Carlos Ruiz Zafón
Las Luces De Septiembre
Amigo lector:
A veces, los lectores recuerdan mejor una obra que su propio autor. Recuerdan sus personajes, sus conflictos, su lenguaje y sus imágenes con una benevolencia que desarma al novelista, que empieza a olvidar tramas y escenas que escribió hace ya quizá más años de los que desearía. Eso me sucede a mí a veces con las tres primeras novelas «juveniles» que escribí y publiqué durante la década de los noventa, El Príncipe de la Niebla, El Palacio de la Medianoche y esta Las Luces de Septiembre
que ahora sostienes en las manos. Siempre me ha parecido que estos tres libros formaban un ciclo de historias con muchas cosas en común y que, de alguna manera, intentaban parecerse a los libros que a mí me hubiese gustado leer en mi adolescencia.
Escribí Las Luces de Septiembre en Los Ángeles entre 1994 y 1995, con la intención de rematar algunos elementos que me parecía que no había sabido resolver tal como me hubiese gustado en El Príncipe de la Niebla. Revisándola hoy me doy cuenta de que la novela tiene más elementos de construcción cinematográficos que literarios, y que para mí siempre estará vinculada a las largas horas que pasé en compañía de sus personajes frente a un escritorio que miraba desde un tercer piso en Melrose Avenue y desde el que veía las letras de Hollywood en las colinas.
La novela está concebida como una historia de misterio y aventura para lectores que, como los espectadores de la mayoría de las películas que me rondaban la cabeza por entonces, eran jóvenes de espíritu y, con suerte, también de años. Nada de eso ha cambiado después de todo este tiempo.
Lo que sí ha cambiado, y ya era hora de que así fuera, es que por primera vez desde 1995 esta novela aparece publicada en una edición digna y en condiciones de honradez y decoro que lamentablemente nunca tuvo.
Confío en que la disfrutes, ya seas un lector joven o estés deseando volver a serlo. Me gusta pensar que, con tu ayuda, seré capaz de recordar ahora mejor esta novela y las dos que la precedieron y que podré permitirme el lujo de volver a vivir la aventura de Las Luces de Septiembre y de aquellos años en que yo también me creía joven y las imágenes y las palabras parecían ser capaces de todo.
Buena lectura y hasta la vista.
***
Querida Irene:
Las luces de septiembre me enseñaron a recordar tus pasos desvaneciéndose en la marea. Sabía ya entonces que la huella del invierno no tardaría en borrar el espejismo del último verano que pasamos juntos en Bahía Azul. Te sorprendería comprobar lo poco que ha cambiado todo desde entonces. La torre del faro sigue alzándose como un centinela entre las brumas, y la carretera que bordea la Playa del Inglés es apenas ya un pálido sendero que serpentea entre la arena hacia ninguna parte.
Las ruinas de Cravenmoore se insinúan sobre la arboleda del bosque, silenciosas y envueltas en un manto de oscuridad. En las cada día menos frecuentes ocasiones en que me aventuro bahía adentro en el velero, todavía puedo ver los cristales agrietados en los ventanales del ala oeste, brillando como señales fantasmagóricas entre la niebla. A veces, embrujado por la memoria de aquellos días en que surcábamos la bahía de vuelta al puerto al caer la tarde, me parece volver a ver las luces parpadeando en la oscuridad. Pero sé que ya no hay nadie allí. Nadie.
Te preguntarás qué ha sido de la Casa del Cabo.
Pues bien, sigue allí, aislada, enfrentándose al océano infinito desde el vértice del cabo. El pasado invierno un temporal desguazó lo que quedaba del pequeño embarcadero de la playa. Un acaudalado joyero venido de alguna ciudad sin nombre se vio tentado a adquirirla por una suma irrisoria, pero los vientos de poniente y el embate de las olas en los acantilados se encargaron de disuadirlo. El salitre ha hecho su mella en la madera blanca. La senda secreta que conducía hasta la laguna es ahora una jungla impenetrable, repleta de arbustos salvajes y ramas caídas.
De tarde en tarde, cuando el trabajo en el muelle me lo permite, cojo la bicicleta y me acerco hasta el cabo para contemplar el crepúsculo desde el porche suspendido en los acantilados: solos yo y una bandada de gaviotas, que parecen haberse adjudicado el papel de nuevos inquilinos sin pasar por el despacho de notario alguno. Desde allí todavía puede verse cómo la luna dibuja una guirnalda de plata hacia la Cueva de los Murciélagos al alzarse sobre el horizonte.
Recuerdo que una vez te hablé de esta cueva y yo te conté la fabulosa historia de un siniestro pirata corso cuyo buque fue engullido por la gruta una noche de 1746. Mentí. Nunca hubo ningún contrabandista ni bucanero pendenciero que se aventurara en las tinieblas de aquella gruta. En mi defensa puedo decir que ésa fue la única mentira que oíste de mis labios. Aunque probablemente lo supiste desde el principio.
Esta mañana, mientras enhebraba un manojo de redes prendidas en el arrecife, ha sucedido otra vez. Por un segundo creí verte en el porche de la Casa del Cabo, mirando hacia el horizonte en silencio, como te gustaba hacerla. Cuando las gaviotas han alzado el vuelo, he comprobado que no había nadie allí. Más allá, cabalgando sobre las brumas, se alzaba el monte Saint Michel, como una isla fugitiva varada en la marea.
A veces pienso que todos se han ido a algún lugar lejos de Bahía Azul y que yo me he quedado atrapado en el tiempo, esperando en vano que la marea púrpura de septiembre me devuelva algo más que recuerdos. No me hagas mucho caso. El mar tiene estas cosas; todo lo devuelve después de un tiempo, especialmente los recuerdos.
Creo que, si cuento ésta, ya son cien las cartas que te he enviado a la última dirección tuya que pude conseguir en París. A veces me pregunto si has recibido alguna de ellas, si todavía te acuerdas de mí y de aquel amanecer en la Playa del Inglés. Tal vez así sea, tal vez la vida te ha llevado lejos de aquí, lejos de todos los recuerdos de la guerra.
La vida era mucho más sencilla entonces, ¿recuerdas? ¿Qué digo? Seguro que no. Empiezo a pensar que sólo soy yo, pobre tonto, el que todavía vive del recuerdo de todos y cada uno de aquellos días de 1937, cuando aún estabas aquí, a mi lado…
l. EL CIELO SOBRE PARÍS
Quienes recuerdan la noche en que murió Armand Sauvelle juran que un destello púrpura atravesó la bóveda del cielo, trazando un rastro de cenizas encendidas que se perdía en el horizonte;un destello que su hija Irene jamás pudo ver, pero que embrujaría sus sueños por muchos años.
Era un frío amanecer de invierno, y los cristales de la sala número catorce del hospital Saint George estaban teñidos por una fina película de hielo que dibujaba unas acuarelas fantasmales de la ciudad en la tiniebla dorada del alba.
La llama de Armand Sauvelle se apagó en silencio, sin apenas un suspiro. Su esposa Simone y su hija Irene alzaron la mirada cuando los primeros destellos que quebraban la línea de la noche trazaron agujas de luz a lo largo de la sala del hospital. Dorian, su hijo menor, descansaba dormido sobre una de las sillas. Un silencio sobrecogedor invadió la sala. No fue necesario cruzar ninguna palabra para comprender lo que había sucedido. Tras seis meses de sufrimiento, el fantasma negro de una enfermedad cuyo nombre jamás fue capaz de pronunciar había arrancado la vida a Armand Sauvelle. Sin más.
Ése fue el principio del peor año que recordaría la familia Sauvelle.