A cambio de estas tareas, Simone y sus hijos podían ocupar la Casa del Cabo y gozar de un
sueldo más que razonable. Lazarus se haría cargo de los gastos de escolarización de Irene y Dorian para el próximo curso, tras el verano. Igualmente, se comprometía a pagar los estudios universitarios de ambos si los jóvenes presentaban aptitudes y voluntad para ello. Irene y Dorian, por su parte, podían colaborar con su madre en las tareas que ella les asignase en la casa, siempre y cuando respetaran las reglas de oro: no traspasar los límites especificados por su propietario.
Teniendo en cuenta los meses anteriores, de deudas y miseria, la oferta de Lazarus se le antojaba a Simone Sauvelle como una bendición del cielo, Bahía Azul era un escenario paradisíaco para empezar una nueva vida con sus hijos, El empleo era más que deseable, y Lazarus ofrecía todos los visos de ser un patrón magnánimo y bondadoso. Tarde o temprano, la suerte tenía que sonreírles. El destino había querido que fuese en ese lugar alejado, y por primera vez en mucho tiempo, Simone estaba dispuesta a aceptar sus designios con agrado. Es más, si su instinto no la engañaba, y no solía hacerla, adivinaba una sincera corriente de simpatía hacia ella y su familia. No le costaba esfuerzo suponer que su compañía y su presencia en Cravenmoore podían constituir un bálsamo para paliar la inmensa soledad que parecía rodear a su propietario.
La cena finalizó con una taza de café y la promesa de Lazarus de que, algún día, iniciaría al absolutamente cautivado Dorian en los misterios de la construcción de autómatas.
Los ojos del muchacho se encendieron de ilusión ante la oferta y, por un breve instante, las miradas de Lazarus y Simone se encontraron de manera fugaz al trasluz de las velas.
Simone reconoció en ellos el rastro de años de soledad, una sombra que conoda bien. Buques a la deriva que se cruzan en la noche. El fabricante de juguetes entornó los ojos y se alzó en silencio, señalando el fin de la velada.
Luego los guió hasta la puerta principal, deteniéndose brevemente para explicar alguno de los prodigios que poblaban el camino. Dorian e Irene asistían boquiabiertos a cuantos detalles les revelaba. Cravenmoore albergaba suficientes maravillas para iluminar cien años de asombro. Poco antes de enfilar el vestíbulo que conducía a la puerta, Lazarus se detuvo ante lo que aparentaba ser un complejo mecanismo de espejos y lentes, y dirigió una mirada enigmática a Dorian. Sin mediar palabra, introdujo el brazo entre un pasillo de espejos.
Lentamente, el reflejo de su mano se desvaneció hasta hacerse invisible. Lazarus sonrió.
– No debes creer todo aquello que ves. La imagen de la realidad que nos brindan nuestros ojos es sólo una ilusión, un efecto óptico -dijo-o La luz es una gran mentirosa. Dame tu mano.
Dorian siguió las instrucciones del fabricante de juguetes y dejó que éste la guiase por el pasillo de espejos. La imagen de su mano se desintegró ante sus propios ojos. Dorian, con un interrogante mudo en la mirada, se volvió hacia Lazarus.
– ¿Conoces las leyes de la óptica y de la luz? --preguntó el hombre.
Dorian negó con la cabeza. En ese momento no sabía ni dónde tenía su mano derecha.
– La magia es tan sólo una extensión de la física. ¿Qué tal se te dan las matemáticas?
– Excepto la trigonometría, así, así…
Lazarus sonrió.
– Por ahí empezaremos. La fantasía son números, Darian. Ése es el truco.
El muchacho asintió, sin saber muy bien de qué estaba hablando Lazarus. Finalmente, éste señaló la puerta y los acompañó hasta el umbral, fue entonces cuando, casi por casualidad, Darían creyó ver lo imposible. Al pasar frente a uno de los faroles parpadeantes, las siluetas que proyectaban sus cuerpos se dibujaron sobre los muros. Todas menos una: la de Lazarus, cuyo rastro en la pared era invisible, como si su presencia no fuese más que un espejismo.
Cuando se volvió, Lazarus lo observaba detenidamente. El chico tragó saliva. El fabricante de juguetes le pellizcó cariñosamente la mejilla, burlón. -No creas todo lo que vean tus ojos… y Dorian siguió a su madre y a su hermana al exterior.
– Gracias por todo y buenas noches -concluyó Simone.
– Ha sido un placer. Y no es un cumplido -dijo Lazarus cordialmente; les sonrió amablemente y alzó la mano en señal de despedida.
Los Sauvelle se adentraron en el bosque poco antes de la medianoche, de vuelta a la Casa del Cabo.
Dorian, silencioso, permanecía todavía bajo los efectos de la prodigiosa residencia de Lazarus Jann.
Irene andaba perdida en sus propios pensamientos, lejos del mundo. Y Simone, por su parte, respiró tranquila y dio gracias a Dios por la suerte que les había enviado.
Justo antes de que la silueta de Cravenmoore se perdiese a sus espaldas, Simone se volvió a contemplarla una última vez. Una sola ventana permanecía iluminada en el segundo piso del ala oeste. Una figura se erguía inmóvil tras los cortinajes. En ese preciso momento, la luz se extinguió y amplio ventanal se sumergió en las sombras.
De vuelta a su habitación, Irene se quitó el vestido que su madre le había prestado y lo plegó cuidadosamente sobre la silla. Las voces de Simone y Dorian se oían en la cámara contigua. La joven apagó la luz y se tendió sobre el lecho. Sombras azules danzaban sobre el cielo raso como una cabalgata de espectros saltarines en la aurora boreal. El
susurro de las olas rompiendo en los acantilados acariciaba el silencio. Irene cerró los ojos y trató de conciliar el sueño en vano.
Era difícil aceptar que desde aquella noche no volvería a ver su viejo piso de París, ni habría de regresar al salón de baile para ganarse las pocas monedas que aquellos soldados llevaban consigo. Sabía que las sombras de la gran ciudad no podían alcanzarla allí, pero la huella del recuerdo no conocía fronteras, Se incorporó de nuevo y se acercó hasta la ventana, la torre del faro se alzaba en las tinieblas. Concentró la vista en el islote entre las brumas incandescentes. Un reflejo fugaz pareció brillar, como el guiño de un espejo en la distancia.
Segundos después, el destello brilló de nuevo para desvanecerse definitivamente. Irene frunció el ceño y advirtió la presencia de su madre abajo, en el porche. Simone, envuelta en un grueso jersey, contemplaba el mar en silencio. Sin necesidad de ver su rostro en la oscuridad, Irene supo que estaba llorando y que ambas tardarían en conciliar el sueño. En aquella primera noche en la Casa del Cabo, tras aquel primer paso hacia lo que parecía un horizonte de felicidad, la ausencia de Armand Sauvelle se hacía más dolorosa que nunca.
3. BAHÍA AZUL
De todos los amaneceres de su vida, ninguno habría de parecerle más luminoso a Irene que aquel del 22 de junio de 1937. El mar resplandecía como un manto de diamantes bajo un cielo cuya transparencia jamás hubiese creído posible durante los años que había vivido en la ciudad. Desde su ventana, el islote del faro podía contemplarse ahora con toda claridad, al igual que las pequeñas rocas que emergían en el centro de la bahía como la cresta de un dragón submarino. La ordenada hilera de casas en el paseo del pueblo, más allá de la Playa del Inglés, dibujaba una acuarela danzante entre la calima que ascendía del muelle de pescadores. Si entornaba los ojos, podía ver el paraíso según Claude Monet, el pintor predilecto de su padre.
Irene abrió la ventana de par en par y dejó que la brisa del mar, impregnada del aroma del salitre, inundase la habitación. La bandada de gaviotas que anidaba en los acantilados se volvió a observarla con cierta curiosidad. Nuevos vecinos. No muy lejos de ellas, Irene advirtió que Dorian ya estaba instalado en su refugio favorito entre las rocas, catalogando espejismos, musarañas…, o enfrascado en lo que fuera que hacía en sus solitarias excursiones.