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– Siempre me das las gracias y no sé por qué…

Gracias a ti, por venir.

Irene ardía en deseos de preguntarle cuándo volverían a verse, pero una vez más su instinto le aconsejó guardar silencio. Ismael liberó el cabo de proa y el Kyaneos se alejó en la corriente.

Mientras contemplaba el velero marcharse, Irene se detuvo en la escalinata de piedra del acantilado. Una bandada de gaviotas lo escoltaba en su rumbo hacia las luces del muelle. Más allá, entre las nubes, la luna tendía un puente de plata sobre el mar, guiando el velero de vuelta al pueblo.

Irene recorrió el camino a través de la escalera de piedra luciendo una sonrisa en los labios que nadie podía ver. Demonios, cómo le gustaba aquel chico…

Nada más entrar en casa, Irene notó que algo andaba mal. Todo estaba demasiado ordenado, demasiado tranquilo, demasiado silencioso. Las luces del salón de la planta baja bañaban la penumbra azulada de aquella tarde de nubes. Dorian, sentado en una de las butacas, contemplaba las llamas del hogar en silencio. Simone, de espaldas a la puerta, observaba el mar desde el ventanal de la cocina, con una taza de café frío en la mano. El único sonido era el murmullo del viento acariciando las veletas del techo.

Dorian y su hermana intercambiaron una mirada. Irene se acercó hasta su madre y posó una mano sobre su hombro. Simone Sauvelle se volvió. Había lágrimas en sus ojos.

– ¿Qué ha pasado, mamá?

Su madre la abrazó. Irene apretó las manos de su madre entre las suyas. Estaban frías. Temblaban.

– Es Hannah -murmuró Simone.

Un largo silencio. El viento arañó los postigos de la Casa del Cabo.

– Ha muerto -añadió.

Lentamente, como un castillo de naipes, el mundo se derrumbó alrededor de Irene.

7. UN CAMINO DE SOMBRAS

La carretera que corría junto a la Playa del Inglés reflejaba la tez del crepúsculo y tendía una serpentina escarlata hasta el pueblo. Irene, pedaleando en la bicicleta de su hermano, volvió la vista hacia la Casa del Cabo. Las palabras de Simone y el horror en sus ojos al ver a su hija abandonar la casa precipitadamente al crepúsculo todavía pesaban en ella, pero la imagen de Ismael navegando rumbo a la noticia de la muerte de Hannah ejercía más fuerza que cualquier remordimiento.

Simone le había explicado que, unas horas antes, dos excursionistas habían encontrado el cuerpo de Hannah cerca del bosque. Desde aquel momento, la noticia había despertado la desolación, la murmuración y el dolor entre quienes habían tenido la fortuna de tratar a la dicharachera muchacha.

Se sabía que su madre, Elisabet, había sufrido una crisis nerviosa al conocer los hechos y que permanecía bajo los efectos de sedantes administrados por el doctor Giraud. Pero poco más.

Los rumores acerca de una antigua cadena de crímenes que habían turbado la vida local años atrás habían vuelto a la superficie. Había quienes querían ver en la desgracia una nueva entrega en la macabra saga de asesinatos sin resolver que habían tenido lugar en el bosque de Cravenmoore durante la década de los años veinte.

Otros preferían esperar a conocer más detalles acerca de las circunstancias que habían rodeado la tragedia. El vendaval de murmuraciones, sin embargo, no arrojaba luz alguna respecto a la posible causa del fallecimiento. Los dos excursionistas que habían tropezado con el cuerpo llevaban horas prestando declaración en las dependencias de la gendarmería, y dos expertos forenses de La Rochelle -se decía- estaban en camino. A partir de ahí, la muerte de Hannah era un misterio.

Apresurándose tanto como pudo, Irene llegó al pueblo cuando el disco del sol ya se había sumergido totalmente en el horizonte. Las calles estaban desiertas y las pocas siluetas que las recorrían lo hacían en silencio, como sombras sin dueño. La muchacha dejó la bicicleta junto a un viejo farol que alumbraba el pie del callejón, donde se ubicaba el hogar de los tíos de Ismael. La casa era una construcción sencilla y sin pretensiones, un hogar de pescadores junto a la bahía. La última mano de pintura acusaba décadas, y la cálida luz de dos faroles de aceite desentrañaba los rasgos de una fachada labrada por el viento del mar y el salitre.

Irene, con el estómago encogido, se acercó al umbral de la casa, temerosa de llamar a la puerta. ¿Con qué derecho osaba turbar el dolor de la familia en un momento así? ¿En qué estaba pensando?

De pronto detuvo sus pasos, incapaz de avanzar ni de retroceder, varada entre la duda y la necesidad de ver a Ismael, de estar a su lado en un momento como aquél. En ese instante, la puerta de la casa se abrió, y la silueta oronda y severa del doctor Giraud, el galeno local, descendió calle abajo. Los ojos brillantes y escudados en lentes del médico advirtieron la presencia de Irene en la penumbra.

– Tú eres la hija de madame Sauvelle, ¿verdad? Ella asintió.

– Si has venido a ver a Ismael, no está en la casa

– explicó Giraud-. Cuando ha sabido lo de su prima, ha tomado su velero y ha partido.

El médico detectó que el rostro de la muchacha se tornaba blanco.

– Es un buen marinero. Volverá.

Irene caminó hasta la punta del muelle. La silueta solitaria del Kyaneos se recortaba sobre las brumas, iluminado por la luna. La muchacha se sentó sobre la cornisa del dique y contempló cómo el velero de Ismael ponía rumbo hacia el islote del faro. Nada ni nadie podían rescatado ahora de la soledad que había escogido. Irene sintió deseos de coger un bote y perseguir al chico hasta los confines de su mundo secreto, pero sabía que cualquier esfuerzo era inútil ya.

Sintiendo cómo el verdadero impacto de la noticia empezaba a abrirse camino en su propia mente, Irene advirtió que sus ojos se llenaban de lágrimas. Cuando el Kyaneos se hubo desvanecido en la oscuridad, tomó de nuevo la bicicleta y emprendió el camino de vuelta a casa.

Mientras recorría la carretera de la playa, podía imaginar a Ismael sentado en silencio en la torre del faro, a solas consigo mismo. Recordó las incontables ocasiones en que ella misma había hecho ese viaje hacia su propio interior, y se prometió que, pasara lo que pasase, no dejaría que el muchacho se extraviase en aquel camino de sombras.

Aquella noche la cena fue breve. Un ritual de silencios y miradas extraviadas hizo las veces de anfitrión, mientras Simone y sus dos hijos fingían tomar un bocado antes de retirarse a sus respectivas habitaciones. Al filo de las once, ni una alma recorría ya los pasillos, y tan sólo una lámpara permanecía encendida en toda la casa: la lamparilla de noche de Dorian.

Una brisa fría penetraba por la ventana abierta de su habitación. Dorian, tendido en su lecho, escuchaba las voces fantasmales del bosque con la mirada perdida en las tinieblas. Poco antes de la medianoche, el muchacho apagó la luz y se acercó hasta la ventana. Un mar oscuro de hojas se agitaba al viento en la espesura. Dorian clavó sus ojos en el remolino de sombras que danzaba en la espesura. Podía sentir aquella presencia merodeando en la oscuridad.

Más allá del bosque se distinguía la silueta sinuosa de Cravenmoore y un rectángulo dorado en la última ventana del ala norte. Súbitamente, de la floresta brotó un halo parpadeante y áureo. Luces en el bosque. Las luces de un farol o una linterna en la maleza. El muchacho tragó saliva. El rastro de pequeños destellos aparecía y desaparecía trazando círculos en el interior del bosque.

Un minuto más tarde, enfundado en un grueso jersey y con sus botas de piel, Dorian se deslizó escaleras abajo, de puntillas, y con infinita delicadeza, abrió la puerta del porche. La noche era fría y el mar rugía en la oscuridad, al pie de los acantilados. Sus ojos siguieron el rastro que dibujaba la luna, una cinta plateada serpenteando hacia el interior del bosque. Un cosquilleo en el estómago lo hizo recordar la cálida seguridad de su habitación. Dorian suspiró.

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