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»Tardé varios años en tomar posesión de Cravenmoore. Para entonces yo ya era un prometedor ingeniero. Mis diseños de juguetes sobrepasaban cualquier proyecto conocido hasta la fecha. Pronto comprendí que había llegado el momento de crear mi propia fábrica. En Cravenmoore. Todo estaba sucediendo tal y como se me había anunciado. Todo, hasta que sucedió el accidente. Ocurrió en la Porte de Saint Michel, un 13 de febrero. Ella se llamaba Alexandra Alma Maltisse y era la criatura más bella que jamás había visto.

»Durante todos aquellos años, había conservado conmigo aquel frasco que Daniel Hoffmann me había entregado en el sótano de la rue des Gobelins aquella noche. Su tacto seguía siendo tan frío como entonces. Seis meses después, traicioné mi promesa a Daniel Hoffmann y entregué mi corazón a aquella joven. Me casé con ella. Fue el día más feliz de mi vida. La noche antes de la boda, que habría de celebrarse en Cravenmoore, tomé el frasco que contenía mi sombra y me dirigí a los acantilados del cabo. Desde allí, condenándola para siempre al olvido, la lancé a las oscuras aguas.

»Por supuesto, rompí mi promesa…

El sol había iniciado ya su declive sobre la bahía cuando Ismael e Irene avistaron entre los árboles la fachada posterior de la Casa del Cabo. El agotamiento que ambos arrastraban parecía haberse retirado discretamente a algún lugar no muy lejano, a la espera de un momento más oportuno para emprender su regreso. Ismael había oído hablar de ese fenómeno, una suerte de soplo que experimentaban algunos atletas una vez rebasado el límite de su propia capacidad de cansancio. Pasado ese punto, el cuerpo seguía adelante sin muestras de fatiga. Hasta que la máquina paraba, claro está. Una vez el esfuerzo acababa, el castigo caía de una sola vez. Un préstamo de los músculos, por así decido.

– ¿En qué estás pensando? -preguntó Irene, advirtiendo el semblante meditabundo del chico.

– En que tengo hambre.

– y yo. ¿No es raro?

– Al contrario. Nada como un buen susto para abrir el apetito… -se permitió bromear Ismael.

La Casa del Cabo estaba en calma y no había signo aparente de presencia alguna. Dos guirnaldas de ropa seca, suspendida en los tendederos, ondeaban al viento. Ismael captó una visión fugaz de lo que a todas luces parecía ropa interior de Irene por el rabillo del ojo. Su mente pasó a considerar el aspecto que tendría su compañera enfundada en semejantes atavíos.

– ¿Estás bien? -inquirió ella.

El muchacho tragó saliva, pero asintió. -Cansado y hambriento, eso es todo.

Irene le dirigió una sonrisa enigmática. Por un segundo, Ismael consideró la posibilidad de que todas las mujeres fuesen, secretamente, capaces de leer el pensamiento. Mejor no perderse en semejantes consideraciones con el estómago vacío.

La joven trató de abrir la puerta trasera de la casa, pero al parecer alguien había echado el cerrojo por dentro. La sonrisa de Irene se tornó en una mueca de extrañeza.

– ¿Mamá? ¿Dorian? -llamó mientras se retiraba unos pasos y examinaba las ventanas del piso superior.

– Probemos por delante -dijo Ismael.

Ella la siguió, rodeando la casa hasta el porche.

Una alfombra de cristales rotos afloró a sus pies. Ambos se detuvieron y la visión de la puerta destrozada y todas las ventanas astilladas se desplegó ante ellos. A simple vista, parecía que una explosión de gas hubiese arrancado la puerta de los goznes al tiempo que escupía una tormenta de cristal hacia el exterior. Irene trató de frenar la oleada de frío que le ascendía desde el estómago. En vano. Dirigió una mirada aterrorizada a Ismael y se dispuso a entrar en la casa. Él la retuvo, en silencio.

– ¿Madame Sauvelle? -llamó desde el porche. El sonido de su voz se perdió en el fondo de la casa. Ismael se adentró cautelosamente en el interior y examinó el panorama. Irene se asomó tras él. El suspiro de la muchacha tocó fondo.

La palabra para describir el estado de la vivienda, si es que había alguna, era devastación. Ismael jamás había visto los efectos de un tornado, pero imaginó que se parecían a lo que sus ojos le estaban transmitiendo.

– Dios mío…

– Cuidado con los cristales -advirtió el muchacho.

– ¡Mamá!

El grito reverberó por la casa, un espíritu vagabundo de habitación en habitación. Ismael, sin soltar a Irene ni un segundo, se aproximó al pie de la escalera y echó un vistazo al piso superior.

– Subamos -dijo ella.

Ascendieron por la escalera lentamente, examinando los rastros que una fuerza invisible había dejado a su alrededor. La primera en advertir que el dormitorio de Simone no tenía puerta fue Irene.

– ¡No!… -murmuró.

Ismael se apresuró hasta el umbral de la estancia y la examinó. Nada. Una a una, ambos registraron todas las habitaciones del piso superior. Vacío.

– ¿Dónde están? -preguntó la chica con voz temblorosa.

– Aquí no hay nadie. Volvamos abajo.

Por lo que podía ver, la lucha o lo que fuese que había acontecido en aquel escenario había sido violenta. El muchacho se reservó cualquier observación al respecto, pero una oscura sospecha acerca de la suerte de la familia de Irene cruzó su pensamiento. Ella, todavía bajo los efectos del shock, lloraba en silencio al pie de la escalera. «En cuestión de minutos -pensó Ismael-, la histeria se abrirá paso.» Más valía que pensara algo, y rápido, antes de que eso sucediese. Su mente barajaba una docena de posibilidades, a cuál menos efectiva, cuando ambos oyeron por primera vez los golpes. Un silencio mortal los siguió.

Irene alzó la mirada, llorosa, y sus ojos buscaron la confirmación en Ismael. El muchacho asintió, alzando un dedo en señal de silencio. Los golpes se repitieron, secos y metálicos, viajando a través de la estructura de la casa. La mente de Ismael tardó unos segundos en rastrear aquellos impactos sordos y apagados. Metal. Algo, o alguien, estaba golpeando sobre una pieza de metal en algún lugar de la casa. El sonido se repitió mecánicamente. Ismael sintió la vibración viajar bajo sus pies y sus ojos se detuvieron sobre una puerta cerrada en el pasillo que conducía a la cocina en la parte posterior.

– ¿Adónde da esa puerta?

– Al sótano… -respondió Irene.

El chico se aproximó a la puerta y auscultó el interior pegando el oído a la lámina de madera. Los golpes se repitieron por enésima vez. Ismael trató de abrir, pero la manija estaba atrancada.

– ¿Hay alguien ahí dentro? -gritó.

El sonido de unas pisadas ascendiendo por la escalera llegó hasta sus oídos.

– Ten cuidado -dijo Irene.

Ismael se separó de la puerta. Por un instante, la imagen del ángel emergiendo del sótano de la casa inundó su mente. Una voz quebradiza se oyó al otro lado, distante. Irene se alzó de un salto y corrió hacia la puerta.

– ¿Dorian?

La voz balbuceó algo.

Irene miró a Ismael y asintió. -Es mi hermano…

El muchacho comprobó que derribar una puerta o, en ese caso, destrozada era una tarea bastante más compleja de lo que los seriales radiofónicos daban a entender. Pasaron unos buenos diez minutos antes de que, con la ayuda de una barra de metal que encontraron en las alacenas de la cocina, la puerta se rindiese por fin. Ismael, cubierto de sudor, se retiró unos pasos e Irene dio el tirón de gracia. La cerradura, un amasijo de astillas de madera emergiendo del mecanismo herrumbroso y trabado, cayó al suelo. A ojos del chico, parecía un erizo.

Un segundo después, un muchacho de complexión pálida emergió de la oscuridad. Su rostro estaba atenazado en una máscara de terror y sus manos temblaban. Dorian se cobijó en los brazos de su hermana, como un animal asustado. Irene dirigió una mirada a Ismael. Fuera lo que fuese lo que el muchacho había visto, había hecho mella en él. Irene se arrodilló frente a él y le limpió el rostro manchado de suciedad y lágrimas secas.

– ¿Estás bien, Dorian? -le preguntó con calma, palpando el cuerpo del chico en busca de heridas o fracturas.

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