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Ya no me importa vivir un día más o menos de esta locura. Estoy segura de que la sombra no nos dará tregua. No puedo soportar otra semana más como ésta. Tengo la conciencia limpia y mi alma está en paz consigo misma. El miedo de los primeros días es ahora ya sólo cansancio y desesperanza.

Mañana, mientras las gentes del pueblo celebren el baile de máscaras en la plaza principal, tomaré un bote en el puerto y partiré en su busca. No me importan las consecuencias. Estoy preparada para aceptarlas. Me basta con estar a su lado y serIe de ayuda hasta el último momento.

Algo dentro de mí me dice que tal vez quede todavía una posibilidad para nosotros de volver a vivir una vida normal, feliz, en paz. No aspiro a nada más…

El impacto de una minúscula piedra sobre su ventana la arrancó de la lectura. Irene cerró el libro y echó un vistazo al exterior. Ismael esperaba en el umbral del bosque. Lentamente, mientras se ponía una gruesa chaqueta de punto, la luna se ocultó tras las nubes.

Irene observó cuidadosamente a su madre desde lo alto de la escalera. Una vez más, Simone se había rendido al sueño en su butaca favorita, frente al ventanal que contemplaba la bahía. Un libro yacía sobre su regazo y sus lentes de lectura permanecían caídos sobre su nariz como un trineo en un trampolín. En un rincón, una radio de madera labrada con caprichosos motivos de art nouveau susurraba los acordes tremendistas de un serial detectivesco. Aprovechando semejante camuflaje, Irene pasó de puntillas frente a Simone y se coló en la cocina, que daba al patio trasero de la Casa del Cabo. Toda la operación apenas le llevó quince segundos.

Ismael la esperaba fuera provisto de una escueta chaqueta de piel, pantalones de trabajo y un par de botas que parecían haber hecho el camino de ida y vuelta a Constantinopla media docena de veces. La brisa nocturna arrastraba una fría neblina desde la bahía, tendiendo una guirnalda de tinieblas danzantes sobre el bosque.

Irene se abotonó hasta arriba su chaqueta y asintió en silencio a la mirada atenta del muchacho. Sin mediar palabra, ambos se internaron en el sendero que atravesaba la espesura. Una galería de sonidos invisibles poblaba las sombras del bosque. El roce de las hojas agitándose al viento enmascaraba el rumor del mar rompiendo en los acantilados. Irene siguió los pasos de Ismael entre la maleza. El rostro de la luna se dejaba adivinar fugazmente entre la trama de nubes que cabalgaban sobre la bahía, sumergiendo el bosque en un fantasmal estado de penumbra parpadeante. A medio trayecto, Irene asió la mano de Ismael y no la soltó hasta que la silueta de Cravenmoore se alzó frente a ellos.

A una señal del chico, se detuvieron tras el tronco de un árbol herido de muerte por un rayo. Por espacio de unos segundos, la luna rasgó el cortinaje aterciopelado de las nubes y un halo de claridad barrió la fachada de Cravenmoore, dibujando cada uno de sus relieves y contornos y trazando el hipnótico retrato de una extraña catedral perdida en las profundidades de un bosque maldito. La fugaz visión se escindió en un estanque de oscuridad y un rectángulo de luz dorada se dibujó al pie de la mansión. La silueta de Lazarus Jann pudo apreciarse en el umbral de la puerta principal. El fabricante de juguetes cerró la puerta a sus espaldas y lentamente descendió los peldaños rumbo a la senda que bordeaba la arboleda.

– Es Lazarus. Todas las noches da un paseo por el bosque -murmuró Irene.

Ismael asintió en silencio y retuvo a la chica, sus ojos clavados en la figura del fabricante de juguetes que se encaminaba hacia el umbral del bosque, en su dirección. Irene dirigió una mirada inquisitiva a Ismael. El muchacho dejó escapar un suspiro y examinó nerviosamente los alrededores. Los pasos de Lazarus se hicieron audibles. Ismael cogió a Irene del brazo y la empujó hacia el interior del tronco muerto del árbol.

– Por aquí. ¡Rápido! -susurró.

El interior del tronco estaba impregnado de un profundo hedor a humedad y a podredumbre. La claridad exterior se filtraba a través de pequeños orificios practicados a lo largo de la madera muerta y dibujaba una improbable escalera de peldaños de luz que ascendían por el interior del tronco cavernoso. Irene sintió un hormigueo en el estómago. A dos metros por encima de ellos advirtió una fila de diminutos puntos luminosos. Ojos. Un grito pugnó por escapar de su garganta. La mano de Ismael se le adelantó. Su alarido se ahogó en su interior mientras el chico la mantenía sujeta.

– ¡Son sólo murciélagos, por el amor de Dios! ¡Estate quieta! -le susurró mientras los pasos de Lazarus rodeaban el tronco, rumbo al bosque.

Sabiamente, Ismael mantuvo la mordaza sobre la boca de Irene hasta que las pisadas del propietario de Cravenmoore se perdieron bosque adentro. Las alas invisibles de los murciélagos se agitaron en la oscuridad. Irene sintió el aire sobre su rostro y el hedor ácido de los animales.

– Creí que no te asustaban los murciélagos… -dijo Ismael-. Andando.

Irene lo siguió a través del jardín de Cravenmoore en dirección a la parte trasera de la mansión. A cada paso que daba, la chica se repetía que no había nadie en la casa y que la sensación de ser observada era una simple ilusión de su mente.

Alcanzaron el ala que conectaba con la antigua fábrica de juguetes de Lazarus y se detuvieron frente a la puerta de lo que parecía un taller o una sala de ensamblaje. Ismael extrajo una navaja y desplegó la hoja. El reflejo del filo brilló en la oscuridad. El muchacho introdujo la punta del cuchillo en la cerradura de la puerta y palpó cuidadosamente el mecanismo interno del cierre.

– Hazte a un lado. Necesito más luz.

Irene se retiró unos pasos y escrutó la penumbra que reinaba en el interior de la fábrica de juguetes. Los cristales estaban como nublados por años de abandono y resultaba prácticamente imposible dilucidar las formas que había al otro lado.

– Vamos, vamos… -murmuró Ismael para sí, mientras seguía trabajando en el cierre.

Irene lo observó y acalló la voz interior que empezaba a sugerir que irrumpir ilegalmente en propiedad ajena no era una buena idea. Finalmente, el mecanismo de la cerradura cedió con un chasquido casi inaudible. Una sonrisa iluminó el rostro de Ismael. La puerta se separó un par de centímetros.

– Pan comido -dijo, abriéndola lentamente.

– Démonos prisa -apuntó Irene-. Lazarus no estará fuera mucho tiempo.

Ismael penetró en el interior. Irene inspiró profundamente y lo siguió. El interior estaba bañado por una densa neblina de polvo atrapado en una claridad mortecina que flotaba como una nube de vapor. El olor a diferentes productos químicos calaba el ambiente. Ismael cerró la puerta a sus espaldas y ambos se enfrentaron a un mundo de sombras indescifrables. Los restos de la fábrica de juguetes de Lazarus Jann yacían en la oscuridad, sumidos en un sueño perpetuo.

– No se ve nada -murmuró Irene, reprimiendo sus ansias por salir de aquel lugar cuanto antes. -Tenemos que esperar a que nuestros ojos se acostumbren a la penumbra. Es cuestión de segundos -sugirió Ismael sin demasiada convicción.

Los segundos pasaron en vano. El manto de negrura que velaba la sala de la factoría de Lazarus no se desvaneció. Irene trataba de adivinar un camino por el que adentrarse cuando sus ojos repararon en una figura erguida e inmóvil que se alzaba unos metros más allá.

Un espasmo de terror le martilleó el estómago. -Ismael, hay alguien más aquí… -dijo la muchacha, aferrándose al brazo del chico con fuerza.

Ismael escrutó la penumbra y tragó saliva. Una figura con los brazos extendidos flotaba, suspendida. La silueta oscilaba lentamente, como un péndulo, y una larga cabellera caía sobre sus hombros. Con manos temblorosas, el muchacho palpó el bolsillo de su chaqueta y extrajo una caja de fósforos. La figura permanecía inmóvil, como una estatua viva dispuesta a saltar sobre ellos tan pronto prendiese la lumbre.

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