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– ¡No mires abajo! -gritó.

Habían avanzado apenas un metro justo cuando la garra del ángel asomó por la ventana a su espalda; sus uñas arrancaron una lluvia de chispas sobre la roca, horadando cuatro cicatrices en la piedra. Irene gritó al sentir que sus pies temblaban sobre la cornisa y su cuerpo parecía balancearse peligrosamente hacia el vacío.

– No puedo seguir, Ismael-anunció-. Si doy un paso más, me caeré.

– Puedes. Y lo harás. Andando -la urgió él, aferrándola de la mano con fuerza-. Si te caes, nos caemos los dos.

La muchacha trató de sonreírle. De pronto, un par de metros más adelante, una de las ventanas explotó violentamente y proyectó mil pedazos de vidrio hacia el exterior. Las garras del ángel asomaron por ella y, un instante después, todo el cuerpo de la criatura se adhirió a la fachada como una araña.

– Dios mío… -gimió Irene.

Ismael intentó retroceder, tirando de ella. El ángel reptó sobre la piedra; su silueta se confundía casi con los rostros diabólicos de las gárgolas que apuntalaban el friso superior de la fachada de Cravenmoore.

La mente del chico examinó el campo visual que se abría ante ellos a toda velocidad. La criatura avanzaba palmo a palmo en su dirección. -Ismael…

– ¡Ya lo sé, ya lo sé!

El muchacho calculó las posibilidades que tenían de sobrevivir a un salto desde aquella altura. Cero, siendo generoso. La alternativa de volver a entrar en la habitación requería demasiado tiempo. En el intervalo que tardasen en rehacer sus pasos sobre la cornisa, el ángel estaría sobre ellos. Sabía que le quedaban apenas unos segundos para tomar la decisión, fuera cual fuese. La mano de Irene se aferró con fuerza a la suya; estaba temblando. El chico dirigió una última mirada al ángel, que reptaba hacia ellos lenta pero inexorablemente. Tragó saliva y miró en dirección contraria. El sistema de canalización del desagüe descendía junto a la fachada a sus pies. La mitad de su cerebro se estaba preguntando si aquella estructura podría soportar el peso de dos personas, mientras la otra mitad estaba tramando el modo de asirse a aquella gruesa cañería, su última oportunidad.

– Agárrate fuerte a mí -murmuró por fin. Irene lo miró; luego miró hacia el suelo, un abismo, y leyó su pensamiento. -¡Ay, Dios mío!

Ismaelle guiñó un ojo. -Buena suerte -susurró.

La garra del ángel se clavó a cuatro centímetros de su rostro. Irene gritó y se aferró a Ismael, cerrando los ojos. Estaban cayendo en un descenso vertiginoso. Cuando la muchacha volvió a abrirlos, ambos estaban suspendidos en el vacío. Ismael descendía por el canal de desagüe prácticamente sin poder frenar su trayectoria. El estómago se le subió a la garganta. Sobre ellos, el ángel golpeó la cañería, aplastándola contra la fachada. Ismael notó que el roce le arrancaba la piel de las manos y los antebrazos sin piedad, produciendo una quemazón que, al cabo de pocos segundos, habría de convertirse en un dolor agudo. El ángel reptó hacia ellos y trató de agarrar el canalón… Su propio peso lo arrancó de la pared.

y la masa metálica de la criatura se precipitó al vacío, arrastrando tras de sí toda la cañería. Ésta, con Ismael e Irene, trazó un arco en el aire hacia el suelo. El muchacho luchó por no perder el control, pero el dolor y la velocidad a la que caían pudieron más que sus esfuerzos.

La cañería resbaló entre sus brazos y ambos se vieron cayendo sobre el gran estanque que bordeaba el ala oeste de Cravenmoore. El impacto sobre la lámina helada de agua negra los golpeó con rabia. La inercia de la caída los propulsó hasta el fondo resbaladizo de la laguna. Irene sintió que el agua helada le penetraba por las fosas nasales y le quemaba la garganta. Una oleada de pánico la asaltó. Abrió los ojos bajo el agua y sólo vio un pozo de negrura entre el escozor. Una silueta apareció a su lado: Ismael. El muchacho la agarró y la llevó a la superficie. Ambos emergieron al aire libre con una exhalación.

– De prisa -urgió Ismael.

Irene advirtió marcas y heridas en sus manos y sus brazos.

– No es nada -mintió el muchacho, saltando fuera del estanque.

Ella lo siguió. Sus ropas estaban empapadas y el frío de la noche las adhería a su cuerpo simulando un doloroso manto de escarcha sobre la piel. Ismael escrutó las sombras a su alrededor.

– ¿Dónde está? -preguntó Irene.

– Tal vez el impacto de la caída lo ha…

Algo se movió entre los arbustos. En seguida reconocieron los dos ojos escarlatas. El ángel seguía allí y, fuera lo que fuese lo que guiaba sus movimientos, no estaba dispuesto a dejarlos escapar con vida.

– ¡Corre!

Ambos se precipitaron a toda velocidad hacia el umbral del bosque. Sus ropas empapadas dificultaban la marcha, y el frío empezaba a calar sus huesos. El sonido del ángel entre la maleza llegó hasta ellos. Ismael tiró con fuerza de la chica, dirigiéndose hacia la zona más profunda del bosque, donde la niebla se espesaba.

– ¿Adónde vamos? -gimió Irene, consciente de que estaban internándose en una parte del bosque que le era desconocida.

Ismael no se molestó en contestar y se limitó a tirar de ella desesperadamente. Irene sintió la maleza desgarrándole la piel de los tobillos y el peso de la fatiga consumiéndole los músculos. No podía mantener aquel ritmo mucho más. En cuestión de segundos, la criatura los alcanzaría en las entrañas del bosque y los despedazaría con sus garras.

– No puedo seguir…

– ¡Sí puedes!

El muchacho la estaba arrastrando. La cabeza le daba vueltas y podía oír las ramas rotas crujiendo a sus espaldas, a escasos metros de ellos. Por un instante pensó que iba a desvanecerse, pero una punzada de dolor en la pierna la devolvió a una dolorosa conciencia. Una de las garras del ángel había emergido de entre los arbustos y le había abierto un corte en el muslo. La chica gritó. El rostro de la criatura surgió tras ellos. Irene intentó cerrar los ojos, pero no pudo apartar la mirada de aquel infernal depredador.

En aquel momento, la entrada de una gruta disimulada en la maleza apareció frente a ellos. Ismael se lanzó hacia el interior, arrastrándola consigo. Luego éste era el lugar hacia el que la estaba llevando. Una cueva. ¿Acaso Ismael creía que el ángel no dudaría en darles caza allí? Por toda respuesta, Irene oyó el sonido de las garras arañando las paredes de roca de la gruta. Ismael la arrastró a través del angosto túnel hasta detenerse junto a un orificio en el suelo, un agujero en el vacío. Un frío viento impregnado de salitre emanaba del interior. Un rumor intenso rugía más allá, en la oscuridad. Agua. El mar.

– ¡Salta! -le ordenó el chico.

Irene observó el orificio negro. A sus ojos, una entrada directa al infierno resultaba más apetecible. -¿Qué hay ahí abajo?

Ismael suspiró, agotado. Los pasos del ángel sonaban próximos. Muy próximos.

– Es una entrada a la Cueva de los Murciélagos.

– ¿Ésta es la segunda entrada? ¡Dijiste que era peligrosa!

– No tenemos elección…

Las miradas de ambos se encontraron en la penumbra. Dos metros más allá, el ángel negro hizo crujir sus garras. Ismael asintió. La chica tomó su mano y, cerrando los ojos, saltó al vacío. El ángel se lanzó tras ellos y atravesó la entrada a la gruta, cayendo hacia el interior de la caverna.

El descenso a través de la oscuridad se hizo infinito. Cuando finalmente sus cuerpos se sumergieron en el mar, una punzada de frío se filtró por cada poro de su piel, mordiente. Al emerger a la superficie, apenas un hilo de claridad se filtraba desde el agujero en la cúspide de la gruta. El vaivén de la marea los impulsaba contra unos muros de roca afilada.

– ¿Dónde está? -preguntó Irene, luchando por contener el temblor que le provocaba la gélida temperatura del agua.

Durante unos segundos, ambos se abrazaron en silencio, esperando que en cualquier momento aquella invención infernal emergiese de las aguas y pusiera fin a sus vidas en la oscuridad de aquella caverna. Pero ese momento nunca llegó. Ismael fue el primero en advertirlo.

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