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Lazarus Joseph Jann

1915

Una brizna de madera encendida chasqueó entre el fuego, escupiendo pequeñas chispas que se desvanecieron al contacto con el suelo. Irene cerró el libro y lo depositó sobre el escritorio. Fue entonces cuando advirtió que, en el otro extremo de la estancia, tras el velo que ondeaba en el palanquín que rodeaba el lecho, alguien la observaba. Una silueta esbelta yacía tendida sobre la cama. Una mujer. Irene avanzó unos pasos hacia ella. La mujer alzó una mano.

– ¿Alma? -susurró Irene, aterrada por el sonido de su propia voz…

La muchacha recorrió los metros que la separaban del lecho y se detuvo al otro lado. El corazón le batía con fuerza y respiraba entrecortadamente.

Despacio, empezó a separar los cortinajes. En aquel instante, una fría ráfaga de aire cruzó la estancia y agitó los velos suspendidos. Irene se volvió a mirar a la puerta. Una sombra se extendía sobre el suelo, como un gran charco de tinta esparciéndose bajo la puerta. Un sonido fantasmal, una voz lejana y llena de odio, pareció susurrar algo desde la oscuridad.

Un instante después, la puerta se abrió con una fuerza incontenible y golpeó contra el interior de la habitación, prácticamente arrancando los goznes que la sujetaban. Cuando la garra de uñas afiladas como largas cuchillas de acero emergió de las sombras, Irene gritó hasta donde le llegó la voz.

Ismael empezaba a pensar que había cometido algún error al tratar de ubicar mentalmente la habitación de Hannah. Cuando ella le había descrito la casa, el muchacho había trazado su propio plano de Cravenmoore. Una vez en el interior, sin embargo, la estructura laberíntica de la mansión se le antojaba indescifrable. Todas las habitaciones del ala que había decidido explorar estaban cerradas a cal y canto. Ni una sola de las cerraduras había cedido a sus artes, y el reloj no parecía mostrar compasión alguna para con su completo fracaso.

Los quince minutos acordados se habían evaporado en vano, y la idea de abandonar la búsqueda por aquella noche empezaba a resultarle tentadora. Un simple vistazo al lúgubre decorado de aquel lugar le sugería mil y una excusas con tal de escapar de él. Ya había tomado la decisión de abandonar la mansión cuando oyó el grito de Irene, apenas un hilo de voz atravesando las tinieblas de Cravenmoore desde algún lugar recóndito. El eco se esparció en varias direcciones. Ismael sintió la punzada de adrenalina quemándole las venas y se lanzó tan de prisa como sus piernas se lo permitieron hacia el otro extremo de aquella monumental galería.

Sus ojos apenas se detuvieron en el siniestro túnel de formas tenebrosas que se deslizaba a su alrededor. Cruzó bajo el halo espectral de la linterna en la cúspide y rebasó la encrucijada de galerías en torno a la escalinata central. El entramado de baldosas del suelo parecía extenderse bajo sus pies, y la vertiginosa fuga del pasillo se alargaba frente a sus ojos como un corredor que cabalgase hacia el infinito.

Los gritos de Irene llegaron de nuevo a sus oídos, esta vez más cercanos. Ismael atravesó el umbral de cortinajes transparentes y por fin detectó la entrada a la cámara del extremo del ala oeste. Sin pensarlo un segundo, el muchacho se lanzó al interior, desconocedor de lo que lo esperaba allí dentro.

La fisonomía velada de una monumental habitación se desplegó ante sus ojos a la luz de las brasas que chispeaban en el fuego. La silueta de Irene, recortada contra un amplio ventanal bañado en luz azul, lo reconfortó por un instante, pero pronto pudo leer el terror ciego en los ojos de la muchacha. Ismael se volvió instintivamente y la visión que descubrió frente a sí le nubló la mente, paralizándolo como hubiese hecho la danza hipnótica de una serpiente.

Alzándose de entre las sombras, una titánica silueta desplegó dos grandes alas negras, las alas de un murciélago. O de un demonio.

El ángel extendió dos largos brazos, coronados por dos garras, a su vez formadas por dedos largos y oscuros, y el filo acerado de sus uñas brilló frente a su rostro, velado por una capucha.

Ismael retrocedió un paso en dirección al fuego y el ángel alzó el rostro, desvelando sus facciones a la claridad de las llamas. Había algo más en aquella siniestra figura que una simple máquina. Algo se había refugiado en su interior, convirtiéndola en un títere infernal, una presencia palpable y maléfica. El muchacho luchó por no cerrar los ojos y agarró el extremo intacto de un tronco medio reducido a brasas. Blandiendo el tronco encendido frente al ángel, señaló la puerta de la habitación.

– Ve hacia la puerta lentamente -le murmuró a Irene.

La muchacha, paralizada por el pánico, ignoró sus palabras.

– Haz lo que te he dicho -ordenó Ismael enérgicamente.

El tono de su voz despertó a Irene. Asintió temblando e inició su camino en dirección a la puerta. Apenas había recorrido un par de metros cuando el rostro del ángel se volvió hacia ella como un depredador atento y paciente. Irene sintió sus pies fundirse con el suelo.

– No lo mires y sigue andando -indicó Ismael, sin cesar de blandir el tronco frente al ángel.

Irene dio un paso más. La criatura ladeó la cabeza hacia ella y la joven dejó escapar un gemido.

Ismael, aprovechando la distracción, golpeó con el tronco al ángel en un lado de la cabeza. El impacto levantó una lluvia de briznas encendidas. Antes de que pudiese retirar el tronco, una de las garras aferró el madero y unas uñas de cinco centímetros, poderosas como cuchillos de caza, lo hicieron añicos ante sus ojos. El ángel dio un paso hacia Ismael. El muchacho pudo sentir la vibración sobre el piso bajo el peso de su oponente.

– Eres sólo una maldita máquina. Un maldito montón de hojalata… -murmuró, tratando de borrar de su mente el efecto aterrador de aquellos dos ojos escarlatas que asomaban bajo la capucha del ángel.

Las pupilas demoníacas de la criatura se redujeron lentamente hasta formar un filamento sangrante sobre córneas de obsidiana, emulando los ojos de un gran felino. El ángel dio otro paso hacia él. Ismael echó un rápido vistazo en dirección a la puerta. Mediaban más de ocho metros hasta ella. No tenía escapatoria posible, pero Irene sí.

– Cuando te lo diga, echa a correr hacia la puerta y no pares hasta que estés fuera de la casa.

– ¿Qué estás diciendo?

– No discutas ahora -protestó Ismael, sin apartar los ojos de la criatura-. ¡Corre!

El muchacho estaba calculando mentalmente el tiempo que podía tardar en correr hasta la ventana y tratar de escapar por los riscos de la fachada cuando sucedió lo inesperado. Irene, en vez de dirigirse hacia la puerta y huir, asió un madero encendido del fuego y se encaró con el ángel.

– Mírame, mal nacido -gritó, prendiendo la capa que cubría al ángel con las llamas del tronco y arrancando un alarido de rabia a la sombra que se ocultaba en su interior.

Ismael, atónito, se lanzó hacia Irene y llegó justo a tiempo de derribarla sobre el suelo, antes de que las cinco cuchillas de la garra la rebanasen en el aire. La capa del ángel se transformó en un manto de llamas y la colosal silueta de la criatura se tornó en una espiral de fuego. Ismael agarró a Irene del brazo y la incorporó. Juntos trataron de correr hacia la salida, pero el ángel se interpuso en su camino tras arrancarse la capa de fuego que lo enmascaraba. Una estructura de acero ennegrecido afloró bajo las llamas.

Ismael, sin soltar a la chica ni un segundo (en previsión de nuevas intentonas de heroísmo), la arrastró hasta la ventana y lanzó una de las sillas contra el cristal. Una lluvia de cristales estalló sobre ellos y el frío viento de la noche impulsó los cortinajes hasta el techo. Sentían los pasos del ángel avanzando hacia ellos a su espalda.

– ¡Rápido! ¡Salta a la cornisa! -gritó el muchacho.

– ¿Qué? -gimió una incrédula Irene.

Sin entretenerse en razonar, él la empujó hasta el exterior. La muchacha cruzó las fauces abiertas en el cristal y se encontró con una caída en vertical de casi cuarenta metros. El corazón le dio un vuelco, convencida de que en décimas de segundo su cuerpo se precipitaría al vacío. Ismael, sin embargo, no aflojó su presa ni un ápice y de un tirón la aupó de nuevo sobre la estrecha cornisa que bordeaba la fachada, como un pasillo entre las nubes. Él saltó tras ella y la empujó hacia adelante. El viento le heló el sudor que le caía por el rostro.

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