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La muchacha volvió a mirarla de reojo.

– Pues con lo hermosa que es, debe tener gran cantidad de diversiones.

– ¿Hermosa? Mi nariz es respingona.

– ¡Ah! Pero tiene usted estilo. El estilo lo es todo. Siempre he pensado que una puede ser bonita, pero lo que da calidad es el estilo.

– Yo preferiría ser bonita.

– ¡Oh, no! Un rostro gracioso puede tenerlo cualquiera. – Pero no muchas lo poseen. – Y echando una mirada al perfil de la joven, añadió: – Usted es afortunada.

La muchacha se enorgulleció.

– Le he dicho al señor Cherrell que quería ser maniquí, pero no ha parecido quedar muy convencido.

– Bueno, yo creo que de todas las ocupaciones fútiles ésa es la peor. ¡Ataviarse para una serie de mujeres pesadas!

– Alguien tiene que hacerlo – replicó la muchacha en tono de desafío -. Me gusta ponerme trajes bonitos. Pero para obtener un empleo así, hace falta una recomendación. Quizá la señora Mont querrá decir una palabra en favor mío. ¡Qué maniquí resultaría usted, señorita, con su estilo y su esbeltez! Dinny rió. El autobús se había parado en el cruce entre Westminster y Whitehall.

– Aquí nos apearemos. ¿No ha estado nunca en la Abadía de Westminster?

– No.

– A lo mejor le gustaría echarle un vistazo, la derriben para construir casas o bien un cine. – ¿Tienen intención de hacerlo?

– Creo que de momento la idea no está más que en el fondo de sus mentes. Por ahora sólo hablan de restaurarla. – Es un lugar muy grande – dijo la muchacha.

Cuando hubieron llegado bajo los muros, el silencio las envolvió, un silencio que no fue roto al entrar ellas en el interior. Dinny miraba a su compañera mientras ésta, con el rostro hacia lo alto, contemplaba la estatua del conde de Chatham y la que estaba más próxima.

– ¿Quién es ese viejo desnudo? antes de que

– Neptuno. Es un símbolo. «Britania domina las olas», ya lo sabe usted.

– ¡Oh! – y continuaron caminando hasta que vieron mejor las proporciones del viejo Museo.

– Válgame Dios! ¡ Está atestado de cosas!

– Es casi una tienda de curiosidades antiguas. Aquí han reunido toda la historia inglesa, ¿sabe?

– Está terriblemente oscuro. Las columnas parecen sucias, ¿verdad?

– ¿Vamos a ver el Ángulo de los Poetas? -¿Qué es eso?

– Es donde están enterrados los grandes escritores.

– ¿Porque escribieron versos? – preguntó la muchacha -. ¿No es cómico?

Dinny no contestó. Conocía algunos de los versos y estaba insegura. Después de haber escrutado cierto número de efigies y de nombres que para ella tenían un limitado interés y para la muchacha evidentemente ninguno, pasaron lentamente por las naves, hasta que llegaron al lugar donde, entre dos coronas, estaba la lápida negra y dorada a la memoria del Soldado Desconocido.

– Me pregunto si él lo sabe – dijo la muchacha – pero, de todos modos, pienso que no le debe importar. Nadie conoce su nombre y, por lo tanto, de nada le sirve.

– No. Es a nosotros a quien nos sirve -repuso Dinny, sintiendo oprimida la garganta por esa emoción con la que el mundo recompensa al Soldado Desconocido.

Una vez en la calle, la muchacha le preguntó de repente – ¿Es usted religiosa, señorita?

– Creo que sí, en cierto sentido – respondió Dinny, dudosa.

– Yo no he recibido ninguna enseñanza religiosa. Papá y mamá tenían simpatía al señor Cherrell, pero pensaban que la religión es un error. Mi padre era socialista, ¿sabe usted?, y solía decir que la religión forma parte del sistema capitalista Dinny la miró.

Ahora dicen que las mujeres son iguales que los hombres – continuó la joven -, pero no es cierto. No había ni una chica en mi laboratorio que no estuviese aterrorizada por el jefe. Donde hay dinero, hay poder. Los magistrados, los jueces y los sacerdotes son hombres, así como los generales. Sin embargo, nada pueden hacer sin nosotras.

Dinny callaba. Esta muchacha estaba amargada por la experiencia, no cabía duda, pero tras de lo que decía escondíase una verdad. En eso estribaba una igualdad primordial de la que jamás habíase dado cuenta. De haber sido de su clase, le hubiera contestado; pero era imposible hablar con ella sin reservas. Dado que se sentía culpable de un poco de esnobismo, recurrió a la ironía.

– Es usted algo rebelde, como dirían los americanos.

– Desde luego que soy una rebelde – admitió la muchacha -. Sobre todo después de lo que me sucedió.

– Bueno, ya estamos ante la casa de la señora Mont. Tengo que hacer un par de cosas, de modo que la dejaré a usted. Espero que nos volvamos a ver.

Le tendió la mano. La muchacha la cogió y dijo con simplicidad

– He gozado con nuestra conversación. – Yo también. ¡Buena suerte!

Dejándola en el vestíbulo, Dinny continuó hacia Oakley Street, con la sensación de quien no ha logrado alcanzar el punto deseado. Se había acercado a lo inexplorado y había retrocedido. Sus pensamientos y sus sentimientos se asemejaban al piar de los pájaros primaverales que todavía no han dado forma a su canto. La muchacha había despertado en ella un extraño deseo de enfrentarse con la vida, sin darle la menor idea del modo de hacerlo. Resultaría un alivio incluso el enamorarse.

Qué hermoso era saber lo que se quería, como habían parecido saberlo en seguida Jean y Hubert, como habían dicho saberlo Alan y Hallorsen! La vida parecía más un juego de sombras que una realidad. Muy descontenta de sí misma, apoyó los codos sobre el parapeto del río, contemplando la marejada que surta. ¿Era religiosa? En cierto sentido, sí. Pero, ¿en qué sentido? Le vino a la memoria un párrafo del Diario de Hubert: «Quien cree que irá al Cielo, tiene una ventaja sobre un hombre como yo. Siempre tiene delante su futura recompensa.» ¿Era la religión la creencia en una compensación? De ser así, parecía una cosa vulgar. Fe en la bondad, por amor a la bondad, porque la bondad es hermosa, ¡como una flor perfecta, una noche estrellada, una bella melodía! Tío Hilary cumplía bien un trabajo difícil por el afán de hacerlo bien. ¿Era religioso? Tenía que preguntárselo.

– ¡Dinny! – la llamó alguien de pronto.

Se volvió con sobresalto y vio a Alan Tasburgh con el rostro iluminado por una sonrisa.

– He ido a Oakley Street a preguntar por usted y por mi hermana. Me han dicho que estaban en casa de los Mont. Me dirigía allí y aquí la encuentro. ¡Qué suerte tan extraordinaria la mía ¡

– Me estaba preguntando – dijo Dinny – si soy o no religiosa.

– ¡Qué extraño! Yo también.

– ¿Quiere usted decir si lo soy yo o bien si lo es usted? – Si he de decir la verdad, pienso en nosotros como en una sola persona.

– ¿De veras? Pues bien, ¿somos religiosos? – En caso de necesidad.

– .Ha oído usted las noticias de Oakley Street? - No.

– Ha vuelto el capitán Ferse. – ¡Dios me valga ¡

– Eso dicen todos. ¿Ha visto usted a Diana?

– No; sólo a la doncella. Por cierto que parecía algo trastornada. ¿Aún está chiflado el pobre diablo?

– No, pero para Diana es una cosa terrible. – Debería marcharse de allí.

– Voy a quedarme con ella – dijo Dinny, de repente -. Si ella lo desea, claro.

– No me gusta la idea.

– Puede que no, pero de todos modos iré.

– ¿Por qué? Usted no la conoce mucho.

– Estoy harta de ser inútil.

El joven Tasburgh la miró, maravillado. – No la comprendo.

– Usted no sabe nada de la vida de las mujeres que se sien-, ten protegidas. Quiero empezar a ganarme el pan.

– Entonces, cásese conmigo.

– En realidad, Alan, jamás me he encontrado con una persona que tuviese tan pocas ideas.

– Mejor pocas y buenas que muchas y malas. Dinny volvió a ponerse en marcha.

– Ahora voy a Oakley Street.

Continuaron en silencio, hasta que el joven Tasburgh dijo – ¿Qué la está amargando a usted, queridísima mía?

– Mi carácter. Parece que no sea capaz de ser lo suficientemente activa.

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