El aroma de un delicioso asado llegó hasta ellos como un elixir encantado. Incluso una piedra les hubiese leído el pensamiento.
Ni el sorprendente recibimiento del autómata ni el sobrecogedor aspecto del exterior de Cravenmoore podían presagiar el impacto que el interior de la mansión de Lazarus Jann causó en los Sauvelle. Tan pronto rebasaron el umbral de sus puertas, los tres se vieron sumergidos en un mundo fantástico que iba mucho más allá de lo que sus tres imaginaciones juntas podían llegar a concebir.
Una suntuosa escalera parecía ascender en espiral hacia el infinito. Alzando la vista, los Sauvelle contemplaron una fuga que conducía a la torre central de Cravenmoore, coronada por una linterna mágica que bañaba la atmósfera interna de la casa con una luz espectral y evanescente. Bajo ese manto de claridad fantasmal se descubría una interminable galería de criaturas mecánicas. Un gran reloj de pared, dotado de ojos y una mueca caricaturesca, sonreía a los visitantes. Una bailarina envuelta en un velo transparente giraba sobre sí misma en el centro de una sala ovalada, donde cada objeto, cada detalle, formaba parte de la fauna creada por Lazarus Jann.
Los pomos de las puertas eran rostros risueños que guiñaban sus ojos al girar. Un gran búho de magnífico plumaje dilataba sus pupilas de cristal y aleteaba lentamente en las brumas. Decenas o quizá cientos miniaturas y juguetes ocupaban una inmensidad de muros y vitrinas que hubiera llevado toda una vida explorar. Un pequeño y juguetón cachorro mecánico movía la cola y ladraba al paso de un ratoncillo de metal. Suspendido del techo invisible, un carrusel de hadas, dragones y estrellas danzaba en el vacío, en torno a un castillo que flotaba entre nubes de algodón al son del tintineo distante de una caja de música…
Dondequiera que dirigieran su mirada, los Sauvelle descubrían nuevos prodigios, nuevos artefactos imposibles que desafiaban todo lo que habían visto antes. Bajo la divertida mirada de Lazarus, los tres permanecieron así, presos de aquel estado de absoluto encantamiento, durante minutos.
– ¡Es… es maravilloso! -dijo Irene, incapaz de creer cuanto sus ojos le transmitían.
– Bien, esto es sólo el vestíbulo. Pero celebro que les guste -asintió Lazarus, guiándolos hacia el gran comedor de Cravenmoore.
Dorian, desprovisto de palabras, lo contemplaba todo con unos ojos como platos. Simone e Irene, no menos impresionadas, hacían lo posible por no caer en el hipnótico estado de ensueño que la casa producía. La sala donde se servía la cena estaba a la altura de lo que el vestíbulo auguraba. Desde las copas hasta los cubiertos, los platos o las lujosas alfombras que cubrían el suelo, todo llevaba el sello de Lazarus Jann. Ni un solo objeto en casa parecía pertenecer al mundo real, gris y aborreciblemente normal que habían dejado atrás al internarse en aquella vivienda. Con todo, a los ojos de Irene no escapó el inmenso retrato que reposaba sobre la chimenea, cuyas llamas brotaban de las fauces de unos dragones. Una dama de belleza deslumbrante lucía un vestido blanco. El poder de su mirada había rebasado frontera entre la realidad y los pinceles del artista. Por
unos segundos, lrene se perdió en aquella mirada mágica y embriagadora.
– Mi esposa, Alexandra… Cuando todavía gozaba de buena salud. Días maravillosos; aquéllos -dijo la voz de Lazarus a sus espaldas, envuelta en un halo de melancolía y resignación.
La cena transcurrió agradablemente a la luz de las llamas. Lazarus Jann se reveló como un excelente anfitrión que pronto supo ganarse las simpatías de Dorian e Irene con bromas y narraciones sorprendentes. En el curso de la velada les explicó que los deliciosos platos que estaban degustando eran obra de Hannah, una muchacha de la edad de Irene que trabajaba para él como cocinera y doncella. A los pocos minutos, la tirantez inicial desapareció y todos se sumaron a la distendida conversación que el fabricante de juguetes sabía tejer con una habilidad imperceptible.
Cuando empezaron a degustar el segundo plato, el asado de pavo especialidad de Hannah, los Sauvelle se sentían en la presencia de un viejo conocido. Para su tranquilidad, Simone advirtió que la corriente de simpatía entre sus hijos y Lazarus era mutua, y que ella misma no era ajena a su encanto.
Entre anécdota y anécdota, Lazarus les facilitó cumplidas explicaciones acerca de la casa y la naturaleza de las obligaciones a las que su nuevo empleo los comprometía. El viernes era la noche libre de Hannah y la pasaba con su humilde familia en Bahía Azul. Pero Lazarus les informó de que tendrían oportunidad de conocerla tan pronto se incorporase de nuevo a su labor. Hannah era la única persona, sin contar a Lazarus y a su esposa, que vivía en Cravenmoore. Ella los ayudaría a aclimatarse y solventaría cuantas dudas tuviesen en relación con la casa.
Llegados los postres, una irresistible tarta de frambuesas, Lazarus pasó a explicar lo que esperaba de ellos. Pese a estar ya retirado, seguía trabajando ocasionalmente en el taller de juguetes, localizado en una ala contigua a Cravenmoore. Tanto la fábrica como las habitaciones de los pisos superiores estaban vedadas a su paso. No debían entrar en ellas bajo ningún concepto. Sobre todo en el ala oeste de la casa, que albergaba las habitaciones de su esposa.
Alexandra Jann padecía, desde hacía más de veinte años, una extraña e incurable enfermedad que la obligaba a guardar reposo absoluto en cama. La esposa de Lazarus vivía retirada en su habitación del tercer piso en el ala oeste, donde sólo su marido entraba para atenderla y proporcionarle cuantos cuidados precisaba en su precario estado. El fabricante de juguetes les contó cómo su esposa, por entonces una joven llena de vitalidad y belleza, contrajo la misteriosa enfermedad en un viaje que realizaron por tierras centroeuropeas.
El virus, al parecer incurable, fue apoderándose de ella poco a poco. Pronto, casi ni podía caminar o sostener un objeto en las manos. En el plazo de seis meses, su estado empeoró hasta convertirla en una inválida, un triste reflejo de la persona con quien se había casado tan sólo unos años antes. Al año de contraer la enfermedad, la memoria de la enferma empezó a desvanecerse, y en cuestión de semanas apenas era capaz de reconocer a su propio esposo. Desde entonces dejó de hablar y su mirada se convirtió en un pozo sin fondo. Alexandra Jann tenía entonces veintiséis años. Desde ese día jamás había vuelto a salir de Cravenmoore.
Los Sauvelle escucharon el triste relato de Lazarus en respetuoso silencio. El fabricante, obviamente consternado por el recuerdo y por dos décadas de vida en soledad y dolor, quiso quitar importancia al hecho derivando la conversación hacia la exquisita tarta de Hannah. La triste amargura de su mirada, sin embargo, no pasó desapercibida para Irene.
No le costaba imaginar la huida a ninguna parte de Lazarus Jann. Desprovisto de aquello que más amaba, Lazarus se había refugiado en su mundo de fantasía y había creado cientos de seres y objetos con los que llenar la profunda soledad que lo rodeaba.
Al oír las palabras del fabricante de juguetes, Irene comprendió que ya nunca podría volver a ver aquel universo de imaginación desbordante que poblaba Cravenmoore como una espectacular e impactante pirueta del genio que lo había creado. Para ella, que había aprendido a reconocer en carne propia el vacío de la pérdida, Cravenmoore no era más que el oscuro reflejo del laberinto de soledad en el que Lazarus Jann había vivido en los últimos veinte años. Cada habitante de aquel mundo maravilloso, cada creación, constituía simplemente una lágrima derramada en silencio.
Finalizada la cena, Simone Sauvelle tenía muy claras sus obligaciones y responsabilidades en la casa. Sus funciones eran similares a las de un ama de llaves, un trabajo que poco tenía que ver con su empleo original, el de maestra, pero que estaba dispuesta a desempeñar tan bien como pudiese para garantizar un futuro de bienestar a sus hijos. Simone supervisaría el trabajo de Hannah y de los sirvientes ocasionales, se haría cargo de las tareas de administración y mantenimiento de la propiedad de Lazarus Jann, del trato con los proveedores y los comerciantes del pueblo, de la correspondencia, de las provisiones y de garantizar que nada ni nadie importunara al fabricante en su deseado retiro del mundo exterior. Igualmente, su trabajo contemplaba la adquisición de libros para la biblioteca de Lazarus. A tal efecto, su patrón insinuó claramente que su pasado como educadora había sido determinante a la hora de elegida entre otras candidatas más versadas en el área del servicio. Lazarus insistió en que este cometido era uno de los más importantes de su posición.