– ¿No podría ser yo ese algo?
– No, desde luego que no. Pon tu gabardina. ¡Bueno!
– Bueno – repuso él, mirándose las botas con desaprobación -. Si quieres realmente saberlo… No había nada seguro, por supuesto, dado que todo dependía del medio con que transportaran a Hubert. Debíamos variar los proyectos, según los casos. Si hubiese habido un puerto de escala, en España o Portugal, nos habríamos servido del truco del cajón. Hallorsen, Jean y yo hubiéramos estado en el puerto con un aparato y los huesos auténticos. Jean debía pilotar cuando hubiésemos encontrado a Hubert. Es aviadora por naturaleza. Se habrían dirigido a Turquía.
– Sí – dijo Dinny -, todo eso ya lo habíamos adivinado. – ¿De qué manera?
No importa. ¿Y los otros casos?
– De no haber habido un puerto de escala, la cosa se ponía más difícil. Habíamos pensado enviarles un falso telegrama a los que estaban encargados de custodiar a Hubert cuando el tren hubiese llegado a Southampton o a otro puerto, diciéndoles que llevasen a Hubert a la Central de Policía y que aguardasen ulteriores instrucciones. Durante el trayecto, Hallorsen habría chocado con una moto contra un costado del coche y lo mismo habría hecho yo por el otro. Hubert habría saltado sobre mi moto y yo le hubiera conducido donde estaba el aparato.
– Todo eso es muy bonito visto en el cine; pero, ¿puede ser real?
– Bueno, la verdad es que no habíamos pensado mucho en este proyecto; contábamos más con el otro.
– ¿Se os ha ido todo el dinero?
– No. Sólo unas doscientas libras, más o menos, y desde luego podemos volver a vender el aparato.
Dinny emitió un hondo suspiro y sus ojos se posaron en él.
– Bien – dijo -, si quieres saber lo que pienso, te diré que habéis salido bien librados.
Él sonrió
– Desde luego, sobre todo porque, si la cosa hubiese sucedido, no habría podido venir a molestarte. Dinny, hoy he de embarcarme. ¿No quieres…?
Dinny le interrumpió dulcemente
– La ausencia inflama el corazón, Alan. Cuando vuelvas en tu próximo permiso, me lo pensaré de veras.
– ¿Puedo darte un beso? Dinny le tendió la mejilla.
«Éste es el momento en que el hombre te besa imperativamente en la boca – pensó Dinny -. No lo ha hecho. Debe casi respetarme» – y se levantó.
– Vuelve, querido muchacho, y gracias por lo que, afortunadamente, no has tenido que hacer. Procuraré de veras volverme menos extraña.
Alan la miró con tristeza, como si estuviera arrepentido de su moderación. Luego contestó con una sonrisa a la sonrisa de Dinny. Poco después el estruendo de la moto se desvaneció en el silencio blando y melancólico de la mañana.
Aún con la sonrisa en los labios, Dinny entró en casa. ¡Era un buen muchacho! Pero le hacía falta tiempo para pensarlo. ¡Y había tantas cosas de las cuales podía arrepentirse más tarde!
Después del almuerzo, ligero y anticipado, lady Cherrell partió en busca del cordero gordo en el Ford guiado por el «groom». Dinny se disponía a salir al jardín, para coger flores otoñales, cuando le entregaron una tarjeta de visita
Neil Wintney
Ferdinand Studios
Orchard Street
Chelsea
– ¡Socorro! – Exclamó -. El joven de tío Lawrence. Anny, ¿dónde estás?
– En el vestíbulo, señorita.
– Hágale pasar a la salita. Yo iré dentro de un minuto.
Se quitó los guantes para jardín y, dejando la cestita, se miró la nariz en un espejito de mano. Luego entró en la salita por la puerta vidriera y vio al «joven» cómodamente sentado en una silla, con los enseres del oficio a su lado. Tenía abundantes cabellos blancos y un monóculo colgado de una cinta negra. Cuando se piso en pie, Dinny advirtió que debía tener por lo menos sesenta años. Dijo
– ¿La señorita Cherrell? Su tío, sir Lawrence Mont, me ha rogado le haga una miniatura.
– Sí – contestó Dinny -, sólo que creí…
No concluyó. Después de todo, o bien a sir Lawrence debía encantarle esta pequeña broma, o bien era su idea sobre la juventud.
El «joven» se había encajado el monóculo encima de una mejilla colorada y mofletuda y, a través de él, un ojo grande y azul la escrutó atentamente. Ladeó la cabeza y dijo
– Podemos bosquejar los contornos, y, si usted tiene alguna fotografía, no la ocasionaré muchas molestias. El traje que lleva – esa azul flor de lino – es espléndido para pintar. Un fondo de cielo no nos vendría mal. Mientras la luz es buena, ¿podemos?…
Y, siempre hablando, comenzó a preparar las cosas.
– La – idea de sir Lawrence es la dama inglesa – explicó -. Es decir, cultura profunda, pero no aparente. Vuélvase un poco de lado. Gracias. La nariz…
– Si – dijo Dinny -, no tiene remedio.
– ¡Oh, no, no; es graciosa! ¡Sir Lawrence, según parece, la desea para su colección de tipos. Yo ya le he hecho dos. ¿Quiere mirar al suelo? ¡'No! Míreme a los ojos! ¡Ah, los dientes! ¡Son admirables!
– Y todos míos, por ahora.
– Esa sonrisa es justamente lo que se necesita, señorita Cherrell. Nos da la sensación de misterio que nos hace falta. No demasiado misterio, sino el preciso.
– ¿Quiere que conserve una sonrisa con tres gramos de misterio exactamente?
– No, no, mi querida señorita. Lo cogeremos por sorpresa. Ahora pruebe a ponerse de tres cuartos. ¡Ah! La línea de la cabellera. El color es espléndido.
– No demasiado rojo, pero lo suficiente.
El «joven» callaba. Había comenzado con concentración singular a dibujar y a tomar breves anotaciones en el borde del papel.
Dinny, con las cejas fruncidas, no osaba moverse. É1 se detuvo y sonrió con una especie de dulzura melosa.
– Sí, sí – dijo -, he comprendido.
¿Qué habla comprendido? La nerviosidad propia de la víctima se apoderó repentinamente de ella y juntó las manos abiertas.
– Levante las manos, señorita Cherrell. No; demasiado «madona». Es menester pensar en el diablillo escondido en los cabellos. Los ojos hacia mí, de lleno.
– ¿Alegres? -preguntó Dinny.
No demasiado. Apenas. Sí, ojos ingleses, cándidos, pero reservados. Ahora la curva del cuello. ¡Ah! Una curva ligerísima. Sí. Casi de ciervo.
Empezó nuevamente a dibujar con un sentido de alejamiento, como si estuviera muy lejos de aquella habitación.
«Si tío Lawrence desea el retrato de alguien que se siente observado – pensó Dinny-, está servido.»
El «joven» se detuvo y dio un paso hacia atrás, con la cabeza muy ladeada, de modo que su atención parecía salir del monóculo.
– La expresión – murmuró.
– ,- Creo – dijo Dinny – que prefiere una expresión de persona despreocupada.
– ¡Pilluela! – sonrió el «joven» -. Más profunda. ¿Puedo tocar un momento ese piano?
Claro que si. No sé qué tal irá. Hace bastante que nadie lo toca.
– Servirá lo mismo.
Se sentó, abrió el piano, sopló sobre las teclas y comenzó a tocar. Tocaba bien, con fuerza, con dulzura. Dinny estaba de pie, apoyada en la curva del piano, escuchando arrobada. Evidentemente, era música de Bach, pero no sabía qué pieza. Un aire amoroso, sin pasión, hermoso, que se repetía continua y monótonamente y que, no obstante, resultaba conmovedor como sólo Bach sabe hacerlo.
– ¿Qué es?
– Una coral de Bach arreglada por un pianista – y el. «Joven» hizo un movimiento con la cabeza indicando las teclas.
– ¡Estupendo ¡ La cabeza en el cielo y los pies en un campo florido – murmuró Dinny.
El «joven» cerró el piano y se levantó.
– Es lo que quiero, es lo que quiero, señorita Cherrell.
– ¡ Oh! – exclamó Dinny – ¿Sólo eso?