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Andaba Irene ya concentrada en decidir qué ropa ponerse para salir a disfrutar de aquel día robado de algún sueño, cuando una voz desconocida, acelerada y zumbona llegó a sus oídos desde el piso inferior. Dos segundos de atenta escucha revelaron el timbre calmado y templado de su madre conversando o, mejor dicho, intentando colocar monosílabos entre los escasos resquicios que su interlocutora dejaba escapar.

Mientras se vestía, Irene trató de dilucidar el aspecto de aquella persona a través de su voz. Desde pequeña, éste había sido uno de sus pasatiempos predilectos. Escuchar una voz con los ojos cerrados y tratar de imaginar a quién pertenecía: determinar su estatura, su peso, su rostro, su carácter…

Esta vez su instinto dibujaba una mujer joven, de poca estatura, nerviosa y saltarina, morena y probablemente de ojos oscuros. Con tal retrato en mente, decidió bajar al piso inferior con dos objetivos: saciar su apetito matutino con un buen desayuno y, lo más importante, saciar su curiosidad respecto a la dueña de aquella voz.

Tan pronto puso los pies en la sala de la planta baja, comprobó que sólo había cometido un error: los cabellos de la muchacha eran pajizos. El resto, clavado en la diana. Así fue como Irene conoció a la pintoresca y dicharachera Hannah; por puro oído.

Simone Sauvelle hizo lo posible por corresponder con un delicioso desayuno a la cena que la noche anterior Hannah les había dejado preparada para su encuentro con Lazarus Jann. La joven devoraba la comida a una velocidad todavía mayor de la que empleaba al hablar. El torrente de anécdotas, chismes e historias de todo tipo acerca del pueblo y sus habitantes, que desgranaba con celeridad, hizo que a los pocos minutos de disfrutar de su compañía Simone e Irene tuviesen la sensación de conocerla de toda la vida.

Entre tostada y tostada, Hannah les resumió su biografía en fascículos acelerados. Cumpliría los dieciséis en noviembre; sus padres tenían una casa en el pueblo: él, pescador, y ella, panadera; con ellos vivía también su primo Ismael, que había perdido a sus padres años atrás y que ayudada a su tío, o sea, a su padre, en el barco. Ya no iba a la escuela porque la arpía de Jeanne Brau, rectora del colegio público, la tenía catalogada como lerda y de pocas luces. Con todo, Ismaelle estaba enseñando a leer, y su conocimiento de las tablas de multiplicar mejoraba por semanas. Adoraba el color amarillo y coleccionaba conchas que recogía en la Playa del Inglés. Su pasatiempo predilecto era escuchar seriales radiofónicos y asistir a los bailes de verano en la plaza mayor, cuando bandas itinerantes acudían al pueblo. No usaba perfume, pero le gustaban las barras de labios…

Escuchar a Hannah era una experiencia a medio camino entre la diversión y el agotamiento. Tras pulverizar su desayuno y todo lo que Irene no pudo acabar del suyo, Hannah detuvo su discurso por unos segundos. El silencio que se formó en la casa pareció sobrenatural. Pero duró poco, por supuesto.

– ¿Qué tal si damos un paseo las dos y te enseño el pueblo? -preguntó Hannah, súbitamente entusiasmada ante la perspectiva de hacer de guía de Bahía Azul.

Irene y su madre intercambiaron una mirada. -Me encantaría -respondió finalmente la joven.

Una sonrisa de oreja a oreja cruzó el rostro de Hannah.

– No se preocupe, madame Sauvelle. Se la devolveré sana y salva.

De este modo, Irene y su nueva amiga salieron disparadas por la puerta rumbo a la Playa del Inglés, mientras la calma regresaba lentamente a la Casa del Cabo. Simone tomó su taza de café y salió al porche a saborear la tranquilidad de aquella mañana. Dorian la saludó desde los acantilados.

Simone le devolvió el saludo. Curioso muchacho. Siempre solo. No parecía interesado en hacer amigos o no sabía cómo hacerlos. Perdido en su mundo y sus cuadernos, sólo el cielo sabía qué pensamientos ocupaban su mente. Apurando su café, Simone echó un último vistazo a Hannah y a su hija camino del pueblo. Hannah seguía parloteando incansablemente. Unos tanto y otros tan poco.

La educación de la familia Sauvelle en los misterios y las sutilezas de la vida en un pequeño pueblo costero ocupó la mayor parte de aquel primer mes de julio en Bahía Azul. La primera fase, de choque cultural y desconcierto, duró una semana larga. Durante esos días, la familia descubrió que, a excepción del sistema métrico decimal, los usos, normas y peculiaridades de Bahía Azul no tenían nada que ver con los de París. En primer lugar estaba el tema del horario. En París no sería aventurado afirmar que por cada mil habitantes podían encontrarse otros tantos miles de relojes, tiranos que organizaban la vida con capricho militar. En Bahía Azul, sin embargo, no había más hora que la del sol. Ni más coches que el del doctor Giraud, el de la gendarmería y el de Lazarus. Ni más… La sucesión de contrastes era infinita. Y en el fondo, las diferencias no radicaban en los números, sino en los hábitos.

París era una ciudad de desconocidos, un lugar donde era posible vivir durante años sin conocer el nombre de la persona que vivía al otro lado del rellano. En Bahía Azul, en cambio, era imposible estornudar o rascarse la punta de la nariz sin que el acontecimiento tuviese amplia cobertura y repercusión en toda la comunidad. Ése era un pueblo donde los resfriados eran noticia y donde las noticias eran más contagiosas que los resfriados. No había diario local, ni falta que hacía.

Fue misión de Hannah la de instruidos en la vida, historia y milagros de la comunidad. La velocidad vertiginosa con que la muchacha ametrallaba las palabras consiguió comprimir en unas cuantas sesiones repartidas suficiente información y chismes como para volver a escribir la enciclopedia de corrido y del derecho. Supieron así que Laurent Savant, el párroco local, organizaba campeonatos de inmersión y carreras de maratón, y que además de tartamudear en sus sermones sobre la holgazanería y la falta de ejercicio, había recorrido más millas en su bicicleta que Marco Polo. Supieron también que el concejo local se reunía los martes y los jueves a la una del mediodía para discutir los asuntos municipales, durante los que Ernest Dijon, alcalde virtualmente vitalicio cuya edad desafiaba a la de Matusalén, se entretenía en pellizcar con picardía los cojines de su butaca bajo la mesa, con el convencimiento de que exploraba el fornido muslo de Antoinette Fabré, tesorera del ayuntamiento y soltera feroz como pocas.

Hannah los acribillaba con una media de doce historias de este calibre por minuto. Esto no era ajeno al hecho de que su madre, Elisabet, trabajara en la panadería local, que hacía las veces de agencia de información, servicio de espionaje y gabinete de consultas sentimentales de Bahía Azul.

Los Sauvelle no tardaron en comprender que la economía del pueblo se decantaba hacia una versión peculiar del capitalismo parisino. El horno vendía barras de pan, aparentemente, pero la era de la información ya había empezado en la trastienda. Monsieur Safont, el zapatero, arreglaba correas, cremalleras y suelas, pero su fuerte y el gancho para sus clientes era su doble vida como astrólogo y sus cartas astrales…

El esquema se repetía una y otra vez. La vida parecía tranquila y sencilla, pero al mismo tiempo tenía más dobleces que un visillo bizantino. La clave estaba en abandonarse al ritmo peculiar del pueblo, escuchar a sus gentes y dejar que ellas los guiasen a través de los ceremoniales que todo recién llegado debía completar, antes de poder afirmar que residía en Bahía Azul.

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