Tal vez fuese la idea de escuchar a su madre charlar plácidamente con un hombre que no era su padre, aunque ese hombre fuese Lazarus, a quien Dorian tenía por amigo. Quizá fuese el color de intimidad que parecía teñir las palabras entre ambos. Quizá, se dijo por fin Dorian, eran tan sólo celos y una estúpida obstinación por pretender que su madre no podía volver a disfrutar de una conversación de tú a tú con otro hombre adulto. Yeso era egoísta. Egoísta e injusto. Al fin y al cabo, Simone, además de su madre, era una mujer de carne y hueso, necesitada de amistad y de la compañía de alguien más que de sus hijos. Cualquier libro que se preciase lo dejaba bien claro. Dorian repasó el aspecto teórico de ese razonamiento. A ese nivel, todo le parecía perfecto. La práctica, sin embargo, era otra cuestión.
Tímidamente, sin encender la luz de su habitación, Dorian se aproximó a la ventana y echó un vistazo furtivo hacia el porche. «Egoísta y, encima, espía», pareció susurrar una voz en su interior. Desde el cómodo anonimato de las sombras, Dorian observó la sombra de su madre proyectada sobre el suelo del porche. Lazarus, de pie, miraba el mar, negro e impenetrable. Dorian tragó saliva. La brisa agitó las cortinas que lo ocultaban y el chico dio un paso atrás instintivamente. La voz de su madre pronunció algunas palabras ininteligibles. No era asunto suyo, concluyó, avergonzado de haber estado espiando en secreto.
El muchacho estaba a punto de alejarse suavemente de su ventana cuando advirtió un movimiento en la penumbra por el rabillo del ojo. Dorian se volvió en seco, sintiendo cómo todos los cabellos de la nuca se le erizaban. La habitación estaba sumida en la oscuridad, apenas rasgada por retales de claridad azul que se filtraban entre las cortinas ondulantes. Lentamente, su mano palpó la mesilla de noche en busca del interruptor de la lámpara. La madera estaba fría. Sus dedos tardaron un par de segundos en dar con el botón. Dorian presionó el interruptor. La espiral metálica del interior de la bombilla prendió en una llama fugaz y se extinguió con un suspiro. El destello vaporoso lo cegó por un instante. Luego, la oscuridad se hizo más densa, como un profundo pozo de agua negra.
«La bombilla se ha fundido -se dijo-o Algo común. El metal con el que se forja la espiral de la resistencia, wolframio, tiene una vida limitada.» En la escuela le habían explicado eso.
Todos estos pensamientos tranquilizadores se desvanecieron cuando Dorian advirtió de nuevo aquel movimiento entre las sombras. Más concretamente, de las sombras.
Sintió una oleada de frío al comprobar que una forma parecía moverse en la oscuridad, frente a él.
La silueta, negra y opaca, se detuvo en el centro de la estancia. «Me está observando», murmuró la voz interna en su mente. La sombra pareció avanzar entre la oscuridad y Dorian comprobó que no era el suelo lo que se movía, sino sus rodillas, que temblaban de puro terror ante aquella forma espectral de negrura que se acercaba paso a paso.
Dorían retrocedió unos pasos hasta que la escasa claridad que penetraba por la ventana lo envolvió en un halo de luz. La sombra se detuvo en el umbral de la tiniebla. El chico sintió que sus dientes pugnaban por rechinar, pero presionó la mandíbula con fuerza y reprimió sus deseos de cerrar los ojos. De pronto, alguien pareció pronunciar unas palabras. Tardó unos segundos en comprobar que era él mismo quien estaba hablando. Con tono firme y sin rastro de temor.
– Fuera de aquí -murmuró Dorian en dirección a las sombras-. He dicho fuera.
Un sonido escalofriante llegó hasta sus oídos, un sonido que parecía el eco de una risa lejana, cruel y maléfica. En aquel instante, las facciones de aquella sombra asomaron entre la penumbra como un espejismo de aguas de obsidiana. Negras. Demoníacas.
– Fuera de aquí -se oyó decir a sí mismo.
La forma de vapor negro se desvaneció ante sus ojos y la sombra cruzó la habitación a toda velocidad, como una nube de gas candente, hasta la puerta. Una vez allí la silueta formó una espiral fantasmagórica que se filtró a través del orificio de la cerradura, un tornado de tinieblas succionado por una fuerza invisible.
Sólo entonces la resistencia de la bombilla prendió de nuevo y, esta vez, la cálida luz bañó la habitación. El impacto súbito de la luz eléctrica le arrancó un alarido de pánico que se ahogó en su garganta. Sus ojos recorrieron cada rincón de la estancia, pero no quedaba rastro de la aparición que había creído ver segundos antes.
Dorian respiró profundamente y se dirigió hacia la puerta. Posó la mano sobre el pomo. El metal estaba frío como el hielo. Armándose de determinación, la abrió y estudió las sombras del pasillo. Nada.
Suavemente, cerró de nuevo la puerta de su habitación y volvió hasta la ventana. Abajo, en el porche, Lazarus se despedía de su madre. Justo antes de partir, el fabricante de juguetes se inclinó y la besó en la mejilla. Un beso breve, casi un roce. Dorian sintió que el estómago se le encogía hasta el tamaño de un guisante. Un instante después, desde las sombras, el hombre alzó la mirada y le sonrió. La sangre se le heló en las venas.
El fabricante de juguetes se alejó lentamente rumbo al bosque, bajo la luz de la luna y, por más que Dorian lo intentó, fue incapaz de ver dónde se reflejaba la sombra de Lazarus. Poco después, la oscuridad lo engulló.
Tras atravesar un largo corredor que comunicaba la fábrica de juguetes con la mansión, Ismael e Irene se adentraron en las entrañas de Cravenmoore. Bajo el manto de la noche, la morada de Lazarus parecía un palacio de tinieblas, cuyas galerías, pobladas por decenas de criaturas mecánicas, se extendían hacia la oscuridad en todas las direcciones. La luz central que coronaba la escalinata en espiral en el centro de la mansión esparcía una lluvia de reflejos púrpuras, dorados y azules que reverberaban hacia el interior de Cravenmoore, como burbujas escapadas de un caleidoscopio.
A los ojos de Irene, las siluetas aletargadas de los autómatas y los rostros inanimados sobre los muros sugerían un extraño encantamiento que hubiese apresado las almas de decenas de antiguos habitantes de la mansión. Ismael, más prosaico, no veía en ellas más que el reflejo de la mente laberíntica e insondable que los había creado. Y ello no lo tranqui1izaba en absoluto; al contrario, a medida que se aventuraban en los dominios privados de Lazarus Jann, la presencia invisible del fabricante de juguetes parecía más intensa que nunca. Su personalidad estaba en cada recóndito detalle de aquella barroca construcción: desde el techo, tramado en una bóveda de frescos que mostraban escenas de cuentos célebres, hasta el suelo que pisaban, un interminable tablero de ajedrez que formaba una red hipnótica y engañaba a la vista con un extravagante efecto óptico de profundidad infinita. Caminar por Cravenmoore era como adentrarse en un sueño embriagador y a la vez aterrador.
Ismael se detuvo al pie de una de la escalera e inspeccionó cuidadosamente el recorrido en espiral que se perdía en las alturas. Mientras lo hacía, Irene advirtió que el rostro de uno de los relojes mecánicos de Lazarus en forma de sol abría los ojos y les sonreía. Al tiempo que la manecilla de las horas alcanzaba la vertical de la medianoche, la esfera giró sobre sí misma y el sol dio paso a una luna que irradiaba una luz espectral. Los ojos oscuros y brillantes de la luna giraban de un lado a otro lentamente.
– Vayamos arriba -murmuró Ismael-. La habitación de Hannah estaba en el segundo piso. -Aquí hay decenas de habitaciones, Ismael. ¿Cómo sabremos cuál era la suya?
– Hannah me contó que su habitación estaba en el extremo de un corredor, de cara a la bahía.
Irene asintió, pese a que aquélla le parecía poca aclaración. El muchacho parecía tan abrumado por la atmósfera del lugar como ella, pero no lo admitiría ni en cien años. Ambos echaron un último vistazo al reloj.