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– De modo que el hombre que tenía el dominio de las canoas. era un individuo enorme, de piel oscura, que había sido elegido por su fuerza, debido a que los unicornios infestaban aquella costa.

– ¡Bah! Los unicornios son animales imaginarios, tío Adrián..

– Pero no en aquella época, Sheila. – Entonces, ¿qué ha sido de ellos?

– No ha quedado más que uno y vive en un lugar donde los hombres blancos no pueden ir, debido a las moscas Bu-Bu. – ¿Qué es la mosca Bu-Bu?

– La mosca Bu-Bu, Ronald, es muy notable porque se introduce en la pantorrilla y en ella funda su familia. ¡Oh!

– Los unicornios, como os decía cuando me habéis interrumpido, infestaban aquella costa. Aquel hombre se llamaba Mattagor y con los unicornios solía hacer lo siguiente: después de haberlos atraído hasta la playa con crinibobs…

– ¿Qué son los crinibobs?

– Al verlos parecen fresas, pero tienen el sabor de las zanahorias. Pues bien, después de haberlos atraído con crinibobs, se deslizaba despacito, despacito detrás de ellos…

– Si estaba delante con los crinibobs, ¿cómo podía deslizarse detrás?

– Ensartaba los crinibobs en unas hebras de fibra y los colgaba entre dos árboles encantados. En cuanto los unicornios comenzaban a roer, salía silenciosamente del matorral en donde se había escondido y los ataba por las colas, de dos en dos.

– ¡Pero hubiesen tenido que darse cuenta de que los ataba por las colas!

– No, porque los unicornios blancos no tienen sensibilidad en la cola. Luego se metía otra vez en el matorral, chasqueaba la lengua y los unicornios escapaban despavoridos en la más terrible confusión.

- Y ¿no se desprendían nunca las colas?

– No, nunca. Y eso era algo muy importante para él, porque amaba a los animales.

– Me figuro que los unicornios no volvían a aparecer por allí.

– Te equivocas, Romy. Les gustaban demasiado los crinibobs.

– ¿Jamás cabalgó en ellos?

– Sí, de vez en cuando saltaba ligeramente sobre el dorso de dos de ellos y se paseaba por la selva, con un pie sobre la grupa de cada uno, riendo alegremente. De este modo, como os podéis imaginar, las canoas estaban seguras bajo su vigilancia. No era la estación de las lluvias, por lo que los devoradores eran menos numerosos, y la expedición estaba a punto de ponerse en camino, cuando…

– ¿Cuando qué, tío Adrián? No te detengas porque haya venido mamaíta.

– Continúa, Adrián.

Pero éste permaneció silencioso, contemplando la visión que avanzaba hacia ellos. Luego, apartando los ojos y posándolos en Sheila, prosiguió

– He de suspender el relato para deciros por qué razón la luna tenía tanta importancia. No podían emprender la expedición hasta que no viesen la media luna avanzar hacia ellos entre los árboles encantados.

– ¿Por qué no?

– Es lo que voy a explicaron. En aquella época, la gente, y especialmente aquella tribu de Phwatabhoys, prestaba gran atención a todo lo que era hermoso. Cosas como mamaíta, o como las canciones de Navidad, o bien como las patitas nuevas, les hacían mucho efecto. Y antes de emprender cualquier cosa, debían de tener un omen.

– ¿Qué es un omen?

– Ya sabéis que un amén es lo que hay al final. Ahora bien, un ornen es lo que hay al principio. Servía para traer suerte y tenía que ser muy bonito. Durante la estación seca, lo que ellos consideraban más hermoso era la media luna; por consiguiente, debían aguardar hasta que avanzase hacia ellos entre los árboles encantados, como habéis visto a mamaíta adelantarse hacia nosotros pasando por la puerta.

– Pero, ¡la luna no tiene pies!

– - Así es. La luna se mueve en el aire como una barca sobre el mar. El hecho es que una noche serena apareció flotando, sutil y maravillosa como ninguna otra cosa en el mundo, y por la expresión de sus ojos comprendieron que la expedición estaba destinada a tener éxito. Entonces se inclinaron delante de ella, diciendo: «- ¡Ornen!, si tú estás con nosotros, cruzaremos el desierto de las aguas y de la arena con tu imagen en nuestros ojos y nos sentiremos contentos por la felicidad que nos viene de ti, por los siglos de los siglos Amén!». Y después de haber dicho esto, subieron en las canoas. Phwatabhoy con Phwatabhoy y Pwataninfa con Pwataninfa, hasta que todos estuvieron dentro. Y la media luna se detuvo al borde de los árboles encantados y los bendijo con la mirada. Pero uno de los hombres se quedó atrás. Era un viejo Phwatabhoy que deseaba a la media luna con tanta fuerza que lo olvidó todo y comenzó a acercarse a ella arrastrándose por el suelo, con la esperanza de tocarle los pies.

– ¡Pero si no tenía, pies!

– Pero él creía que sí, porque la consideraba una mujer hecha de plata y marfil. Y vagabundeó arrastrándose entre los árboles encantados, pero jamás pudo alcanzarla, porque era la media luna.

Adrián calló y, por un momento, no se oyó ruido alguno. Luego dijo

– Continuaremos la próxima vez.

Y salió de la habitación. Diana se le reunió en la antesala. – Adrián, tú me corrompes a los niños. ¿No sabes que no debe permitirse que las fábulas y los cuentos de hadas lleguen a perjudicar su interés por las máquinas? En cuanto has salido, Ronald me ha preguntado: «-Mamaíta, ¿de veras cree el tío Ronald que tú eres la media luna?»

– Y tú, ¿qué le has contestado?

– Algo muy diplomático. Son listos como las ardillas.

– ¡Bien! Cántame «Waterboyu antes de que lleguen Dinny y su acompañante.

Mientras cantaba ante el piano, Adrián la miraba con adoración. Tenía una voz muy buena y cantaba bien aquella melodía extraña y atormentada. Las últimas notas acababan de desvanecerse en el aire, cuando la doncella anunció

– La señorita Cherrell y el profesor Hallorsen.

Dinny entró con la cabeza erguida y una expresión en los ojos que, en opinión de Adrián, no auguraba nada agradable. De ese modo miraban los escolares cuando estaban a punto de burlarse de un novato. Hallorsen la seguía con los ojos radiantes de salud y, en la pequeña Balita, su figura parecía inmensa. Adrián le presentó a Dinny y él se inclinó profundamente.

¿Es hija suya, señor Conservador?

– No; mi sobrina. Es hermana del capitán Hubert Cherrell.

– . ¿De veras? Honradísimo de conocerla, señorita Cherrell. Adrián se dio cuenta de que sus miradas, habiéndose encontrado, parecían hallar dificultad en separarse. Dirigiéndose a Hallorsen, preguntó

– ¿Qué tal se encuentra en el Piedmont, profesor?

– La cocina es buena. Pero hay demasiados americanos. – ¿Van siempre juntos, como las golondrinas?

– Dentro de quince días todos habremos levantado el vuelo.

Dinny había llegado desbordante de feminidad inglesa y el contraste entre la aplastante irradiación de salud de Hallorsen y el aspecto de sufrimiento de Hubert le causó inmediatamente una sensación de resentimiento. Tomó asiento al lado de aquella personificación del varón victorioso con la intención de pincharle la epidermis con toda especie de flechazos. Pero Diana la empeñó en seguida en una conversación, y antes de acabar el primer plato (consomé con ciruelas secas) cambió de proyecto a consecuencia de una rápida ojeada que le dirigió. Después de todo, era un forastero y un huésped, y ella era una muchacha de educación refinada. Era necesario despellejar al gato sin que chillara. No le lanzaría flechazos, sino que trataría de engatusarle con dulces y melosas sonrisitas. Esto resultaría mucho más considerado con respecto a Diana y su tío y, a la larga, sería un método de guerrilla bastante. más eficaz. Con una astucia digna de su causa, aguardó a que se hubiese sumergido en las profundas aguas de la política inglesa, que parecía considerar como una seria manifestación de la actividad humana; luego, volviendo hacia él su mirada boticeliana, dijo

– Deberíamos hablar de la política americana con la misma gravedad, profesor. Pero de fijo que no es una cosa tan seria, ¿verdad?

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