedió y comprobó su dirección.
– Suele pasar -añadió-. ¿Perdió la cartera? A veces los ladrones obtienen el número en extractos viejos que se han tirado. O compramos algo y el dependiente vende el número a un sinvergüenza.
Hay millones de maneras de falsificar las tarjetas, doctor. Pero será mejor que llame a Visa y lo solucione. O acabará recibiendo cargos que no son suyos. En cualquier caso, seguramente le mandarán una tarjeta nueva en un par de días.
– Descuide -dijo Ricky, y colgó.
Despacio, extrajo todas sus tarjetas de crédito. «No sirven de nada -se dijo-. Las han cancelado todas.» No sabía cómo pero sabia quién.
Empezó el tedioso proceso de llamar para averiguar lo que ya sabia. El servicio de atención al cliente de las distintas compañías fue agradable pero no demasiado servicial. Cuando intentaba explicar que él no había cancelado las tarjetas, le informaban que silo había hecho. Era lo que aparecía en el ordenador, y lo que ponía el ordenador tenía que ser cierto. Preguntó a cada compañía cómo había sido cancelada la tarjeta y cada vez le contestaron que la petición se había hecho electrónicamente a través de Internet. Le indicaron, diligentes, que esas operaciones sencillas podían hacerse con unos cuantos golpes de teclado, que era un servicio que el banco ofrecía para facilitar la situación financiera de sus clientes, aunque Ricky, en su situación actual, podría haber discutido ese punto. Todos le ofrecieron abrirle nuevas cuentas.
Dijo a cada compañía que ya la llamaría. Luego, tomó unas tijeras y cortó los inservibles plásticos por la mitad. No se le escapaba que eso era precisamente lo que algunos pacientes se habían visto obligados a hacer cuando habían superado su crédito e incurrido en gravosas deudas.
Ricky no sabía hasta qué punto habría logrado Rumplestiltskin penetrar en sus finanzas. Ni como.
«“Deuda” es un concepto próximo a su juego -pensó-. Cree que le debo algo que no puede pagarse con un talón o una tarjeta de crédito.»
Por la mañana tendría que hacer una visita a la sucursal de su banco. También telefoneó al hombre que se encargaba de su modesta cartera de inversiones y le dejó un mensaje pidiendo que el corredor le devolviera la llamada lo antes posible. Después se recostó un momento e intentó imaginar cómo Rumplestiltskin habría accedido a esa parte de su vida.
Ricky no sabía nada de informática. Sus conocimientos de Internet, páginas web, chats y ciberespacio se limitaban a estar vagamente familiarizado con las palabras, pero no con la realidad. Sus pacientes hablaban a menudo de una vida conectada a Internet y, de ese modo, se había hecho alguna idea de lo que un ordenador podía hacer, pero más aún de lo que un ordenador les hacía a ellos.
Jamás había tenido interés en aprender nada de eso. Efectuaba sus anotaciones con bolígrafo en libretas. Si tenía que redactar una carta, usaba una antigua máquina de escribir eléctrica que tema más de veinte años y que guardaba en un armario. Pero tenía ordenador. Su mujer había comprado uno el ano en que había enfermado y lo había actualizado un año antes de morir. Sabía que ella lo utilizaba para conectarse con grupos de apoyo a los enfermos de cáncer y para hablar con otras víctimas de la enfermedad en ese mundo curiosamente impersonal de Internet. No había participado con ella en esas cosas, pensando que respetaba su intimidad al no inmiscuirse, aunque también podría haber pensado que no mostraba suficiente interés. Poco después de su muerte había quitado la máquina de la mesa del rincón del dormitorio que su mujer ocupaba cuando conseguía reunir energía suficiente para levantarse de la cama y la había guardado en los trasteros del sótano del edificio. Tenía intención de tirarlo o de donarlo a una escuela o biblioteca, pero aún no lo había hecho. Pensó que ahora lo necesitaría.
Porque sospechaba que Rumplestiltskin sabía usar muy bien un ordenador.
Se levantó del asiento, decidido a recuperar el ordenador de su difunta esposa. En el cajón superior derecho de la mesa guardaba la llave de un candado, y la cogió.
Se aseguró de cerrar con llave la puerta de su casa y bajó en ascensor hasta el sótano. Hacía meses que no iba a los trasteros y arrugó la nariz al oler su aire mohoso y viciado. Tenía un matiz rancio y nauseabundo, que el calor diario incrementaba. Salir del ascensor le produjo una opresión en el pecho. Se preguntó por qué la dirección del edificio no limpiaba nunca esa zona. Pulsó el interruptor de la luz y se encendió una bombilla pelada que daba escasa luz al sótano. Dondequiera que se dirigía, proyectaba sombras y cruzaba oscuridad y humedad. Cada uno de los seis pisos del edificio tenía un trastero delimitado por tela metálica clavada a unas estructuras baratas de madera con el número del piso. Era un lugar de sillas rotas y cajas de papeles viejos, bicicletas oxidadas, esquíes, baúles y maletas innecesarias. La mayoría de las cosas estaba cubierta de polvo y telarañas, y casi todo se incluía en la categoría de algo un pelín valioso para tirar pero no tanto como para tenerlo a mano cada día. Cosas reunidas con el tiempo que habían descendido a la categoría de «mejor guardarlo porque algún día podríamos necesitarlo», aunque eso es difícil.