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– ¿Es un autómata? -inquirió el chico.

– A su modo, sí. En realidad, es una pieza un tanto extravagante, supongo. La idea me ha rondado por la cabeza durante años. De hecho, fue un muchacho más o menos de tu edad quien me la sugirió hace mucho.

– ¿Un amigo suyo? Lazarus sonrió, nostálgico. -¿Listo? -preguntó.

Dorian asintió con la cabeza enérgicamente. Lazarus retiró el velo que cubría la pieza…, y el chico, sobrecogido, dio un paso atrás.

– Es sólo una máquina, Dorian. No debe asustarte…

Dorian contempló aquella poderosa silueta. Lazarus había forjado un ángel de metal, un coloso de casi dos metros de altura dotado de dos grandes alas. El rostro de acero brillaba cincelado bajo una capucha. Sus manos eran inmensas, capaces de rodear su cabeza con el puño.

Lazarus tocó algún resorte en la base de la nuca del ángel y la criatura mecánica abrió los ojos, dos rubíes encendidos como carbones ardientes. Estaban mirándolo. A él.

Dorian sintió que las entrañas se le retorcían. -Por favor, párelo… -suplicó.

Lazarus advirtió la mirada aterrorizada del muchacho y se apresuró a cubrir de nuevo al autómata.

Dorian suspiró de alivio al perder de vista aquel ángel demoníaco.

– Lo siento -dijo Lazarus-. No debería habértelo mostrado. Es tan sólo una máquina, Dorian. Metal. No dejes que su apariencia te asuste. Es sólo un juguete.

El chico asintió sin convicción alguna.

Lazarus se apresuró a servirle una nueva taza repleta de chocolate humeante. Dorian sorbió ruidosamente el líquido espeso y reconfortante bajo la atenta mirada del fabricante de juguetes. Al apurar media taza, observó a Lazarus y ambos intercambiaron una sonrisa.

– Menudo susto, ¿eh? -preguntó el hombre. El chiquillo rió nerviosamente.

– Debe de pensar que soy un gallina.

– Al contrario. Muy pocos se atreverían a salir a investigar por el bosque después de lo que ha pasado con Hannah.

– ¿Qué cree usted que pasó? Lazarus se encogió de hombros.

– Es difícil de decir. Supongo que tendremos que esperar a que la policía acabe su investigación.

– Sí, pero…

– ¿Pero…?

– ¿Y si realmente hay algo en el bosque? -insistió Dorian. -¿La sombra?

Dorian asintió gravemente.

– ¿Has oído hablar alguna vez del Doppelganger? -preguntó Lazarus.

El muchacho negó. Lazarus lo observó de reojo. -Es un término alemán -explicó-o Se usa para describir a la sombra de una persona que, por algún motivo, se ha desprendido de su dueño. ¿Quieres oír una curiosa historia al respecto?

– Por favor…

Lazarus se acomodó en una silla frente al muchacho y extrajo un largo cigarro. Dorian había aprendido en el cine que aquella especie de torpedo atendía al nombre de habano y que, amén de costar una fortuna, desprendía un olor acre y penetrante al quemar. De hecho, tras Greta Garbo, Groucho Marx era su héroe de los matinales dominicales. El pueblo llano se limitaba a olfatear el humo de segunda mano. Lazarus estudió el cigarro y volvió a guardarlo, intacto, listo para emprender su relato.

– Bien. La historia en sí me la contó un colega hace ya tiempo. El año es 1915. El lugar, la ciudad de Berlín…

»De todos los relojeros de la ciudad de Berlín, ninguno era tan celoso de su labor y tan perfeccionista en sus métodos como Hermann Blocklin. De hecho, su obsesión por llegar a crear los mecanismos más precisos lo había llevado a desarrollar una teoría respecto a la relación entre el tiempo y la velocidad a la que la luz se desplazaba por el universo. Blocklin vivía rodeado de relojes en una pequeña vivienda que ocupaba la trastienda de su establecimiento, en la Henrichstrasse. Era un hombre solitario. No tenía familia. No tenía amigos. Su único compañero era un viejo gato, Salman, que pasaba las horas en silencio a su lado, mientras Blocklin dedicaba horas y días enteros a su ciencia, en su taller. A lo largo de los años, su interés llegó a convertirse en obsesión. No era raro que cerrase su tienda al público durante días completos. Días de veinticuatro horas sin descanso, que dedicaba a trabajar en su proyecto soñado: el reloj perfecto, la máquina universal de medición del tiempo.

»Uno de esos días, cuando hacía dos semanas que una tormenta de frío y nieve azotaba Berlín, el relojero recibió la visita de un extraño cliente, un distinguido caballero llamado Andreas Corelli. Corelli vestía un lujoso traje de un blanco reluciente y sus cabellos, largos y satinados, eran plateados. Sus ojos se ocultaban tras dos lentes negras. Blocklin le anunció que la tienda estaba cerrada al público, pero Corelli insistió, alegando que había viajado desde muy lejos sólo para visitarlo. Le explicó que estaba al corriente de sus logros técnicos e incluso se los describió con detalle, lo cual intrigó sobremanera al relojero, convencido de que sus hallazgos, hasta la fecha, eran un misterio para el mundo.

»La petición de Corelli no fue menos extraña.

Blocklin debía construir un reloj para él, pero un reloj especial. Sus agujas debían girar en sentido inverso. La razón de este encargo era que Corelli padecía una enfermedad mortal que habría de extinguir su vida en cuestión de meses. Por ese motivo, deseaba tener un reloj que contase las horas, los minutos y los segundos que le restaban de vida.

»Tan extravagante petición venía acompañada por una más que generosa oferta económica. Es más, Corelli le garantizó la concesión de fondos económicos para financiar toda su investigación de por vida. A cambio, tan sólo debía dedicar unas semanas a crear aquel ingenio.

»Ni que decir tiene que Blocklin aceptó el trato.

Pasaron dos semanas de intenso trabajo en su taller. Blocklin estaba sumergido en su tarea cuando, días más tarde, Andreas Corelli volvió a llamar a su puerta. El reloj estaba ya terminado. Corelli, sonriente, lo examinó y, tras alabar la labor realizada por el relojero, le dijo que su recompensa resultaba más que merecida. Blocklin, exhausto, le confesó que había puesto toda su alma en aquel encargo. Corelli asintió. Después dio cuerda al reloj y dejó que empezase a girar su mecanismo. Entregó un saco de monedas de oro a Blocklin y se despidió de él.

»EI relojero estaba fuera de sí de gozo y codicia, contando sus monedas de oro, cuando advirtió su imagen en el espejo. Se vio más viejo, demacrado. Había estado trabajando demasiado. Resuelto a tomarse unos días libres, se retiró a descansar.

»Al día siguiente, un sol deslumbrante penetró por su ventana. Blocklin, todavía cansado, se acercó a lavarse la cara y observó de nuevo su reflejo. Pero esta vez, un estremecimiento le recorrió el cuerpo. La noche anterior, cuando se había acostado, su rostro era el de un hombre de cuarenta y un años, cansado y agotado, pero todavía joven. Hoy tenía frente a sí la imagen de un hombre rumbo a su sesenta cumpleaños. Aterrado, salió al parque a tomar el aire. Al volver a la tienda, examinó de nuevo su imagen. Un anciano lo observaba desde el espejo. Presa del pánico, salió a la calle y se tropezó con un vecino, que le preguntó si había visto al relojero Blocklin. Hermann, histérico, echó a correr.

»Pasó aquella noche en un rincón de una taberna pestilente en compañía de criminales e individuos de dudosa reputación. Cualquier cosa antes que estar solo. Sentía su piel encogerse minuto a minuto. Sus huesos se le antojaban quebradizos. Su respiración, dificultosa.

»Despuntaba la medianoche cuando un extraño le preguntó si podía tomar asiento junto a él. Blocklin lo miró. Era un hombre joven y bien parecido, de apenas unos veinte años. Su rostro le resultaba desconocido, a excepción de las lentes negras que cubrían sus ojos. Blocklin sintió que el corazón le daba un vuelco. Corelli…

»Andreas Corelli se sentó frente a él y extrajo el reloj que Blocklin había forjado días atrás. El relojero, desesperado, le preguntó qué extraño fenómeno era el que le estaba afectando. ¿Por qué envejecía segundo a segundo? Corelli le mostró el reloj. Las agujas giraban lentamente en sentido inverso. Corelli le recordó sus palabras, eso de que había puesto su alma en aquel reloj. Por ese motivo, a cada minuto que pasaba, su cuerpo y su alma envejecían progresivamente.

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