– ¿Primera vez? -preguntó Ismael-. En un velero, quiero decir.
Irene asintió.
– Es diferente, ¿verdad?
Ella asintió de nuevo, sonriendo, sin poder despegar los ojos de la gran cicatriz que marcaba la pierna de Ismael.
– Un congrio -explicó el muchacho-o Es una historia un poco larga.
Irene alzó la mirada y contempló la silueta de Cravenmoore emergiendo entre las cimas del bosque.
– ¿Qué significa el nombre de tu velero?
– Es griego. Kyaneos: cian,-. respondió Ismael enigmáticamente.
Y como Irene fruncía el ceño, sin comprender, continuó:
– Los griegos usaban esta palabra para describir el color azul oscuro, el color del mar. Cuando Homero habla del mar, compara su color con el de un vino oscuro. Ésa era su palabra: kyaneos.
– Veo que sabes hablar de algo más, aparte de tu bote y las redes.
– Lo intento.
– ¿Quién te lo enseñó?
– ¿A navegar? Aprendí solo.
– No; sobre los griegos…
– Mi padre era aficionado a la Historia. Aún conservo algunos de sus libros…
Irene guardó silencio.
– Hannah debe de haberte contado que mis padres murieron.
Ella se limitó a asentir. El islote del faro se alzaba a un par de centenares de metros. Irene lo contempló, fascinada.
– El faro está cerrado desde hace muchos años. Ahora se emplea el del puerto de Bahía Azul -le explicó.
– ¿Nadie viene a la isla ya? -preguntó Irene. Ismael negó con la cabeza.
– ¿Y eso?
– ¿Te gustan las historias de fantasmas? -le ofreció como respuesta. -Depende…
– La gente del pueblo cree que el islote del faro está embrujado o algo así. Se dice que una mujer se ahogó allí hace mucho tiempo. Hay quien ve luces.
En fin, cada pueblo tiene sus habladurías, y éste no iba a ser menos.
– ¿Luces?
– Las luces de septiembre -dijo Ismael mientras rebasaban el islote a estribor. La leyenda, si la quieres llamar así, dice que una noche, a finales de verano, durante el baile de máscaras del pueblo, las gentes vieron cómo una mujer enmascarada tomaba un velero en el puerto y se hacía a la mar. Unos opinan que acudía a una cita secreta con su amante en el islote del faro; otros, que huía de un crimen inconfesable… Ya ves, todas las explicaciones son válidas porque, de hecho, nadie supo realmente quién era. Su rostro estaba cubierto por una máscara. Sin embargo, mientras cruzaba la bahía, una terrible tormenta que se desató de improviso arrastró su bote contra las rocas y lo destrozó. La mujer misteriosa y sin rostro se ahogó, o al menos nunca se encontró su cuerpo. Días más tarde, la marea devolvió su máscara, destrozada por las rocas. Desde entonces, la gente dice que, durante los últimos días del verano, al anochecer, pueden verse luces en la isla… -El espíritu de aquella mujer…
– Ajá…, tratando de completar su viaje inacabado a la isla… Eso se dice. -¿Y es cierto?
– Es una historia de fantasmas. O la crees o no.
– ¿Tú la crees? -inquirió Irene.
– Yo creo sólo en lo que veo.
– Un marino escéptico.
– Algo así.
Irene dedicó una nueva mirada al islote. Las olas rompían con fuerza en las rocas. Los cristales agrietados en la torre del faro refractaban la luz, descomponiéndola en un arco iris fantasmal que se desvanecía entre la cortina de agua que salpicaba en el rompiente.
– ¿Has estado allí alguna vez? -preguntó.
– ¿En el islote?
Ismael tensó la jarcia y, con un golpe de timón, el velero escoró a babor, poniendo proa hacia el cabo y cortando la corriente que venía del canal. -A lo mejor te gustaría ir a visitar -propuso-, el islote.
– ¿Se puede?
– Todo se puede hacer. Es cuestión de atreverse a ello o no -repuso Ismael con una sonrisa desafiante.
Irene sostuvo su mirada. -¿Cuándo?
– El próximo sábado. En mi velero.
– ¿Solos?
– Solos. Aunque si te da miedo…
– No me da miedo -atajó Irene.
– Entonces, el sábado. Te recogeré en el embarcadero a media mañana.
Irene desvió la mirada hacia la costa. La Casa del Cabo se alzaba en los acantilados. Dorian, desde el porche, los observaba con curiosidad poco disimulada.
– Mi hermano Dorian. A lo mejor te apetece subir a conocer a mi madre…
– No soy bueno con las presentaciones familiares.
– Otro día, entonces.
El velero penetró en la pequeña cala natural que abrigaban los acantilados al pie de la Casa del Cabo. Con destreza largamente ensayada, abatió la vela y permitió que la propia inercia de la corriente arrastrase el casco hasta el embarcadero. Ismael cogió un cabo y saltó a tierra para sujetar el bote. Una vez que el velero estuvo asegurado, Ismael tendió su mano a Irene.
– Por cierto, Hornero era ciego. ¿Cómo podía saber él de qué color era el mar? -preguntó la muchacha.
Ismael tomó su mano y, de un fuerte impulso, la izó hasta el embarcadero.
– Una razón más para creer sólo en lo que ves -respondió el chico, sosteniendo todavía su mano.
Las palabras de Lazarus durante la primera noche en Cravenmoore acudieron a la mente de Irene. -A veces los ojos engañan -apuntó.
– No a mí.
– Gracias por la travesía.
Ismael asintió, dejando escapar su mano lentamente.
– Hasta el sábado.
– Hasta el sábado.
Ismael saltó de nuevo al velero, aflojó el cabo y permitió que la corriente lo alejase del embarcadero mientras izaba de nuevo la vela. El viento lo llevó hasta la bocana de la cala y, en apenas unos segundos, el Kyaneos se adentró en la bahía cabalgando sobre las olas.
Irene permaneció en el embarcadero, observando cómo la vela blanca se empequeñecía en la inmensidad de la bahía. En algún momento advirtió que todavía llevaba la sonrisa pegada al rostro y que un hormigueo sospechoso le recorría las manos. Supo entonces que aquélla iba a ser una semana muy, muy larga.