– Ya es medianoche. Lazarus volverá pronto -dijo Irene.
– Andando.
La escalera ascendía en una espiral bizantina que parecía desafiar la ley de la gravedad, arqueándose progresivamente como los conductos de acceso a la cúpula de una gran catedral. Tras un vertiginoso ascenso, rebasaron la entrada al primer piso. Ismael aferró la mano de Irene y siguió subiendo. La curvatura de los muros se hacía más pronunciada ahora, y el trayecto se transformaba paulatinamente en un esófago claustrofóbico horadado en la piedra.
– Sólo un poco más -dijo el chico, leyendo el angustioso silencio de Irene.
Una eternidad más tarde -en realidad, unos treinta segundos-, ambos pudieron escapar de aquel asfixiante conducto y alcanzar la puerta de acceso a la segunda planta de Cravenmoore. Frente a ellos se extendía el corredor principal del ala este. Una jauría de figuras petrificadas acechaba en las sombras.
– Sería conveniente que nos separásemos -apuntó Ismael.
– Sabía que dirías eso.
– A cambio, escoge tú qué extremo quieres explorar -ofreció Ismael, tratando de bromear.
Irene dirigió una mirada en ambas direcciones.
Hacia el este se distinguían los cuerpos de tres figuras encapuchadas en torno a una enorme marmita: brujas. La muchacha señaló en la dirección opuesta.
– Hacia allí.
– Son sólo máquinas, Irene -dijo Ismael-.
No tienen vida. Simples juguetes.
– Dímelo por la mañana.
– Está bien, yo exploraré esta parte. Nos encontraremos aquí dentro de quince minutos. Si no hemos encontrado nada, mala suerte. Nos largamos -concedió-. Lo prometo.
Ella asintió. Ismaelle tendió su caja de fósforos. -Por si acaso.
Irene la guardó en el bolsillo de su chaqueta y dirigió una última mirada a Ismael. El muchacho se inclinó y la besó ligeramente en los labios. -Buena suerte -murmuró.
Antes de que pudiera responderle, él se alejó hacia el extremo del corredor enterrado en la negrura. «Buena suerte», pensó Irene.
El eco de los pasos del chico se perdió a su espalda. La muchacha respiró profundamente y se encaminó rumbo al otro extremo de la galería que atravesaba el eje central de la mansión. El corredor se bifurcaba al llegar a la escalinata central. Irene se asomó levemente al abismo que descendía hasta la planta baja. Un haz de luz descompuesta caía en vertical desde una especie de linterna ubicada en la cúspide trazando un arco iris que arañaba las tinieblas.
Desde aquel punto, la galería se adentraba en dos direcciones: hacia el sur y hacia el oeste. El ala oeste era la única que tenía vistas a la bahía. Sin dudarlo un instante, Irené se internó en el largo pasillo, dejando tras de sí la reconfortante claridad que emanaba de la linterna. Súbitamente, la muchacha advirtió que un velo semitransparente cruzaba el pasillo, apenas una cortinilla de gasa más allá de la cual el corredor adquiría una fisonomía ostensiblemente diferente de la del resto de la galería. No se veía la silueta de ninguna figura más acechando en la sombra. Una letra aparecía bordada sobre la corona que sostenía la cortina divisoria. Una inicial:
A
Irene separó con los dedos el velo de la cortina y cruzó aquella extraña frontera que parecía dividir en dos el ala oeste. Un frío aliento invisible le acarició el rostro y por primera vez la muchacha vislumbró que los muros estaban recubiertos por una compleja maraña de relieves labrados sobre la madera. Sólo tres puertas podían verse desde allí. Dos a ambos lados del corredor y una tercera, la mayor de las tres, situada en el extremo y marcada con la inicial que había visto sobre la cortina a sus espaldas.
Irene se encaminó lentamente hacia aquella puerta. Los relieves a su alrededor mostraban escenas incomprensibles que personificaban extrañas criaturas. Cada una de ellas, a su vez, se yuxtaponía con otras, creando un océano de jeroglíficos cuyo significado se le escapaba completamente. Para cuando Irene llegó a la puerta del extremo, la noción de que era improbable que Hannah hubiese ocupado una estancia en aquel lugar ya había tomado forma en su mente. El embrujo de aquel espacio, sin embargo, podía más que la siniestra atmósfera de santuario prohibido que allí se respiraba. Una intensa presencia parecía flotar en el aire. Una presencia casi palpable.
Irene sintió que el pulso se le aceleraba y posó su mano temblorosa sobre el pomo de la puerta. Algo la detuvo. Un presentimiento. Aún estaba a tiempo de volver atrás, de reunirse de nuevo con Ismael y escapar de aquella casa antes de que Lazarus advirtiese su incursión. El pomo giró suavemente bajo sus dedos, resbalando sobre la piel. Irene cerró los ojos. No tenía por qué entrar allí. Le bastaba con rehacer sus pasos. No tenía por qué ceder a aquella atmósfera irreal, de ensueño, que le susurraba que abriese la puerta y cruzase el umbral sin retorno. La muchacha abrió los ojos.
El corredor ofrecía el camino de regreso entre las tinieblas. Irene suspiró y, por un instante, sus ojos se perdieron en los reflejos que teñían la cortina de gasa. Fue entonces cuando aquella silueta oscura se recortó tras la cortina y se detuvo al otro lado.
– ¿Ismael? -murmuró Irene.
La silueta permaneció allí por espacio de unos instantes y, después, sin producir sonido alguno, se retiró de nuevo a las sombras.
– Ismael, ¿eres tú? -preguntó de nuevo.
El lento veneno del pánico había empezado a insuflarse en sus venas. Sin apartar la mirada de aquel punto, abrió la puerta de la habitación y penetró en el interior, cerrando a su espalda. Por un segundo, la luz de zafiro que se filtraba desde los grandes ventanales, altos y estrechos, la cegó. Luego, mientras sus pupilas se aclimataban a la luminosidad evanescente de la cámara, Irene atinó a encender, con manos temblorosas, uno de los fósforos que Ismael le había proporcionado. La lumbre cobriza de la llama la ayudó a desvelar una suntuosa sala palaciega, cuyo lujo y esplendor parecían escapados de las páginas de una fábula.
El techo, coronado por un artesonado laberíntico, dibujaba un remolino barroco en torno al centro de la estancia. En un extremo, un suntuoso palanquín del que pendían largos velos dorados albergaba un lecho. En el centro de la habitación una mesa de mármol sostenía un gran tablero de ajedrez, cuyas piezas estaban labradas en cristal. En el otro extremo, Irene descubrió otra fuente de luz que contribuía a configurar esa atmósfera irisada: las fauces cavernosas de un hogar donde ardían gruesos troncos en brasa pura. Encima, se alzaba un gran retrato. Un rostro blanco y dotado de las facciones más delicadas que puedan imaginarse en un ser humano rodeaba los ojos profundos y tristes de una mujer de conmovedora belleza. La dama del retrato aparecía enfundada en un largo atuendo blanco y tras ella podía distinguirse el islote del faro en la bahía.
Irene se acercó lentamente hasta el pie del retrato, sosteniendo en alto el fósforo encendido hasta que la llama le quemó los dedos. Lamiéndose la quemadura, la joven distinguió un portavelas sobre un escritorio. No lo necesitaba estrictamente, pero encendió la vela con otro fósforo. La llama irradió de nuevo un vaho de claridad en torno a ella. Sobre el escritorio, un libro de piel aparecía abierto por la mitad.
Los ojos de Irene reconocieron la caligrafía que le era tan familiar sobre el papel apergaminado y cubierto por una capa de polvo que apenas permitía leer las palabras escritas en la página. La muchacha sopló levemente y una nube de miles de partículas brillantes se esparció sobre la mesa. Cogió el libro en sus manos y pasó las páginas hasta llegar a la primera. Acercó el tomo a la luz y dejó que sus ojos leyesen las palabras impresas en letras plateadas. Lentamente, a medida que su mente comprendía lo que todo aquello significaba, un intenso escalofrío se le clavó como una aguja helada en la base de la nuca.
Alexandra Alma Maltisse