Las luces horadaban las brumas, como alfileres blancos, entre el umbral del bosque. El muchacho puso un pie frente al otro y así sucesivamente. Antes de darse cuenta, las sombras del bosque lo rodearon y la Casa del Cabo, a sus espaldas, le pareció lejana, infinitamente lejana.
Ni toda la oscuridad ni todo el silencio del mundo podían hacer conciliar el sueño a Irene aquella noche. Finalmente, al filo de las doce, renunció al descanso y encendió la pequeña luz de su mesita de noche. El diario de Alma Maltisse reposaba junto al diminuto medallón que su padre le había regalado años atrás, una efigie de un ángel labrada en plata. Irene cogió el diario entre las manos y lo abrió de nuevo por la primera página.
La caligrafía afilada y ondulante le dio la bienvenida. La hoja, impregnada de un tono ocre y mortecino, parecía un campo de centeno agitándose al viento. Lentamente, mientras sus ojos acariciaban línea a línea, Irene emprendió de nuevo su viaje a la memoria secreta de Alma Maltisse.
Tan pronto volvió la primera página, el embrujo de las palabras la llevó lejos de allí. No podía oír el batir de las olas, ni el viento en el bosque. Su mente estaba en otro mundo…
… Anoche los oí pelear en la biblioteca. Él le gritaba y le suplicaba que lo dejase en paz, que abandonase la casa para siempre. Le dijo que no tenía ningún derecho a hacer lo que estaba haciendo con nuestras vidas. Nunca olvidaré el sonido de aquella risa, un aullido animal de rabia y odio que estalló tras los muros. El estruendo de miles de libros volando desde los estantes se oyó en toda la casa. Su ira es cada día mayor. Desde el momento en que liberé a esa bestia de su confinamiento, ha ido ganando fuerza sin cesar.
Él hace guardia al pie de mi lecho todas las noches. Sé que teme que, si me deja sola un instante, la sombra vendrá a por mí. Hace días que no me dice qué pensamientos ocupan su mente, pero no me hace falta. No ha dormido en semanas. Cada noche es una espera terrible e interminable. Coloca cientos de velas en toda la casa, tratando de sembrar de luz cada rincón, para evitar que la oscuridad sirva de amparo a la sombra. Su rostro ha envejecido diez años en apenas un mes.
A veces creo que es todo culpa mía, que si yo desapareciese, su maldición se esfumaría conmigo. Tal vez es eso lo que debo hacer, alejarme de él y acudir a mi cita inevitable con la sombra. Sólo eso nos dará la paz. Lo único que me impide dar ese paso es que no soporto la idea de dejarlo. Sin él, nada tiene sentido. Ni la vida, ni la muerte…
Irene levantó la vista del diario. El laberinto de dudas de Alma Maltisse se le antojaba desconcertante y, al tiempo, inquietantemente cercano. La línea entre la culpa y el deseo de vivir parecía afilada, como una cuchilla envenenada. Irene apagó la luz. La imagen no se desvanecía de su mente. Una cuchilla envenenada.
Dorian se adentró en el bosque siguiendo el rastro de las luces que veía brillar entre la maleza, reflejos que podían venir de cualquier lugar de la espesura. Las hojas humedecidas por la neblina se transformaban en un abanico de espejismos indescifrable. El sonido de sus propias pisadas se había convertido ahora en un angustioso reclamo hacia sí mismo. Por fin, inspiró profundamente y se recordó su propósito: no iba a salir de allí hasta saber qué era lo que se ocultaba en el bosque. Eso era todo y no había más.
El muchacho se detuvo a la entrada del claro donde había encontrado las pisadas el día anterior. El rastro ahora era borroso y apenas reconocible. Se acercó hasta el tronco lacerado y palpó las muescas. La idea de una criatura trepando a toda velocidad entre los árboles, como un felino salido del infierno, se filtró en su imaginación. Dos segundos más tarde, el primer crujido a sus espaldas le advirtió de la proximidad de alguien. O algo.
Dorian se ocultó entre la maleza. Las puntas afiladas de los arbustos lo arañaban como alfileres. Contuvo la respiración y rezó para que quien fuera que se estaba acercando no oyese el martilleo de su propio corazón como él lo oía en aquel momento. Al poco, las luces parpadeantes que había avistado a lo lejos se abrieron camino entre los resquicios de la maleza, transformando la neblina flotante en un aliento rojizo.
Se oyeron pasos al otro lado de los arbustos. El muchacho cerró los ojos, inmóvil como una estatua. Las pisadas se detuvieron. Dorian sintió la falta de oxígeno, pero, por lo que a él respectaba, podía pasarse los próximos diez años sin respirar. Finalmente, cuando creía que sus pulmones iban a estallar, dos manos apartaron las ramas de los arbustos que lo ocultaban. Sus rodillas se transformaron en gelatina. La luz de un farol cegó sus pupilas. Tras un intervalo que al chico se le hizo infinito, el extraño posó el farol sobre el suelo y se arrodilló frente a él. Un rostro vagamente familiar brillaba a su lado, pero el pánico le impedía reconocerlo. El extraño sonrió.
– Vamos a ver. ¿Se puede saber qué es lo que estás haciendo tú aquí? -dijo la voz, serena y amable.
En algún momento Dorian comprendió que quien estaba frente a él era simplemente Lazarus. Sólo entonces respiró.
Hubo de pasar un buen cuarto de hora antes de que el tembleque desapareciese de las manos de Dorian. Fue entonces cuando Lazarus puso en ellas un tazón de chocolate caliente y se sentó frente a él. Lazarus lo había acompañado hasta el cobertizo contiguo a la fábrica de juguetes. Una vez allí, había preparado sendos tazones de chocolate sin prisa.
Mientras ambos sorbían ruidosamente y se observaban por encima de la taza, Lazarus se echó a reír.
– Me has dado un susto de muerte, hijo -aseguró.
– Si le sirve de consuelo, no ha sido nada comparado con el que usted me ha dado a mí -añadió Dorían, sintiendo cómo el chocolate caliente irradiaba en su estómago una cálida sensación de calma.
– De eso no me cabe duda -rió Lazarus-.
Ahora, dime qué hacías ahí fuera.
– Vi luces.
– Viste mi farol. ¿Y por eso saliste? ¿A medianoche? ¿Acaso has olvidado lo que le sucedió a Hannah?
Dorian tragó saliva, aunque a él le pareció una canica de plomo, de alto calibre.
– No, señor.
– Bien. Pues no lo olvides. Es peligroso andar por ahí en la oscuridad. Hace días que tengo la impresión de que alguien merodea por el bosque.
– ¿ Usted también ha visto las marcas?
– ¿Qué marcas?
Dorian le relató sus temores e inquietudes respecto a aquella extraña presencia que intuía en el bosque. Al principio creía que no sería capaz, pero Lazarus inspiraba la tranquilidad y la confianza necesarias para que su lengua se soltase. Mientras el muchacho desgranaba su relato, Lazarus lo escuchaba con atención, pero sin ocultar cierta extrañeza e incluso alguna sonrisa ante los detalles más fantásticos del recuento.
– ¿ Una sombra? -preguntó de pronto Lazarus sobriamente.
– No cree usted ni una palabra de lo que le he dicho -apuntó Dorian.
– No, no. Te creo. O intento creerte. Comprende que lo que me dices es un tanto… peculiar -dijo Lazarus.
– Pero usted también ha visto algo. Por eso estaba en el bosque. ¿No es cierto?
Lazarus sonrió.
– Sí. También me ha parecido ver algo, pero no puedo dar tantos detalles como tú.
Dorian apuró su chocolate. -¿Más? -ofreció Lazarus.
El chico asintió. La compañía del fabricante de juguetes le resultaba agradable. La idea de compartir una taza de chocolate con él, de madrugada, se le antojaba una experiencia excitante y educativa.
Echando un vistazo al taller en el que se encontraban, Dorian advirtió, en una de las mesas de trabajo, una silueta poderosa y de gran envergadura tendida bajo un manto que la cubría.
– ¿Está trabajando en algo nuevo? Lazarus asintió.
– ¿Quieres que te lo muestre?
Los ojos de Dorian se abrieron como platos. No era necesaria respuesta.
– Bueno, debes tener en cuenta que es una pieza inacabada… -dijo el hombre, aproximándose al manto y acercando un farol.