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8. INCÓGNITO

Tres días pasaron sin que Irene recibiese noticia alguna de Ismael. No había rastro del muchacho en el pueblo, y su velero no se veía en los muelles. Un frente tormentoso barría la costa de Normandía y tendía un manto de ceniza sobre la bahía que habría de prolongarse por espacio de casi una semana.

Las calles del pueblo permanecían aletargadas bajo la tenue llovizna la mañana en que Hannah hizo su último viaje hasta el pequeño cementerio, en lo alto de la colina que se alzaba al noreste de Bahía Azul. La procesión llegó hasta las puertas del recinto y, por expreso deseo de la familia, la ceremonia final se celebró en la más estricta intimidad, mientras las gentes del pueblo volvían a sus casas bajo la lluvia, en silencio, a la sombra del recuerdo de la muchacha.

Lazarus se ofreció a acompañar a Simone ya sus hijos de vuelta a la Casa del Cabo mientras la congregación se dispersaba como un banco de niebla al amanecer. Fue entonces cuando Irene avistó la silueta solitaria de Ismael, en lo alto del risco que coronaba los acantilados que bordeaban el cementerio, contemplando el mar de plomo. Bastó una mirada entre ella y su madre para que Simone asintiera y la dejase marchar. Al poco, el coche de Lazarus se alejaba por la carretera de la ermita de Saint Roland e Irene ascendía la senda que conducía hasta los acantilados.

En el horizonte se distinguía el fragor de una tormenta eléctrica sobre el mar, encendiendo mantos de luz tras las nubes, que semejaban tanques de metal candente. La muchacha encontró a Ismael sentado sobre una roca, la mirada perdida en el océano. A lo lejos, el islote del faro y el cabo se perdían en la neblina.

De vuelta al pueblo y sin previo aviso, Ismael desveló a Irene su paradero durante los últimos tres días. El muchacho inició su relato desde el momento en que tuvo conocimiento de la noticia.

Había partido en el Kyaneos rumbo al islote del faro, tratando de escapar de un sentimiento del que no había escapatoria posible. Las horas que siguieron hasta el alba le permitieron aclarar su mente y concentrar su atención en una nueva luz al final del túnel: desenmascarar al responsable de aquella desgracia y hacerla pagar por ello. El anhelo de la venganza parecía el único antídoto capaz de mitigar el dolor.

Las explicaciones de la gendarmería no le satisfacían en absoluto. El secretismo con que las autoridades locales habían llevado el caso le resultaba, cuando menos, sospechoso. En algún momento previo al amanecer del siguiente día, Ismael ya había decidido iniciar sus propias pesquisas. A cualquier precio. A partir de ahí, no había reglas. Aquella misma noche Ismael se coló en el improvisado laboratorio forense del doctor Giraud. Con la ayuda de su audacia y un par de tenazas segó eslabones de cadenas y todo lo que se le interponía.

Irene escuchó, a medio camino entre el asombro y la incredulidad, cómo Ismael se había introducido en las fúnebres dependencias, esperando a que Giraud se retirase, y entonces, entre la neblina de formal y una penumbra espectral, había buscado cuidadosamente en los archivos del doctor la carpeta referente a Hannah.

De dónde había sacado la sangre fría necesaria para semejante pirueta estaba por ver, pero evidentemente no se la había proporcionado el dúo de cadáveres que se encontró, cubiertos por velos. Pertenecían a un par de buzos que habían tenido la mala fortuna de sumergirse en una corriente submarina en el estrecho de La Rochelle la noche anterior, mientras trataban de recuperar la carga de un velero encallado en el arrecife.

Irene, pálida como una muñeca de porcelana, escuchó el macabro relato de cabo a rabo, incluyendo el tropezón de Ismael con una de las mesas de operaciones. Una vez que la narración del muchacho regresó al aire libre, la joven suspiró. Ismael se había llevado la carpeta a su velero y había pasado dos horas tratando de desbrozar la selva de palabrería y jerga médica del doctor Giraud.

Irene tragó saliva.

– ¿Cómo murió, entonces? -murmuró. Ismaella miró directamente a los ojos. Un extraño brillo relucía en los suyos.

– No saben cómo. Pero sí saben por qué. Según el informe, el dictamen oficial es paro cardíaco -explicó-. Pero, en su análisis final, Giraud anotó que, en su opinión personal, Hannah vio algo en el bosque que le provocó un ataque de pánico.

Pánico. La palabra se perdió en el eco de su mente. Su amiga Hannah había muerto de miedo, y lo que fuera que había causado aquel terror seguía en el bosque.

– Fue el domingo, ¿no? -dijo Irene-. Algo tuvo que suceder durante ese día…

Ismael asintió lentamente. Era obvio que el muchacho había pensado lo mismo mucho antes que ella.

– o la noche anterior -sugirió Ismael.

Irene le dirigió una mirada de extrañeza.

– Hannah pasó esa noche en Cravenmoore. Al día siguiente, no había ya rastro de ella. No hasta que la encontraron muerta, en el bosque -dijo el chico.

– ¿Qué quieres decir?

– Estuve en el bosque. Hay marcas. Ramas rotas. Hubo una lucha. Alguien persiguió a Hannah desde la casa.

– ¿Desde Cravenmoore? Ismael asintió de nuevo.

– Necesitamos saber qué es lo que sucedió el día anterior a su desaparición. Tal vez eso explique quién o qué la persiguió en el bosque.

– ¿Y cómo podemos hacer eso? Quiero decir que la policía… -apuntó Irene. -Sólo se me ocurre un modo.

– Cravenmoore -murmuró ella.

– Exactamente. Esta noche…

El crepúsculo abría resquicios de cobre entre el manto de nubes tormentosas en tránsito desde el horizonte. A medida que las sombras se extendían sobre la bahía, la noche dejaba ver un claro en la bóveda del cielo, a través del cual podía apreciarse el círculo de luz casi perfecto que perfilaba la luna creciente. Su lumbre de plata dibujaba un tapiz de reflejos en la habitación de Irene. La muchacha alzó por un momento la vista del diario de Alma Maltisse y contempló aquella esfera que le sonreía desde el firmamento. Veinticuatro horas más y su circunferencia sería completa. La tercera luna llena del estío. La noche de las máscaras en Bahía Azul.

En este momento, sin embargo, la silueta de la luna adquirió otro significado para ella. Al cabo de pocos minutos acudiría a su cita secreta con Ismael en el umbral del bosque. La idea de atravesar la negrura e introducirse en las profundidades insondables de Cravenmoore le parecía ahora una imprudencia. O mejor, un disparate. Por otro lado, se sentía tan incapaz de fallarle a Ismael en esos momentos como se había sentido aquella misma tarde, cuando el muchacho había anunciado su intención de acudir a la mansión de Lazarus Jann en busca de respuestas acerca de la muerte de Hannah. Como no podía aclarar sus pensamientos, la muchacha retornó el diario de Alma Maltisse y se refugió en sus páginas.

Hace tres días que no sé nada de él. Partió de improviso a medianoche, convencido de que, si se alejaba de mí, la sombra lo seguiría a él. No quiso decirme adónde se dirigía, pero sospecho que buscó refugio en el islote del faro. Siempre acudió a ese lugar solitario en busca de paz, y tengo la impresión de que esta vez ha regresado allí, como un niño aterrorizado, a enfrentarse a su pesadilla. Su ausencia, sin embargo, me ha hecho dudar de cuanto había creído hasta ahora. La sombra no ha vuelto en estos tres días. He permanecido encerrada en mi habitación, rodeada de luces, velas y faroles de aceite. Ni un solo rincón de la estancia permanecía en la oscuridad. Apenas he podido conciliar el sueño.

Mientras escribo estas líneas, en plena noche, puedo ver desde mi ventana el islote del faro entre la niebla. Una luz brilla entre las rocas. Sé que es él, solo, confinado en la prisión a la que se ha condenado. No puedo permanecer ni una hora más aquí. Si debemos enfrentarnos a esta pesadilla, deseo que lo hagamos juntos. y si debemos perecer en el intento, que igualmente lo hagamos unidos.

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