– ¿Así que estaba hablando con él cuando yo entré?
La mirada de Tiel se hizo más punzante, su expresión inquisitiva.
Él se encogió levemente de hombros.
– Me di cuenta de que estaba allí detrás, hablando por teléfono.
– ¿Sí? ¡Oh! -Sus miradas conectaron y no se retiraron, y a ella le costó un esfuerzo hacerlo-. Bueno, pues acabé mi llamada y estaba comprando alguna cosa que picar para el viaje cuando… resulta que entran precisamente Ronnie y Sabra.
– Esto ya es de por sí un reportaje.
– No podía creer mi buena suerte. -Sonrió tímidamente. Cuidado con lo que deseas…
– Voy con cuidado. -Después de chocar con ella los cinco, añadió en voz baja-: Ahora.
Aquella vez fue ella quien le esperó a él, dándole la oportunidad bien de exponer sus pensamientos, bien de dejar correr el tema. Doc debía de sentir la misma presión implícita provocada por el silencio de Tiel que ella había sentido antes por el de él, pues bajó los hombros, como si sobre ellos cargara sus pesadas reflexiones.
– Después de descubrir lo del romance de Shari, quería que… -Titubeó y empezó de nuevo-. Estaba tan cabreado que quería que…
– Sufriese.
– Sí.
El prolongado suspiro con el que envolvió aquella palabra puso de manifiesto el alivio que le suponía quitarse por fin de encima aquella confesión. Las confidencias no resultaban fáciles para un hombre que, como él, había tenido que afrontar a diario situaciones de vida o muerte. Para tener el coraje y la tenacidad para batallar contra un enemigo tan omnipotente como el cáncer, era obvio que Bradley Stanwick tenía una dosis generosa de complejo de deidad. La vulnerabilidad, cualquier signo de debilidad, era incompatible con ese rasgo de personalidad. No, más que incompatible. Intolerable.
Tiel se sintió adulada ante aquella confesión de debilidad, ante el hecho de que le hubiese revelado aunque sólo fuese un destello de aquel aspecto de sí mismo tan humano. Se imaginaba que las experiencias traumáticas eran buenas para eso. Como si de una confesión en el lecho de muerte se tratara, Doc debía de estar pensando que aquélla era la última oportunidad que tenía para quitarse de encima el sentimiento de culpa con el que había cargado desde la enfermedad terminal de su esposa.
– El cáncer no fue un castigo por su adulterio -dijo ella con delicadeza-. Y es evidente que no formó parte de tu venganza.
– Lo sé. Lo sé, racional y razonablemente. Pero era lo que yo pensaba cuando ella estaba en lo peor de la enfermedad…, y créame, aquello fue un verdadero infierno. Pensaba que lo había deseado inconscientemente.
– De modo que ahora te castigas imponiéndote esta prohibición de ejercer tu profesión.
Él se la devolvió.
– ¿Y tú no?
– ¿Qué?
– ¿No te estás castigando porque mataron a tu esposo? Estás haciendo el trabajo de dos personas para cubrir la pérdida para el periodismo que supuso su muerte.
– ¡Eso es ridículo!
– ¿Lo es?
– Sí. Trabajo duro porque me gusta.
– Pero nunca trabajas lo suficiente, ¿verdad?
Se calló una respuesta rabiosa. Nunca se había parado a examinar el elemento psicológico que había detrás de su ambición. Nunca se había permitido examinarlo. Pero ahora, enfrentada a aquella hipótesis, no le quedaba otro remedio que admitir que tenía su mérito.
Siempre había tenido ambición. Había nacido con una personalidad fuerte, siempre había sido tremendamente competente.
Pero no hasta los extremos de aquellos últimos años. Perseguía sus objetivos con ánimo de venganza y llevaba muy mal los fracasos. Trabajaba hasta excluir de su vida todo lo demás. No era que su carrera profesional dominara por encima de los demás aspectos de su vida; es que era su vida. ¿Sería su loco y singular deseo de éxito un castigo que se había impuesto por aquellas pocas palabras mal dichas en un momento de rabia? ¿Sería el sentimiento de culpa lo que lo propulsaba todo?
Se quedaron en silencio, cada uno perdido en sus propios pensamientos y preocupaciones, enfrentándose con los demonios personales que acababan de verse obligados a reconocer.
– ¿Qué parte de Nuevo México?
– ¿Qué? -Tiel se volvió hacia Doc-. ¡Oh!, ¿que cuál era mi destino? Angel Fire.
– Me suena. Pero nunca he estado.
– Aire puro de montaña y riachuelos transparentes. Alamos. Ahora deben de estar verdes, no dorados, pero me han dicho que es bonito.
– ¿Te han dicho? ¿Tampoco has ido nunca?
Ella negó con la cabeza.
– Una amiga iba a prestarme su casa para toda la semana.
– A estas alturas ya estarías allí, bien escondida. Es una pena que llamases a Gully.
– No lo sé, Doc. -Miró de reojo a Sabra, luego a él. Con atención. Absorbiendo cada matiz de su duro rostro. Sumergiéndose en las profundidades de sus ojos-. No me habría perdido esto por nada del mundo.
La necesidad de tocarle era casi irresistible. Se resistió, pero no interrumpió el contacto visual. Se prolongó durante mucho rato, mientras el corazón le retumbaba con fuerza contra sus costillas y sus sentidos canturreaban con aquella dulce y vivaz conciencia de su presencia.
Cuando el teléfono sonó, dio un auténtico brinco.
Se puso torpemente en pie y Doc la siguió.
Ronnie cogió el auricular.
– ¿Señor Calloway?
Permaneció a la escucha durante lo que a Tiel le pareció una eternidad. Reprimió de nuevo el impulso de tocar a Doc. Deseaba darle la mano y apretársela con fuerza, como se supone que hace la gente cuando espera oír noticias que pueden cambiarle la vida.
Finalmente, Ronnie se volvió hacia ellos y se puso el auricular contra el pecho.
– Calloway dice que ha conseguido que el fiscal del distrito de Tarrant County, y el de como quiera que se llame este condado, más un juez, más él mismo, más los respectivos padres, accedan a reunirse y alcancen un acuerdo para acabar con este tema. Dice que si admito mis actos y me someto a asesoramiento psicológico a lo mejor consigo la libertad condicional y no tengo que ir a la cárcel. A lo mejor.
Tiel casi se desmaya de alivio. De su garganta surgió una pequeña carcajada.
– ¡Eso es estupendo!
– Es un buen trato, Ronnie. Si fuera tú, accedería -le dijo Doc.
– ¿Te parece bien, Sabra?
Viendo que no respondía, Doc casi tumba a Tiel de un golpe al pasar por su lado para ir corriendo a arrodillarse junto a la chica.
– Está inconsciente.
– ¡Oh, Dios! -exclamó Ronnie-. ¿Está muerta?
– No, pero necesita ayuda, pronto. Rápidamente.
Tiel dejó a Sabra al cuidado de Doc y avanzó hacia Ronnie. Temía que en su estado de desesperación pudiera disparar la pistola contra sí mismo.
– Dile a Calloway que estás de acuerdo con las condiciones. Voy a quitarles la cinta adhesiva -dijo, señalando en dirección a Cain, Juan y Dos-. ¿De acuerdo?
Ronnie se había quedado paralizado al ver que Doc cogía en brazos a Sabra. La sangre impregnó de inmediato su ropa.
– Dios mío, ¿qué he hecho?
– Guárdate el arrepentimiento para luego, Ronnie -dijo Doc, con un tono muy severo-. Dile a Calloway que salimos.
El aturdido joven empezó a murmurar contra el auricular. Tiel se hizo enseguida con las tijeras que habían utilizado antes y se arrodilló al lado de Cain. Cortó la cinta que lo inmovilizaba por los tobillos.
– ¿Y las manos? -Hablaba mal. Seguramente había sufrido un par de conmociones.
– Cuando esté fuera. -Seguía sin estar segura de que no quisiese hacerse el héroe.
La miró con los ojos entrecerrados.
– Está metida en la mierda hasta el cuello, señora.
– Lo normal -le dijo con sarcasmo Tiel. Avanzó hacia los mexicanos.
Juan soportaba estoicamente su herida, pero Tiel percibió el rencor que emanaba de él como el calor de un horno. Manteniendo el máximo de distancia posible entre él y ella, Tiel cortó la cinta aislante que le rodeaba los tobillos. Le costó lo suyo, Vern había hecho un trabajo excelente.