Литмир - Электронная Библиотека

»Mi madre insistió en que debíamos destruirlos juntos, asegurarnos de que se reducían a cenizas. De lo contrario, la sombra de mi alma maldita, explicó ella, vendría a por mí. Cada mancha en mi conducta, cada falta, cada desobediencia, quedaba marcada en ella. Una sombra que llevaba siempre conmigo y que era un reflejo de lo malvado y desconsiderado que yo era con ella, con el mundo…

»For aquel entonces, yo tenía siete años.

»Fue alrededor de aquella época cuando la enfermedad de mi madre se agudizó. Empezó a encerrarme en el sótano, donde, según ella, la sombra no podría encontrarme si venía a por mí. Durante esos largos encierros, apenas me atrevía a respirar, temiendo que mis suspiros llamasen la atención de la sombra, aquel malvado reflejo de mi alma débil, y me llevase directamente al infierno. Todo esto le resultará cómico, a lo peor, triste, madame Sauvelle, pero para aquel chiquillo de pocos años, era la escalofriante realidad de cada día.

»No quisiera aburrirla con detalles sórdidos de aquellos tiempos. Baste decir que, durante uno de esos encierros, mi madre perdió definitivamente el poco juicio que le quedaba y yo permanecí una semana entera atrapado en aquel sótano, solo en la oscuridad. Ya lo ha leído usted en el recorte, imagino. Una de esas historias que a las gentes de la prensa les complace colocar en la primera página de sus ediciones. Las malas noticias, especialmente si son escabrosas y espeluznantes, abren los bolsillos del público con eficacia pasmosa. A todo esto, usted se preguntará, ¿qué hace un niño encerrado durante siete días y siete noches en un sótano oscuro?

»En primer lugar, permítame decirle que, pasadas unas horas privado de luz, el ser humano pierde el sentido del tiempo. Las horas se transforman en minutos o segundos. O semanas si lo prefiere. El tiempo y la luz están estrictamente relacionados. El caso es que durante ese período de tiempo sucedió algo realmente prodigioso. Un milagro. Mi segundo milagro, si usted quiere, después de aquellos minutos en blanco al poco de nacer.

»Mis plegarias tuvieron efecto. Todas aquellas noches orando en silencio no habían sido en vano. Llámelo suerte, llámelo destino.

»Daniel Hoffmann vino a mí. A mí. De entre todos los niños de París, yo fui el elegido aquella noche para recibir su gracia. Todavía recuerdo aquella tímida llamada en la trampilla que daba al exterior de la calle. Yo no podía llegar hasta ella, pero sí pude contestar a la voz que me habló desde el exterior; la voz más maravillosa y bondadosa que he oído jamás. Una voz que desvanecía la oscuridad y que fundía el miedo de un pobre niño asustado como el sol acaba con el hielo. Y, ¿sabe una cosa, Simone? Daniel Hoffmann me llamó por mi nombre.

»Y yo le abrí la puerta de mi corazón. Poco después, una luz maravillosa se hizo en el sótano y Hoffmann apareció de la nada, vistiendo un deslumbrante traje blanco. Si usted lo hubiese visto, Simone. Era un ángel, un verdadero ángel de luz. Nunca he visto a nadie que irradiase aquella aura de belleza y de paz.

»Aquella noche, Daniel Hoffmann y yo conversamos en la intimidad, como usted y yo lo estamos haciendo ahora. No hizo falta que le contase lo de Gabriel y el resto de mis juguetes; ya estaba al corriente. Hoffmann era un hombre informado, entiéndalo. También estaba al tanto de las historias que mi madre me había relatado acerca de la sombra. Lo sabía todo al respecto. Aliviado, le confesé que esa sombra me tenía realmente aterrorizado.

No puede imaginar la compasión, la comprensión que emanaba aquel hombre. Escuchó pacientemente el relato de cuanto me sucedía, y podía sentir que se hacía partícipe de mi dolor, de mi angustia. Y, especialmente, comprendía cuál era el mayor de mis temores, la peor de mis pesadillas: la sombra. Mi propia sombra, aquel espíritu maligno que me seguía a todas partes y que cargaba con todo lo malo que había en mí…

»Fue Daniel Hoffmann quien me explicó lo que debía hacer. Hasta entonces yo era un pobre ignorante, compréndalo. ¿Qué sabía yo de sombras? ¿Qué sabía yo de aquellos misteriosos espíritus que visitaban a la gente en sus sueños y les hablaban del futuro y del pasado? Nada.

»Pero él sí sabía. Él lo sabía todo. Y estaba dispuesto a ayudarme.

»Aquella noche, Daniel Hoffmann me reveló el futuro. Me dijo que yo estaba destinado a sucederlo al frente de su imperio. Me explicó que todos sus conocimientos, todo su arte sería mío algún día, y que el mundo de pobreza que me rodeaba se desvanecería para siempre. Puso en mis manos un porvenir que jamás me hubiera atrevido a soñar. Un futuro. Yo no sabía lo que eso era. Y él me lo brindó. Tan sólo debía hacer una cosa a cambio. Una pequeña promesa insignificante: debía entregarle mi corazón. Sólo a él y a nadie más que a él.

»El fabricante de juguetes me preguntó si comprendía lo que eso significaba. Respondí que sí, sin dudado un instante. Por supuesto que podía contar con mi corazón. Él era la única persona que se había portado bien conmigo. La única persona a la que le había importado. Me dijo que, si lo deseaba, muy pronto saldría de allí, que nunca más volvería a ver aquella casa ni aquel lugar, ni siquiera a mi madre. Y, lo más importante, me dijo que no debería preocuparme nunca más por la sombra. Si hacía lo que él me pedía, el futuro se abriría frente a mí, limpio y luminoso.

»Me preguntó si confiaba en él. Asentí. En aquel momento, extrajo un pequeño frasco de cristal, parecido al que usted emplearía para contener perfume. Sonriendo, lo destapó y mis ojos asistieron a una visión sobrecogedora. Mi sombra, mi reflejo en la pared, se tornó una mancha danzante. Una nube de oscuridad que fue absorbida por el frasco, capturada para siempre en su interior. Daniel Hoffmann cerró entonces el frasco y me lo tendió. El cristal estaba frío como el hielo.

»Me explicó entonces que, desde aquel momento, mi corazón ya le pertenecía y que pronto, muy pronto, todos mis problemas se desvanecerían. Si no faltaba a mi juramento. Le dije que jamás podría hacer una cosa así. Me sonrió cariñosamente de nuevo y me entregó un obsequio. Un caleidoscopio. Me pidió que cerrase los ojos y pensase con todas mis fuerzas en lo que más deseaba en el universo. Mientras lo hacía, se arrodilló frente a mí y me besó en la frente. Cuando abrí los ojos, ya no estaba allí.

»Una semana después, la policía, alertada por un anónimo informante que los puso al corriente de lo que sucedía en mi casa, me rescató de aquel agujero. Mi madre había muerto…

»De camino a la comisaría, las calles se inundaron de coches de bomberos. El fuego podía olerse en el aire. Los policías que me custodiaban se desviaron de la ruta y entonces pude vedo: alzándose en el horizonte, la fábrica de Daniel Hoffrnann ardía en uno de los incendios más pavorosos que ha visto la historia de París. Las gentes que jamás habían reparado en ella observaban la catedral de fuego. Todos recordaron entonces el nombre de aquel personaje que había sembrado de sueños su infancia: Daniel Hoffmann. El palacio del emperador ardía…

»Las llamas y la pira de humo negro se alzaron hacia el cielo durante tres días y tres noches, corno si el averno hubiese abierto sus puertas en el negro corazón de la ciudad. Yo estaba allí y lo vi con mis propios ojos. Días después, cuando sólo quedaban cenizas para dar testimonio del impresionante edificio que se había alzado allí, los periódicos publicaron la noticia.

»Con el tiempo, las autoridades encontraron a un pariente de mi madre que se hizo cargo de mi custodia, y me trasladé a vivir con su familia en Cap d'Antibes. Allí crecí y me eduqué. Una vida normal. Feliz. Tal y como Daniel Hoffmann me había prometido. Incluso me permití inventar una variante de mi pasado para contármela a mí mismo: la historia que le narré.

»El día en que cumplí los dieciocho años recibí una carta. El matasellos era de ocho años antes, de la oficina postal de Montparnasse. En ella, mi viejo amigo me anunciaba que la firma de notarios de un tal monsieur Gilbert Travant, en Fontainebleau, tenía en su poder las escrituras de una residencia en la costa de Normandía que pasaba a ser legalmente de mi propiedad al cumplir la mayoría de edad. La nota, en pergamino, venía firmada con una «D».

36
{"b":"108717","o":1}