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4. SECRETOS Y SOMBRAS

En Bahía Azul, el calendario sólo distinguía dos épocas: verano y el resto del año. En verano las gentes del pueblo triplicaban sus horarios de trabajo, abasteciendo a las poblaciones costeras de los alrededores que albergaban balnearios, turistas y gentes venidas de la ciudad en busca de playas, sol y aburrimiento de pago. Panaderos, artesanos, sastres, carpinteros, albañiles y toda suerte de oficios dependían de los tres meses largos en que el sol sonreía en la costa de Normandía. Durante esas trece o catorce semanas, los habitantes de Bahía Azul se transformaban en laboriosas hormigas, para poder languidecer tranquilamente el resto del año como modestas cigarras. Y si algunos días eran especialmente intensos, ésos eran los primeros de agosto, cuando la demanda de producto local subía del cero al infinito.

Una de las pocas excepciones a esa regla era Christian Hupert. Él, como los demás patrones de pesqueros del pueblo, sufría el destino de la hormiga doce meses al año. Tales pensamientos cruzaban la mente del experimentado pescador todos los veranos por las mismas fechas, mientras veía cómo el pueblo desplegaba velas a su alrededor. Era entonces cuando pensaba que había equivocado la carrera y que más sabio hubiera sido romper la tradición de siete generaciones y establecerse como hostelero, comerciante o lo que fuera. Tal vez así, su hija Hannah no tendría que pasar la semana sirviendo en Cravenmoore y tal vez así el pescador conseguiría ver el rostro de su esposa más de treinta minutos diarios, quince al amanecer, quince al anochecer.

Ismael contempló a su tío mientras ambos trabajaban en la reparación de la bomba de achique del barco. El rostro meditabundo del pescador lo delataba.

– Podrías abrir un taller de náutica -apuntó Ismael.

Su tío contestó con un graznido o algo similar. -o vender el barco e invertir en la tienda de monsieur Didier. Hace seis años que no para de insistir -continuó el chico.

Su tío interrumpió la tarea y observó a su sobrino. Trece años ejerciendo como padre no habían conseguido borrar lo que más temía y adoraba a la vez en el muchacho: su obstinada y rematada semejanza con su difunto padre, incluida la afición a opinar cuando nadie le había pedido consejo.

– Tal vez deberías ser tú quien hiciese eso -replicó Christian-o Yo ya voy para los cincuenta. Uno no cambia de oficio a mi edad.

– Entonces, ¿por qué te lamentas?

– ¿Y quién no se lamenta?

Ismael se encogió de hombros. Ambos se concentraron de nuevo en la bomba de achique. -Está bien. No diré ni una palabra más -murmuró Ismael.

– No tendremos esa suerte. Refuerza ese tensor.

– Ese tensor no tiene remedio. Deberíamos

cambiar la bomba. Un día vamos a tener un susto.

Hupert ofreció su sonrisa predilecta, reservada a los tasadores de la lonja, las autoridades del puerto y los pardillos de diverso pelaje.

– Esta bomba perteneció a mi padre. Antes, a mi abuelo. Y antes de él…

– A eso me refiero -atajó Ismael-. Probablemente haría más servicio en un museo que aquí. -Amén.

– Tengo razón. Y tú lo sabes.

Hacer rabiar a su tío era, con la posible excepción de navegar en su velero, una de sus ocupaciones predilectas.

– No pienso seguir discutiendo sobre el tema.

Punto. Fin. Se acabó.

Por si quedaba poco claro, Hupert remató su sentencia con una vuelta de llave enérgica y decidida.

Súbitamente se oyó un sospechoso crujido en el interior de la bomba de achique. Hupert sonrió al muchacho. Dos segundos más tarde, el tope del tensor que acababa de asegurar salió catapultado en trayectoria parabólica sobre las cabezas de ambos, seguido de lo que parecía un émbolo, un juego completo de tuercas y quincallería sin identificar. Tío y sobrino siguieron la evolución de la chatarra hasta que aterrizó, con poca discreción, sobre la cubierta del buque contiguo, el barco de Gerard Picaud. Picaud, un antiguo boxeador con la constitución de un toro y el cerebro de un percebe, examinó las piezas y, acto seguido, oteó el cielo. Hupert e Ismael intercambiaron una mirada.

– No creo que vayamos a notar la diferencia -sugirió IsmaeL

– Cuando quiera tu opinión…

– La pedirás. De acuerdo. A propósito, me preguntaba si te importaría que me tomase el próximo sábado libre. Quisiera hacer algunas reparaciones en el velero…

– ¿Esas reparaciones son, por casualidad, rubias, de metro setenta y ojos verdes? -dejó caer Hupert.

El pescador sonrió ladinamente a su sobrino. -Las noticias corren rápidamente -dijo Ismael.

– Si de tu prima dependen, vuelan, querido sobrino. ¿Cuál es el nombre de la dama?

– Irene.

– Ya veo.

– No hay nada que ver.

– Tiempo al tiempo.

– Es agradable, eso es todo.

– «Es agradable, eso es todo» -repitió Hupert, imitando la voz de fría indiferencia de su sobrino.

– Mejor olvídalo. No es una buena idea. Trabajaré el sábado -cortó Ismael.

– Pues hay que limpiar la sentina. Hay pescado podrido desde hace semanas y huele a demonios.

– Perfecto.

Hupert soltó una carcajada.

– Eres tan tozudo como tu padre. ¿Te gusta la chica o no?

– Pse.

– Conmigo no uses monosílabos, Romeo. Te triplico la edad. ¿Te gusta o no?

El chico se encogió de hombros. Sus mejillas ardían como melocotones maduros. Por fin dejó escapar un murmullo ininteligible.

– Traduce -insistió su tío.

– He dicho que sí. Creo que sí. Casi ni la conozco.

– Bien. Eso es más de lo que pude yo decir de tu tía la primera vez que la vi. Y al cielo pongo por testigo de que es una santa.

– ¿Cómo era de joven?

– No empecemos o te pasas el sábado en la sentina -amenazó Hupert.

Ismael asintió y procedió a recoger las herramientas de trabajo. Su tío se limpió la grasa de las manos mientras lo observaba de refilón. La última chica por la que había mostrado interés había sido una tal Laura, la hija de un viajante de Burdeos, y de eso hacía casi dos años. El único amor de su sobrino, al margen de su intimidad impenetrable, parecía ser el mar, y la soledad. La chica debía de tener algo especial.

– Tendré la sentina limpia antes del viernes -anunció Ismael.

– Es toda tuya.

Cuando tío y sobrino saltaron al muelle, de vuelta a casa al anochecer, su vecino Picaud seguía examinando las misteriosas piezas, tratando de determinar si ese verano lloverían tornillos o si el cielo trataba de enviarle alguna señal.

Llegado agosto, los Sauvelle ya tenían la sensación de llevar viviendo en Bahía Azul por lo menos un año. Quienes no los conocían ya estaban informados de sus andanzas gracias a las artes parlantes de Hannah y de su madre, Elisabet Hupert. Por un extraño fenómeno, a medio camino entre la chafardería y la magia, las noticias llegaban a la panadería donde ésta trabajaba antes de que se produjesen. Ni la radio ni la prensa podían competir con el establecimiento de Elisabet Hupert. Cruasanes y noticias frescas, del amanecer al crepúsculo. De tal modo, para el viernes, los únicos habitantes de Bahía Azul que no estaban al corriente del supuesto flechazo entre Ismael Hupert y la recién llegada, Irene SauveIle, eran los peces y los propios interesados. Poco importaba si algo había pasado o si llegaría a pasar. La breve travesía desde la Playa del Inglés a la Casa de Cabo en el velero ya había pasado a formar parte de los anales de aquel verano de 1937.

Realmente, las primeras semanas de agosto en Bahía Azul transcurrieron a toda velocidad. Simone había conseguido establecer finalmente un mapa mental de Cravenmoore. La lista de todas las tareas urgentes en el mantenimiento de la casa era infinita. Con sólo emprender el contacto con los proveedores del pueblo, aclarar las cuentas y la contabilidad y atender la correspondencia de Lazarus bastaban para ocupar todo su tiempo, descontando los minutos que empleaba en respirar y dormir. Dorian, armado de una bicicleta que Lazarus tuvo a bien regalarle como obsequio de bienvenida, se convirtió en su paloma mensajera y, en cuestión de días, el muchacho se conocía el camino de la Playa del Inglés piedra a piedra, bache a bache.

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