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Hannah se lanzó a través del laberinto de oscuridad que cruzaba el bosque. La luna sonreía ahora entre los claros y teñía la neblina de azul. El viento encendía las voces siseantes de miles de hojas a su alrededor. Los árboles aguardaban a su paso como espectros petrificados, sus brazos le tendían un manto de amenazadoras garras. Y corrió desesperadamente hacia la luz que la guiaba al final de aquel túnel fantasmagórico, una puerta a la claridad que parecía alejarse de ella cuanto mayor era su esfuerzo por alcanzada.

Un estruendo entre la maleza inundó el bosque.

La sombra estaba atravesando la espesura, destrozando cuanto se oponía a su paso, un taladro mortífero esculpiendo una senda hacia ella. Un grito se ahogó en la garganta de la muchacha. Las ramas y la maleza habían abierto decenas de cortes en sus manos, sus brazos y su rostro. La fatiga le golpeaba el alma como un mazo que nublaba sus sentidos, y le susurraba interiormente que se rindiese al cansancio, que se tendiese a esperar… Pero tenía que seguir. Tenía que escapar de aquel lugar. Unos metros más y alcanzaría la carretera que conducía al pueblo. Allí encontraría algún coche, alguien que la recogería y la ayudaría. Su salvación estaba a tan sólo unos segundos, más allá del límite del bosque.

Las luces lejanas de un coche bordeando la Playa del Inglés barrieron las tinieblas de la espesura. Hannah se incorporó y lanzó un grito de socorro. A su espalda, un torbellino pareció atravesar la maleza y ascender entre las ramas de los árboles. Hannah alzó la mirada hacia la cúpula de ramas que velaban el rostro de la luna. Lentamente, la sombra se desplegó. Ella sólo dejó escapar un último gemido. Filtrándose como lluvia de alquitrán, la sombra se abatía sobre Hannah desde las alturas. La muchacha cerró los ojos y conjuró el rostro de su madre, sonriente y parlanchina.

Poco después, sintió el frío aliento de la sombra sobre su rostro.

5. UN CASTILLO ENTRE LAS BRUMAS

El velero de Ismael afloró puntualmente entre el velo de calima que acariciaba la superficie de la bahía. Irene y su madre, tranquilamente sentadas en el porche, degustando una taza de café con leche, intercambiaron una mirada.

– No hace falta que te diga… -empezó Simone.

– No hace falta que lo digas -respondió Irene.

– ¿Cuándo fue la última vez que tú y yo hablamos de los hombres? -preguntó su madre. -Cuando cumplí los siete años y nuestro vecino Claude me convenció para que le diese mi falda a cambio de sus pantalones.

– Menuda pieza.

– Tenía sólo cinco años, mamá.

– Si son así a los cinco, imagínate a los quince.

– Dieciséis.

Simone suspiró. Dieciséis años, Dios mío. Su hija planeaba fugarse con un viejo lobo de mar. -Entonces estamos hablando de un adulto.

– Sólo es un año y pico mayor que yo. ¿Dónde me deja eso a mí?

– Tú eres una cría.

Irene sonrió pacientemente a su madre. Simone Sauvelle no tenía futuro como sargento. -Tranquila, mamá. Sé lo que hago.

– Eso es lo que me da miedo.

El velero cruzó la pequeña bocana de la cala. Ismael lanzó un saludo desde el bote. Simone observaba al muchacho con una ceja alzada en señal de alerta.

– ¿Por qué no sube y me lo presentas?

– Mamá…

Simone asintió. De todos modos, no albergaba esperanzas de que semejante ardid diese fruto. -¿Hay algo que tenga que decirte? -ofreció Simone, en franca retirada.

Irene le propinó un beso en la mejilla. -Deséame un buen día.

Sin esperar respuesta, Irene corrió hasta el embarcadero. Simone contempló cómo su hija tomaba la mano de aquel extraño (que, para sus suspicaces ojos, de muchacho tenía poco) y saltaba a bordo de su velero. Cuando Irene se volvió a saludada, su madre forzó una sonrisa y devolvió el saludo. Los vio partir rumbo a la bahía bajo un sol resplandeciente y tranquilizador. Sobre la baranda del porche, una gaviota, tal vez otra madre en crisis, la observaba con resignación.

– No es justo -le dijo a la gaviota-. Cuando nacen, nadie te explica que acabarán haciendo lo mismo que tú a su edad.

El ave, ajena a tales consideraciones, siguió el ejemplo de Irene y echó a volar. Simone sonrió ante su propia ingenuidad y se dispuso a volver a Cravenmoore. El trabajo todo lo cura, se dijo.

En algún momento de la travesía, la orilla lejana se transformó en apenas una línea blanca tendida entre la tierra y el cielo. El viento del este impulsaba las velas del Kyaneos y la proa del velero se abría camino sobre un manto cristalino de reflejos esmeraldas a través del cual podía entreverse el fondo. Irene, cuya única experiencia previa a bordo de un barco había sido la breve travesía de días atrás, contemplaba boquiabierta la hipnótica belleza de la bahía desde aquella nueva perspectiva. La Casa del Cabo se había reducido a una muesca blanca entre las rocas, y las fachadas de colores vivos del pueblo parpadeaban entre los reflejos que ascendían del mar. A lo lejos, la cola de una tormenta cabalgaba hacia el horizonte. Irene cerró los ojos y escuchó el sonido del mar a su alrededor. Cuando los abrió de nuevo, todo seguía allí. Era real.

Una vez encauzado el rumbo, poco más le quedaba a Ismael que contemplar a Irene, que parecía estar bajo los efectos de un encantamiento marino. Con metodología científica, inició su observación por sus pálidos tobillos, ascendiendo lenta y concienzudamente hasta detenerse en el punto en que la falda velaba con inusitada impertinencia la mitad superior de los muslos de la muchacha. Procedió entonces a evaluar la afortunada distribución de su esbelto torso. Este proceso se prolongó por un espacio indefinido de tiempo hasta que, inesperadamente, sus ojos se posaron sobre los de Irene e Ismael advirtió que su inspección no había pasado desapercibida.

– ¿En qué estás pensando? -preguntó ella.

– En el viento -mintió impecablemente Ismael-. Está cambiando y se desplaza hacia el sur. Suele ocurrir cuando hay tormenta. He pensado que te gustaría rodear el cabo primero. La vista es espectacular.

– ¿Qué vista? -preguntó inocentemente Irene. Esta vez no había duda, pensó Ismael; la muchacha le estaba tomando el pelo. Haciendo caso omiso de las ironías de su pasajera, Ismael llevó el velero hasta el vértice de la corriente que bordeaba el arrecife a una milla del cabo. Tan pronto rebasaron la frontera, sus ojos pudieron contemplar la inmensidad de la gran playa desierta y salvaje que se extendía hasta las neblinas que envolvían el monte Saint Michel, un castillo que se alzaba entre la bruma.

– Ésa es la Bahía Negra -explicó Ismael-. La llaman así porque sus aguas son mucho más profundas que en Bahía Azul, que es básicamente un banco de arena de apenas siete u ocho metros de profundidad. Un varadero.

A Irene toda aquella terminología marina le sonaba a mandarín, pero la rara belleza que desprendía aquel paraje le erizaba el vello de la nuca. Su mirada reparó en lo que parecía una oquedad en la roca, unas fauces abiertas al mar.

– Ésa es la laguna -dijo Ismael-. Es corno un óvalo cerrado a la corriente y conectado al mar por una estrecha abertura. Al otro lado está la Cueva de los Murciélagos. Es ese túnel que se adentra en la roca, ¿ves? Al parecer, en 1746 una tormenta empujó un galeón pirata hacia ella. Los restos del barco, y de los piratas, siguen allí.

Irene le dedicó una mirada escéptica. Ismael podía ser un buen capitán, pero en lo relativo a mentir era un simple grumete.

– Es la verdad -matizó Ismael-. Yo voy a bucear a veces. La cueva se adentra en la roca y no tiene fin.

– ¿Me llevarás allí? -preguntó Irene, fingiendo creer la absurda historia del corsario fantasma.

Ismael se sonrojó levemente. Aquello sonaba a continuidad. A compromiso. En una palabra, a peligro.

– Hay murciélagos. De ahí el nombre… -advirtió el chico, incapaz de encontrar un argumento más disuasorio.

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