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– ¿Qué tal tu día? -preguntó.

Irene tragó saliva. Su madre sonrió pícaramente. -Puedes contármelo.

Irene se sentó junto a su madre, dejándose abrazar por ella.

– ¿Y el tuyo? -preguntó la muchacha-o ¿Qué tal te ha ido a ti?

Simone dejó escapar un suspiro, recordando la tarde en compañía de Lazarus.

Abrazó en silencio a su hija y sonrió para sí. -Un día extraño, Irene. Supongo que me hago mayor.

– Qué tontería.

La joven miró en los ojos de su madre. -¿Algo va mal, mamá?

Simone sonrió débilmente y negó en silencio. -Echo de menos a tu padre -respondió finalmente, mientras una lágrima se deslizaba sobre su mejilla hasta sus labios.

– Papá se fue -dijo Irene-. Tienes que dejarlo ir.

– No sé si quiero dejarlo ir.

Irene la estrechó en sus brazos y oyó cómo Simone derramaba sus lágrimas en la oscuridad.

6. EL DIARIO DE ALMA MALTISSE

El día siguiente amaneció envuelto en un manto de bruma. Las primeras luces del alba sorprendieron a Irene todavía enfrascada en la lectura del diario que Ismaelle había confiado. Lo que había empezado como simple curiosidad horas atrás había ido creciendo a lo largo de la noche, hasta transformarse en una obsesión. Desde la primera línea empañada por el tiempo, la caligrafía de aquella misteriosa dama desaparecida en las aguas de la bahía se había revelado como un jeroglífico hipnótico, un enigma sin resolución que había alejado de la muchacha cualquier atisbo de sueño.

Hoy he visto por vez primera el rostro de la sombra. Me observaba en silencio desde la oscuridad, acechante e inmóvil. Sé perfectamente lo que había en aquellos ojos, aquella fuerza que la mantenía viva: odio. He podido sentir su presencia y he sabido que, tarde o temprano, nuestros días en este lugar se convertirán en una pesadilla. Es ahora cuando me doy cuenta de toda la ayuda que él necesita y de que, pase lo que pase, no puedo dejarlo solo…

Página tras página, la voz secreta de aquella mujer parecía hablarle en susurros, entregándole las confidencias y los secretos que habían permanecido sumergidos y olvidados durante años. Seis horas después de haber iniciado la lectura del diario, la dama desconocida se había convertido en una especie de amiga invisible, de voz varada en la niebla que, a falta de otro consuelo, la había escogido a ella para depositar sus secretos, sus memorias, y el enigma de aquella noche que habría de llevarla a la muerte en las frías aguas del islote del faro, aquella noche de septiembre.

Ha sucedido de nuevo. Esta vez han sido mis ropas. Esta mañana, al acudir a mi vestidor, he encontrado la puerta de mi armario abierta y todos mis vestidos, los vestidos que él me ha regalado durante años, hechos jirones, destrozados como si el filo de cien cuchillos los hubiese cercenado. Hace siete días fue mi anillo de compromiso. Lo encontré deformado y destrozado en el suelo. Otras joyas han desaparecido. Los espejos de mi habitación están rajados. Cada día su presencia es más fuerte y su rabia más palpable. Es sólo cuestión de tiempo que sus ataques dejen de concentrarse en mis pertenencias y lo hagan en mí. Es a mí a quien odia. Es a mí a quien quiere ver muerta. No hay sitio para ambas en este lugar…

El amanecer había tendido un tapiz de cobre sobre el mar cuando Irene desgranó la última página del diario. Por un instante pensó que jamás había sabido tantas cosas acerca de nadie. Nunca persona alguna, ni su propia madre, había revelado todos los secretos de su espíritu ante ella con la sinceridad con que aquel diario desnudaba los pensamientos de aquella mujer que, irónicamente, le era desconocida. Una mujer que había muerto años antes de que ella viese la luz.

No tengo a nadie con quien hablar, nadie a quien confesar el horror que me invade el alma día tras día. A veces desearía volver atrás, rehacer mis pasos en el tiempo. Es entonces cuando más comprendo que mi miedo y mi tristeza no pueden compararse con los suyos, que él me necesita y que, sin mí, su luz se apagaría para siempre. Sólo pido a Dios que nos dé fuerzas para sobrevivir, para huir del alcance de la sombra que se cierne sobre nosotros.

Cada línea que escribo en este diario me parece la última.

Por algún motivo Irene descubrió que sentía ganas de llorar. En silencio, derramó sus lágrimas en recuerdo de aquella dama invisible cuyo diario había encendido una luz en su propio interior. Acerca de la identidad de su autora, cuanto el diario aclaraba era un par de palabras en el vértice de la primera hoja.

Poco después, Irene contempló la vela del Kyaneos desgarrar la neblina rumbo a la Casa del Cabo. Cogió el diario y, casi de puntillas, se encaminó hacia su nueva cita con Ismael.

En tan sólo unos minutos, el barco se abrió camino entre la corriente que batía en el extremo del cabo y se adentró en la Bahía Negra. La luz de la mañana esculpía siluetas en las paredes de los acantilados que formaban buena parte de la costa de Normandía, muros de roca que se enfrentaban al océano. Los reflejos del sol sobre el agua dibujaban destellos cegadores de espuma y plata encendida. El viento del norte impulsaba el velero con fuerza, la quilla segando la superficie como una daga. Para Ismael, aquello era simple rutina; para Irene, las mil y una noches.

A los ojos de una marinera novata como ella, aquel desbordante espectáculo de luz yagua parecía llevar la promesa invisible de mil aventuras y otros tantos misterios que esperaban ser descubiertos bajo el manto del océano. Al timón, Ismael se mostraba inusualmente sonriente y encaminaba el velero rumbo a la laguna. Irene, víctima agradecida del embrujo del mar, siguió con su relato de cuanto había averiguado en su primera lectura del diario de Alma Maltisse.

– Evidentemente, lo escribía para sí misma -explicó la joven-o Es curioso que nunca mencione a nadie por su nombre. Es como un relato de gente invisible.

– Es impenetrable -apuntó Ismael, quien había dejado por imposible la lectura del diario tiempo atrás.

– En absoluto -objetó Irene-. Lo que ocurre es que para entenderlo hay que ser una mujer.

Los labios de Ismael parecieron a punto de disparar una réplica ante la aseveración de su copiloto, pero por algún motivo, sus pensamientos se batieron en retirada.

Al poco, el viento de popa los condujo hasta la boca de la laguna. Un estrecho paso entre las rocas esbozaba una bocana en un puerto natural. Las aguas de la laguna, de apenas tres o cuatro metros de profundidad, eran un jardín de esmeraldas transparentes, y el fondo arenoso parpadeaba como un velo de gasas blancas a sus pies. Irene contempló boquiabierta la magia que el arco de la laguna confinaba en su interior. Una bandada de peces danzaba bajo el casco del Kyaneos, igual que dardos de plata brillando intermitentemente.

– Es increíble -balbuceó Irene.

– Es la laguna -aclaró Ismael, más prosaico.

Después, mientras ella seguía bajo los efectos de una primera visita a aquel paraje, el chico aprovechó para arriar las velas y anclar el velero. El Kyaneos se meció lentamente, una hoja en la calma de un estanque.

– Bien. ¿Quieres ver esa cueva o no?

Por toda respuesta, Irene le ofreció una sonrisa desafiante y, sin apartar los ojos de los suyos, se despojó de su vestido lentamente. Las pupilas de Ismael se expandieron como platos. Su imaginación no había anticipado semejante espectáculo. Irene, pertrechada con un sucinto bañador, cuya brevedad habría hecho que su madre jamás lo hubiera considerado merecedor de dicho nombre, sonrió ante el semblante de Ismael. Tras aturdirlo un par de segundos con la visión, justo lo necesario para no dejarlo acostumbrarse a ella, saltó al agua y se sumergió bajo la lámina de reflejos ondulantes. Ismael tragó saliva. O él era muy lento o aquella muchacha era demasiado rápida para él. Sin pensado dos veces, saltó al agua tras ella. Necesitaba un baño.

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