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– Me encantan los murciélagos. Ratitas voladoras -señaló ella, empeñada en seguir tomándole el pelo.

– Cuando quieras -dijo Ismael, bajando las defensas.

Irene le sonrió cálidamente. Aquella sonrisa desconcertaba totalmente a Ismael. Por unos segundos no recordaba si el viento soplaba del norte o si la quilla era una especialidad de repostería. Y lo peor era que la muchacha parecía advertirlo. Tiempo para un cambio de rumbo. En un golpe de timón, Ismael viró prácticamente en redondo al tiempo que volteaba la vela mayor, escorando el velero hasta que Irene sintió la superficie del mar acariciando su piel. Una lengua de frío. La muchacha gritó entre risas. Ismael le sonrió. Todavía no sabía muy bien qué era lo que había visto en ella, pero estaba seguro de una cosa: no podía quitarle los ojos de encima.

– Rumbo al faro -anunció.

Segundos más tarde, cabalgando sobre la corriente y con la mano invisible del viento a sus espaldas, el Kyaneos se deslizó como una flecha sobre la cresta del arrecife. Ismael sintió cómo Irene aferraba su mano. El velero atronaba como si apenas tocase el agua. Una estela de espuma blanca dibujaba guirnaldas a su paso. Irene miró a Ismael y advirtió que él la contemplaba a su vez. Por un instante, sus ojos se perdieron en los de ella e Irene sintió que el muchacho le apretaba suavemente la mano. El mundo nunca había estado tan lejos.

A media mañana de aquel día, Simone Sauvelle cruzó las puertas de la biblioteca personal de Lazarus Jann, que ocupaba una inmensa sala ovalada en el corazón de Cravenmoore. Un universo infinito de libros ascendía en una espiral babilónica hacia una claraboya de cristal tintado. Miles de mundos desconocidos y misteriosos convergían en aquella infinita catedral de libros. Por unos segundos, Simone contempló boquiabierta la visión, su mirada atrapada en la neblina evanescente que danzaba en ascenso hacia la bóveda. Tardó casi dos minutos en advertir que no estaba sola allí.

Una figura pulcramente trajeada ocupaba un escritorio bajo un rayo de luz que caía en vertical desde la claraboya. Al oír sus pasos, Lazarus se volvió y, cerrando el libro que estaba consultando, un viejo tomo de aspecto centenario encuadernado en piel negra, le sonrió amablemente. Una sonrisa cálida y contagiosa.

– Ah, madame Sauvelle. Bienvenida a mi pequeño refugio -dijo, incorporándose.

– No deseaba interrumpido…

– Al contrario, me alegro de que lo haya hecho -dijo Lazarus-. Quería hablar con usted acerca de un pedido de libros que deseo hacer a la firma de Arthur Francher…

– ¿Arthur Francher, en Londres? El rostro de Lazarus se iluminó. -¿La conoce?

– Mi esposo solía comprar libros allí en sus viajes. Budington Arcade.

– Sabía que no podía haber escogido persona más idónea para este puesto -dijo Lazarus, sonrojando a Simone.

»¿Qué tal si discutimos esto en torno a una taza de café? -invitó.

Simone asintió tímidamente. Lazarus sonrió de nuevo y devolvió el grueso tomo que sostenía en las manos a su lugar, entre cientos de otros volúmenes semejantes. Simone lo observó mientras lo hacía y sus ojos no pudieron dejar de advertir el título que podía leerse labrado a mano sobre el lomo. Una sola palabra, desconocida e inidentificable:

Dopplelgänger

Poco antes del mediodía, Irene vislumbró el islote del faro a proa. Ismael decidió rodeado para acometer la maniobra de aproximación y atracar en una pequeña ensenada que albergaba el islote, rocoso y arisco. Para entonces, Irene, gracias a las explicaciones de Ismael, ya estaba más versada en las artes navegatorias y en la física elemental del viento. De este modo, siguiendo sus instrucciones, ambos lograron capear el empuje de la corriente y deslizarse entre el pasillo de acantilados que conducía al viejo embarcadero del faro.

El islote era apenas un pedazo de roca desolada que emergía en la bahía. Una considerable colonia de gaviotas anidaba allí. Algunas de ellas observaban a los intrusos con cierta curiosidad. El resto emprendió el vuelo. A su paso, Irene pudo ver antiguas casetas de madera carcomidas por décadas de temporales y abandono.

El faro en sí era una esbelta torre, coronada por una linterna de prismas, que se erguía sobre una pequeña casa de apenas una planta, la vieja vivienda del farero.

– Aparte de mí, las gaviotas y algún que otro cangrejo, nadie ha venido aquí en años -dijo Ismael.

– Sin contar al fantasma del buque pirata -bromeó Irene.

El muchacho condujo el velero hasta el embarcadero y saltó a tierra para asegurar el cabo de proa. Irene siguió su ejemplo. Tan pronto el Kyaneos estuvo convenientemente amarrado, Ismael tomó un cesto con provisiones que su tía le había dejado preparado, bajo la convicción de que no había modo de abordar a una señorita con el estómago vacío y que había que atender a los instintos por orden de prioridad.

– Ven. Si te gustan las historias de fantasmas, esto te va a interesar…

Ismael abrió la puerta de la casa del faro e indicó a Irene que lo precediese. La muchacha se adentró en la vieja vivienda y sintió como si acabase de dar un paso de dos décadas hacia el pasado. Todo seguía intacto, bajo una capa de niebla formada por la humedad de años y años. Decenas de libros, objetos y muebles permanecían intactos, como si un fantasma se hubiese llevado al farero de madrugada. Irene miró a Ismael, fascinada.

– Espera a ver el faro -dijo él.

El muchacho la tomó de la mano y la condujo hacia la escalera que ascendía en espiral hasta la torre del faro. Irene se sentía como una intrusa al invadir aquel lugar suspendido en el tiempo y, a la vez, como una aventurera a punto de desvelar un extraño misterio.

– ¿Qué pasó con el farero?

Ismael se tomó su tiempo para responder. -Una noche cogió su bote y dejó el islote. No se molestó ni en recoger sus cosas.

– ¿Por qué haría una cosa así?

– Nunca lo dijo -contestó Ismael.

– ¿Por qué crees tú que lo hizo?

– Por miedo.

Irene tragó saliva y miró por encima de su hombro, esperando de un momento a otro encontrarse con el espectro de aquella mujer ahogada ascendiendo como un demonio de luz por la escalera de caracol, con las garras extendidas hacia ella, el rostro blanco como porcelana y dos círculos negros en torno a sus ojos encendidos.

– No hay nadie aquí, Irene. Sólo tú y yo -dijo Ismael.

La muchacha asintió sin mucho convencimiento. -Sólo gaviotas y cangrejos, ¿eh?

– Exacto.

La escalera desembocaba en la plataforma del faro, una atalaya sobre el islote desde la que podía contemplarse toda Bahía Azul. Ambos salieron al exterior. La brisa fresca y la luz resplandeciente desvanecían cuantos ecos fantasmales evocaba el interior del faro. Irene respiró profundamente y se dejó embrujar por la visión que sólo podía contemplarse desde aquel lugar.

– Gracias por traerme aquí -murmuró. Ismael asintió, desviando nerviosamente la mirada.

– ¿Te apetece comer algo? Me muero de hambre -anunció.

De esta guisa, ambos se sentaron al extremo de la plataforma del faro y, con las piernas colgando en el vacío, procedieron a dar buena cuenta de los manjares que ocultaba la cesta. Ninguno de ellos tenía realmente mucho apetito, pero comer mantenía las manos y la mente ocupadas.

A lo lejos, Bahía Azul dormía bajo el sol de la tarde, ajena a cuanto sucedía en aquel islote apartado del mundo.

Tres tazas de café y una eternidad más tarde, Simone se encontraba todavía en compañía de Lazarus, ignorando el paso del tiempo. Lo que había empezado como una simple charla amistosa se había transformado en una larga y profunda conversación acerca de libros, viajes y antiguos recuerdos. Tras apenas unas horas, tenía la sensación de conocer a Lazarus de toda la vida. Por primera vez en meses se descubrió a sí misma desenterrando dolorosos recuerdos de los últimos días de la vida de Armand y experimentando una grata sensación de alivio al hacedo. Lazarus escuchaba con atención y respetuoso silencio. Sabía cuándo desviar la conversación o cuándo dejar fluir los recuerdos libremente.

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