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Los ojos escarlatas del ángel brillaban con intensidad en el fondo de la gruta. El enorme peso de la criatura le impedía emerger a flote. Un rugido de ira llegó hasta ellos a través de las aguas. Aquella presencia que manipulaba el ángel se retorcía de rabia al comprobar que su títere asesino había caído en una trampa que lo hacía inservible. Aquella masa de metal jamás conseguiría llegar a la superficie. Estaba condenado a permanecer en el fondo de la cueva hasta que el mar lo transformase en un montón de chatarra oxidada.

Los muchachos se quedaron allí, observando cómo el brillo de aquellos dos ojos palidecía y se desvanecía bajo las aguas para siempre. Ismael dejó escapar un suspiro de alivio. Irene lloró en silencio.

– Se acabó -murmuraba temblando la muchacha-. Se acabó.

– No -dijo Ismael-. Eso no era más que una máquina, sin vida ni voluntad. Algo la movía desde el interior. Lo que ha intentado matarnos sigue ahí…

– Pero ¿qué es?

– No lo sé…

En aquel momento, una explosión se produjo en el fondo de la caverna. Una nube de burbujas negras emergió a la superficie, fundiéndose en un espectro negro que reptó sobre las paredes de roca hacia la entrada en la cúspide de la gruta. La sombra se detuvo y los observó desde allí.

– ¿Se marcha? -preguntó Irene, aterrada.

Una risa cruel y envenenada inundó la gruta. Ismael negó lentamente con la cabeza.

– Nos deja aquí… -dijo el muchacho-, para que la marea haga el resto…

La sombra escapó a través de la entrada a la cueva.

Ismael suspiró y condujo a Irene hasta una pequeña roca que emergía a la superficie y ofrecía el espacio justo para ambos. La aupó hasta la roca y la rodeó con los brazos. Temblaban de frío y estaban heridos, pero por unos minutos se limitaron a tenderse sobre la roca y respirar profundamente, en si1encio. En algún momento, Ismael advirtió que el agua parecía rozarle los pies de nuevo, y comprendió que la marea estaba subiendo. No era aquel ser que los perseguía quien había caído en la trampa, sino ellos mismos…

La sombra los había abandonado a merced de una muerte lenta y terrible.

10. ATRAPADOS

El mar rugía al romper en la boca de la Cueva de los Murciélagos. Las frías corrientes de la Bahía Negra irrumpían con fuerza entre los canales de roca, creando un rumor estremecedor por el eco interno de la caverna, sumida en la oscuridad. El orificio de entrada en la roca se alzaba sobre ellos, lejano e inalcanzable, simulando el ojo de una cúpula. En unos minutos el nivel del agua había ascendido unos centímetros. Irene no tardó en advertir que la superficie de roca que ocupaban, como náufragos, se reducía. Milímetro a milímetro.

– La marea está subiendo -murmuró. Ismael se limitó a asentir, abatido.

– ¿Qué nos va a pasar? -preguntó ella, intuyendo la respuesta, pero esperando que el chico, inagotable caja de sorpresas, se sacase de la manga algún ardid de última hora.

Él le dirigió una mirada sombría. Las esperanzas de Irene se desvanecieron al instante.

– Cuando sube la marea, bloquea la entrada de la cueva -explicó Ismael-. Y ya no hay otra salida de esta cueva que ese orificio en la cúspide, pero no existe modo alguno de llegar a él desde aquí abajo.

Hizo una pausa y su rostro se sumergió en las sombras.

– Estamos atrapados -concluyó.

La idea de la marea subiendo lentamente hasta ahogados como ratas en una pesadilla de oscuridad y frío le heló la sangre a Irene. Mientras huían de aquella criatura mecánica, la adrenalina había bombeado suficiente excitación en sus venas como para nublar su capacidad de razonar. Ahora, temblando de frío en la oscuridad, la perspectiva de una muerte lenta se le antojaba insufrible.

– Tiene que haber otro modo de salir de aquí -apuntó.

– No lo hay.

– ¿ y qué vamos a hacer?

– De momento, esperar…

Irene comprendió que no podía seguir presionando al muchacho en busca de respuestas. Probablemente él, consciente del riesgo que la cueva entrañaba, estaba más asustado que ella. Y, pensándolo bien, un cambio de conversación tampoco les vendría mal.

– Hay algo… Mientras estábamos en Cravenmoore… -empezó-. Cuando entré en aquella habitación, vi algo allí. Algo sobre Alma Maltisse…

Ismael le dirigió una mirada impenetrable. -Creo…, creo que Alma Maltisse y Alexandra Jann son una misma persona. Alma Maltisse era el nombre de soltera de Alexandra, antes de casarse con Lazarus -explicó Irene.

– Eso es imposible. Alma Maltisse se ahogó en el islote del faro hace años -objetó Ismael.

– Pero nadie encontró su cuerpo…

– Es imposible -insistió el chico.

– Mientras estuve en aquella habitación, me fijé en su retrato y… Había alguien tendido en la cama. Una mujer.

Ismael se frotó los ojos y trató de poner sus pensamientos en claro.

– Un momento. Supongamos que tienes razón.

Supongamos que Alma Maltisse y Alexandra Jann son una misma persona. ¿Quién es la mujer que viste en Cravenmoore? ¿Quién es la mujer que durante todos estos años ha permanecido encerrada en ese lugar, asumiendo la identidad de la esposa enferma de Lazarus? -preguntó.

– No lo sé… Cuanto más sabemos de este asunto, menos lo entiendo -dijo Irene-. Y hay algo más que me preocupa. ¿Qué significado tenía la figura que vimos en la fábrica de juguetes? Era una réplica de mi madre. Sólo de pensado se me ponen los pelos de punta. Lazarus está construyendo un juguete con el rostro de mi madre…

Una oleada de agua helada les bañó los tobillos. El nivel del mar había subido por lo menos un palmo desde que estaban allí. Ambos intercambiaron una mirada angustiada. El mar rugió de nuevo y una bocanada de agua atronó en la entrada de la caverna. Aquélla prometía ser una noche muy larga.

La medianoche había dejado un rastro de niebla sobre los acantilados que trepaba escalón a escalón desde el embarcadero hasta la Casa del Cabo. El farol de aceite todavía se balanceaba en el porche, agonizante. A excepción del rumor del mar y el susurro de las hojas en el bosque, el silencio era absoluto. Dorian yacía en la cama sujetando un pequeño vaso de cristal en cuyo interior sostenía una vela encendida. No quería que su madre viese luz, y tampoco se fiaba de su lámpara después de lo ocurrido. La llama danzaba caprichosamente bajo su aliento como el espíritu de una hada de fuego. Un desfile de reflejos le descubría formas insospechadas en cada rincón. Dorian suspiró. Aquella noche no podría pegar ojo ni por todo el oro del mundo.

Poco después de despedir a Lazarus, Simone se había asomado a su dormitorio para asegurarse de que estaba bien. Dorian se había acurrucado bajo las sábanas completamente vestido, ofreciendo una de sus antológicas interpretaciones del dulce sueño de los inocentes, y su madre se había retirado a su habitación complacida y dispuesta a hacer lo propio. De eso hacía ya horas, quizá años, según las estimaciones del chico. La interminable madrugada le había dado oportunidad de comprobar hasta qué punto sus nervios estaban tensos como las cuerdas de un piano. Cada reflejo, cada crujido, cada sombra amenazaba con dispararle el corazón al galope.

Lentamente, el aliento de la llama de la vela se fue extinguiendo hasta reducirse a una diminuta burbuja azul, cuya palidez apenas conseguía penetrar en la penumbra. En un instante, la oscuridad volvió a ocupar el espacio al que había renunciado a regañadientes. Dorian podía sentir el goteo de la cera caliente endureciéndose en el vaso. Apenas unos centímetros más allá, sobre la mesilla, el ángel de plomo que Lazarus le había regalado lo observaba en silencio. «Ya está bien», pensó Dorian, resuelto a aplicar su técnica predilecta para combatir insomnios y pesadillas: comer algo.

Apartó las sábanas y se levantó. Decidió no ponerse los zapatos, para evitar los cien mil crujidos que parecían acudir a sus pies cada vez que pretendía deslizarse sigilosamente por la Casa del Cabo y, reuniendo todo el valor que le quedaba intacto, cruzó de puntillas la habitación hasta la puerta. Abrir la cerradura sin ofrecer el habitual concierto de goznes herrumbrosos a medianoche le llevó unos diez segundos largos, pero valió la pena. Abrió la puerta con lentitud exagerada y examinó el panorama. El corredor se perdía en la penumbra y la sombra de la escalera trazaba una trama de claroscuros sobre la pared. No se apreciaba ni el movimiento de una mota de polvo en el aire. Dorian cerró la puerta a su espalda y se deslizó cuidadosamente hasta el pie de la escalera, cruzando frente a la puerta del dormitorio de Irene.

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