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Sus palabras le sonaron tan ridículas como fuera de lugar.

– ¿Debo intuir entonces que tiene intención de renunciar a su empleo, madame Sauvelle?

Aquella rara punta de ironía dibujó una señal de alerta en el ánimo de Simone. Aquel comentario no se diría propio del Lazarus que conocía. Aunque, a decir verdad, si algo estaba claro es que no lo conocía en absoluto.

– Intuya lo que quiera -replicó fríamente.

– Bien. En ese caso, antes de que acuda a las autoridades, para lo cual tiene mi venia, permítame que complete las piezas de la historia que sin duda usted ha hilvanado ya en su mente.

Simone observó la máscara, pálida y desprovista de cualquier expresión. Un rostro de porcelana del que emergía aquella voz fría y distante. Sus ojos apenas eran dos pozos de oscuridad.

– Como verá, apreciada Simone, la única moraleja que se puede sacar de esta historia, o de cualquier otra, es que, en la vida real, a diferencia de la ficción, nada es lo que parece…

– Prométame una cosa, Lazarus -lo interrumpió ella.

– Si está en mi mano…

– Prométame que, si escucho su historia, me dejará marchar de aquí con mis hijos. Yo le juro que no acudiré a las autoridades. Tan sólo cogeré a mi familia y abandonaré este pueblo para siempre. No volverá a saber de mí -suplicó Simone.

La máscara guardó unos segundos de silencio. -¿Es eso lo que desea?

Ella asintió, conteniendo las lágrimas.

– Me decepciona, Simone. Creí que éramos amigos. Buenos amigos. -Por favor…

La máscara cerró el puño.

– Está bien. Si lo que quiere es reunirse con sus hijos, lo hará. A su debido tiempo…

– ¿Recuerda a su madre, madame Sauvelle? Todos los niños tienen en su corazón un lugar reservado para la mujer que los trajo al mundo. Es como un punto de luz que nunca se apaga. Una estrella en el firmamento. Yo he pasado la mayor parte de mi vida intentando borrar ese punto. Olvidarlo por completo. Pero no es fácil. No lo es. Espero que, antes de juzgarme y condenarme, tenga a bien escuchar mi historia. Seré breve. Las buenas historias necesitan de pocas palabras…

»Vine al mundo la noche del 26 de diciembre de 1882, en una vieja casa de la más oscura y retorcida calle del distrito de Les Gobelins, en París. Un lugar tenebroso e insalubre, ciertamente. ¿Ha leído a Victor Hugo, madame Sauvelle? Si lo ha hecho, sabrá de qué le hablo. Fue allí donde mi madre, con ayuda de su vecina Nicole, dio a luz a un pequeño bebé. Era un invierno tan frío que, al parecer, tardé minutos en prorrumpir en el llanto que se espera de todo bebé. Tanto es así que, por un instante, mi madre estuvo convencida de que había nacido muerto. Cuando comprobó que no era así, la pobre infeliz lo interpretó como un milagro y decidió, divina ironía, bautizarme con el nombre de Lazarus.

»Evoco los años de mi infancia como una sucesión de gritos en las calles y de largas enfermedades de mi madre. Uno de mis primeros recuerdos es el estar sentado sobre las rodillas de Nicole, la vecina, y escuchar cómo la buena mujer me contaba que mi madre estaba muy enferma, que no podía atender a mis llamadas y que debía ser bueno e ir a jugar con los otros niños. Los otros niños a los que se refería eran un grupo de chiquillos harapientos que mendigaban de sol a sol y aprendían antes de los siete años que la supervivencia en el barrio pasaba por convertirse en criminal o en funcionario. No es necesario aclarar cuál de las dos alternativas era la favorita.

»La única luz de esperanza en aquellos días en el barrio la representaba un personaje misterioso que ocupaba nuestros sueños. Su nombre era Daniel Hoffmann y era sinónimo de fantasía para todos nosotros, hasta el punto de que muchos dudaban de su existencia. Según contaba la leyenda, Hoffmann recorría las calles de París con diferentes disfraces y simulando distintas identidades, repartiendo entre los niños pobres juguetes que él mismo había construido en su fábrica. Todos los chiquillos de París habían oído hablar de él y todos soñaban con que, algún día, ellos serían los elegidos por la fortuna.

»Hoffmann era el emperador de la magia, de la imaginación. Sólo una cosa podía vencer a la fuerza de su fascinación: la edad. A medida que los muchachos crecían y su espíritu quedaba desprovisto de la capacidad de imaginar, de jugar, el nombre de Daniel Hoffmann se borraba de su memoria; hasta que un día, ya adultos, eran incapaces de identificado cuando lo oían de labios de sus propios hijos…

»Daniel Hoffmann fue el mayor fabricante de juguetes que jamás ha existido. Poseía una gran factoría en el distrito de Les Gobelins. Su fábrica de juguetes semejaba una gran catedral que se alzaba entre las tinieblas de aquel barrio fantasmal y plagado de peligros y miserias. Una torre afilada como una aguja se alzaba en el centro y se clavaba en las nubes. Desde ella, las campanas señalaban el alba y el crepúsculo todos los días del año. El eco de aquellas campanas se oía en toda la ciudad. Todos los muchachos del barrio conocíamos el edificio, pero los adultos eran incapaces de verlo y creían que su emplazamiento lo ocupaba un inmenso pantano impenetrable, una tierra baldía en el corazón de las tinieblas de París.

»Nadie había visto jamás el verdadero rostro de Daniel Hoffmann. Se decía que el creador de los juguetes ocupaba una sala en lo más alto de la torre y que apenas salía de allí; menos cuando se aventuraba, disfrazado, por las calles de París al anochecer y regalaba juguetes a los niños desheredados de la ciudad. A cambio, tan sólo pedía una cosa: el corazón de los muchachos, su promesa eterna de amor y obediencia. Cualquier chico del barrio le hubiese entregado su corazón sin dudado. Pero no todos escuchaban la llamada. Los rumores hablaban de cientos de diferentes disfraces que ocultaban su identidad. Había quien se aventuraba a declarar que Daniel Hoffmann jamás empleaba dos veces un mismo atavío.

»Pero volvamos a mi madre. La enfermedad a la que Nicole se refería es para mí todavía un misterio. Imagino que algunas personas, como ciertos juguetes, a veces nacen con una tara de origen. De algún modo, eso nos convierte a todos en juguetes rotos, ¿no le parece? El caso es que la dolencia que padecía mi madre se tradujo con el tiempo en una paulatina pérdida de sus capacidades mentales. Cuando el cuerpo está herido, la mente no tarda en desviarse del camino. Es ley de vida.

»Fue así como aprendí a crecer con la soledad como única compañía y a soñar con que algún día Daniel Hoffmann vendría en mi ayuda. Recuerdo que todas las noches, antes de acostarme, le pedía al ángel de la guarda que me llevase hasta él. Todas las noches. Y fue así también como, supongo que llevado de la fantasía de Hoffmann, empecé a fabricar mis propios juguetes.

»Para ello empleaba despojos que encontraba en las basuras del barrio. Y construí mi primer tren, y un castillo de tres niveles. A eso le siguió un dragón de cartón y, más adelante, una máquina de volar, mucho antes de que los aeroplanos fuesen una visión habitual en el cielo. Pero mi juguete favorito era Gabriel. Gabriel era un ángel. Un ángel maravilloso que forjé con mis propias manos para que me protegiese de la oscuridad y de los peligros del destino. Lo construí con los restos de una máquina de planchar y quincallería que conseguí de un telar abandonado, dos calles más abajo de donde vivíamos. Pero Gabriel, mi ángel de la guarda, tuvo una vida corta.

»El día en que mi madre descubrió todo mi arsenal de juguetes, Gabriel quedó condenado a muerte.

»Mi madre me llevó al sótano de la casa y allí, susurrando y sin dejar de mirar hacia todas partes, como si temiese que alguien estuviese acechando en la sombra, me contó que alguien le había estado hablando en sueños. Su confidente le había hecho la siguiente revelación: los juguetes, todos los juguetes, eran una invención del mismísimo Lucifer. Con ellos esperaba condenar las almas de los niños del mundo. Aquella misma noche, Gabriel y todos mis juguetes fueron a parar al horno de la caldera.

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