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»Blocklin, ciego de terror, le suplicó ayuda. Le dijo que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa, a renunciar a lo que fuese, con tal de recobrar su juventud y su alma. Corelli le sonrió y le preguntó si estaba seguro de eso. El relojero se reafirmó: cualqmer cosa.

»Corelli dijo entonces que estaba dispuesto a devolverle el reloj y con él su alma, a cambio de algo que, de hecho, no le era de utilidad alguna a Blocklin: su sombra. El relojero, desconcertado, le preguntó si ése era todo el precio que tenía que pagar, una sombra. Corelli asintió y Blocklin aceptó el trato.

»El extraño cliente extrajo un frasco de vidrio, quitó el tapón y lo colocó sobre la mesa. En un segundo, Blocklin contempló cómo su sombra se introducía en el interior del frasco, igual que un torbellino de gas. Corelli cerró el frasco y, despidiéndose de Blocklin, partió en la noche. Tan pronto hubo desaparecido por la puerta de la taberna, el reloj que sostenía en las manos invirtió el sentido en que giraban las agujas.

»Cuando Blocklin llegó a su casa, al alba, su rostro era el de un hombre joven de nuevo. El relojero suspiró con alivio. Pero otra sorpresa lo esperaba aún. Salman, su gato, no aparecía por ninguna parte. Lo buscó por toda la casa y, cuando finalmente dio con él, una sensación de horror lo invadió. El animal pendía por el cuello de un cable, unido a una lámpara de su taller. Su mesa de trabajo estaba derribada y sus herramientas esparcidas por la sala. Se diría que un tornado había pasado por aquel lugar. Todo estaba destrozado. Pero había más: marcas en las paredes. Alguien había escrito torpemente sobre los muros una palabra incomprensible:

»El relojero estudió aquel trazo obsceno y tardó más de un minuto en comprender su significado. Era su propio nombre, invertido. Nilkcolb. Blocklin. Una voz susurró a su espalda y, cuando Blocklin se volvió, se vio enfrentado a un oscuro reflejo de sí mismo, un espejismo diabólico de su propio rostro.

»Entonces, el relojero comprendió. Era su sombra quien lo observaba. Su propia sombra, desafiante. Trató de atrapada, pero la sombra se rió como una hiena y se esparció por los muros. Block1in, estremecido, vio cómo su sombra asía entonces un largo cuchillo y huía por la puerta, perdiéndose en la penumbra.

»El primer crimen de la Henrichstrasse tuvo lugar aquella misma noche. Varios testigos declararon haber visto al relojero Blocklin acuchillar a sangre fría a aquel soldado que paseaba de madrugada por el callejón. La policía lo aprehendió y lo sometió a un largo interrogatorio. A la noche siguiente, mientras Blocklin permanecía bajo custodia en su celda, dos nuevas muertes tuvieron lugar. Las gentes empezaron a hablar de un misterioso asesino que se movía en las sombras de la noche de Berlín. Blocklin trató de explicar a las autoridades lo que estaba sucediendo, pero nadie quiso escuchado. Los periódicos especulaban con la misteriosa posibilidad de un asesino que conseguía, noche tras noche, escapar de su celda de máxima seguridad, para perpetrar los más espantosos crímenes que recordaba la ciudad de Berlín.

»El terror de la sombra de Berlín duró veinticinco días exactamente. El final de aquel extraño caso llegó tan inesperada e inexplicablemente como su inicio. En la madrugada de aquel 12 de enero de 1916, la sombra de Hermann Blocklin se introdujo en la tétrica prisión de la policía secreta. Un centinela que montaba guardia junto a la celda juró que había visto a Blocklin forcejear con una sombra y que, en un momento de la refriega, el relojero había apuñalado a la sombra. Al amanecer, el cambio de guardia encontró a Blocklin muerto en su celda con una herida en el corazón.

»Días más tarde, un desconocido llamado Andreas Corelli se ofreció a pagar los gastos del entierro en la fosa común del cementerio de Berlín para Blocklin. Nadie, a excepción del enterrador y un extraño individuo que portaba lentes negras, asistió a la ceremonia.

»El caso de los crímenes de la Henrichstrasse sigue abierto y sin resolver en los archivos de la policía de Berlín.

– Guau- susurró Dorian al finalizar el relato de Lazarus-. ¿Y eso sucedió realmente?

El fabricante de juguetes sonrió.

– No. Pero sabía que te encantaría la historia. Dorian hundió los ojos en su taza. Comprendió que Lazarus había urdido aquel relato simplemente para borrarle el susto del ángel mecánico. Un buen truco, pero un truco al fin y al cabo. Lazarus le palmeó el hombro deportivamente.

– Me parece que se hace un poco tarde para jugar a detectives -observó-. Vamos, te acompañaré a casa.

– ¿Me promete que no le dirá nada a mi madre? -suplicó Dorian.

– Sólo si tú me prometes que no volverás a pasear por el bosque solo y de noche; no mientras no se aclare lo que ha sucedido con Hannah…

Ambos sostuvieron la mirada.

– Trato hecho -convino el chico.

Lazarus estrechó su mano como un buen hombre de negocios. Luego, ofreciendo una sonrisa misteriosa, el fabricante de juguetes se acercó a un armario y extrajo una caja de madera. Le ofreció la caja a Dorian.

– ¿Qué es? -preguntó el muchacho, intrigado.

– Misterio. Ábrela.

Dorian procedió a abrir la caja. La luz de los faroles reveló una figura de plata del tamaño de su mano. Dorian miró a Lazarus, boquiabierto. El fabricante de juguetes sonrió.

– Deja que te muestre cómo funciona.

Lazarus tomó la figura y la colocó sobre la mesa.

A una simple presión de sus dedos, la figura se desplegó y reveló su naturaleza. Un ángel. Idéntico al que había visto, a escala.

– A ese tamaño, no puede asustarte, ¿eh? Dorian asintió, entusiasta.

– Entonces, éste será tu ángel de la guarda. Para protegerte de las sombras…

Lazarus escoltó a Dorian a través del bosque hasta la Casa del Cabo, mientras le explicaba misterios y técnicas de la fabricación de autómatas y de mecanismos cuya complejidad e ingenio le parecían primos hermanos de la magia. Lazarus parecía saberlo todo y tenía respuesta para las cuestiones más rebuscadas y tramposas. No había modo de pillarlo. Al llegar al extremo del bosque, Dorian estaba fascinado y orgulloso con su nuevo amigo.

– Recuerda nuestro pacto, ¿eh? -susurró Lazarus-. No más excursiones nocturnas.

Dorian negó con la cabeza y salió rumbo a la casa. El fabricante de juguetes esperó fuera y no se retiró hasta que el chico hubo llegado a su habitación y lo saludó desde la ventana. Lazarus le devolvió el saludo y se internó de nuevo en las sombras del bosque.

Tendido en la cama, Dorian llevaba todavía la sonrisa pegada al rostro. Todas sus preocupaciones y angustias parecían haberse evaporado. Relajado, el muchacho abrió la caja y extrajo el ángel mecánico que le había regalado Lazarus. Era una pieza perfecta, de una belleza sobrenatural. La complejidad del mecanismo traía ecos de una ciencia misteriosa y cautivadora. Dorian dejó la figura en el suelo, al pie de su lecho, y apagó la luz. Lazarus era un genio. Ésa era la palabra. Dorian la había oído cientos de veces y siempre le sorprendía que se emplease tanto cuando en realidad no se ajustaba a los aludidos de ninguna de las maneras. Finalmente, él había conocido a un verdadero genio. Y, además, era su amigo.

El entusiasmo dio paso a un sueño irresistible.

Dorian se rindió a la fatiga y dejó que su mente lo llevase a una aventura donde él, heredero de la ciencia de Lazarus, inventaba una máquina que atrapaba sombras y liberaba al mundo de una siniestra organización maléfica.

Dorian dormía ya cuando, sin previo aviso, la figura empezó a desplegar sus alas lentamente. El ángel metálico ladeó la cabeza y alzó un brazo. Sus ojos negros, dos lágrimas de obsidiana, brillaban en la penumbra.

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