– Por supuesto. ¿Pero ayudar en qué? -El sheriff se encogió de hombros-. Me he perdido del todo.
– Reúna todos sus hombres. Notifíquelo también a los condados vecinos. Que se pongan a buscar un camión abandonado. Un vagón de tren. Una caravana.
– ¿Un camión? ¿Una caravana? ¿Qué demonios sucede? -Dendy tuvo que gritar para hacerse oír por encima de la confusión que las electrizantes órdenes de Calloway habían generado en la atestada camioneta-. ¿Y qué pasa con mi hija?
– Sabra, todos, corren más peligro del que suponíamos.
Como para subrayar las inquietantes palabras de Calloway, se escuchó entonces el inconfundible sonido de un tiroteo.
El grito horripilante de Donna puso en pie a Tiel.
– ¿Qué pasa ahora?
Ronnie apuntaba con la pistola y gritaba:
– ¡Atrás! ¡Atrás! ¡Voy a disparar!
Dos, el más alto de los mexicanos, había cargado contra él. Ronnie lo había detenido a punta de pistola.
– ¿Dónde está el otro? -gritó frenéticamente-. ¿Dónde está tu compañero?
Sabra gritó:
– ¡No! ¡No!
Tiel se volvió a tiempo de ver cómo Juan arrancaba a Katherine de los brazos de Sabra. Apretó con fuerza, con demasiada fuerza, a la recién nacida contra su pecho. El bebé empezó a llorar, pero Sabra gritaba como sólo una madre cuyo hijo está en peligro puede gritar. Intentaba ponerse en pie clavando las uñas en la pernera de los pantalones de Juan, como si pretendiese escalar por ellos.
– ¡Sabra! -gritó Ronnie-. ¿Qué sucede?
– ¡Ha cogido a la niña! ¡Dame a mi bebé! ¡No le hagas daño!
Tiel se abalanzó, pero Juan extendió la mano y le dio de lleno en el esternón, obligándola a retroceder.
Tiel gritó de dolor y miedo por la recién nacida.
Doc gritó protestando sin palabras y Tiel pensó que debía de tener miedo de cargar contra Juan por temor a lo que aquél pudiera hacerle a la pequeña como venganza.
– ¡Dile que le devuelva al bebé! -Ronnie sujetaba la pistola entre ambas manos, apuntaba directamente al pecho de Dos y gritaba con toda la fuerza que sus pulmones le daban, como si el volumen pudiera conquistar la barrera del idioma-. ¡Dile a tu amigo que le dé al bebé o te mato!
Tal vez con la intención de ver lo angustiosa que era la amenaza de Ronnie, Juan cometió el error de mirar en dirección a la parte frontal del establecimiento donde ambos estaban.
Doc aprovechó aquella décima de segundo para dar la estocada.
Pero el mexicano reaccionó al instante. Ejecutó un golpe ensayado en dirección a la barbilla que acabó haciendo mella en el estómago de Doc. Doc se dobló por la mitad y se derrumbó en el suelo, delante del congelador.
– ¡Dile que le devuelva al bebé! -repitió Ronnie, con un chillido cortante como el hielo.
Donna gimoteaba:
– Moriremos todos.
Tiel le suplicaba a Juan que no le hiciese daño a Katherine.
– No le haga daño. Ella no es ninguna amenaza. Devuelva al bebé a su madre. Por favor. No haga esto, por favor.
Sabra no podía hacer prácticamente nada. Pese a ello, el instinto maternal la había llevado a ponerse en pie.
Estaba tan débil que apenas se sujetaba. Balanceándose ligeramente, con el brazo extendido, le imploró al hombre que le devolviese a su hija.
Juan y Dos se gritaban entre ellos, intentando comunicarse por encima de las demás voces, incluyendo las de Vern y Gladys, la cual no paraba de maldecir. Donna aullaba.
El agente Cain vociferaba acusaciones contra Ronnie, diciéndole que si se hubiese rendido antes nada de aquello habría sucedido, que si aquello terminaba en tragedia la culpa sería sólo suya.
El tiroteo dejó mudo a todo el mundo.
Tiel, que había estado intentando convencer a Juan, fue testigo de su mueca de dolor cuando la bala le dio. De modo reflejo, el hombre se lanzó hacia delante y se llevó la mano al muslo. Habría dejado caer a Katherine si Tiel no hubiese estado allí para cogerla.
Abrazando al bebé, dio media vuelta preguntándose cómo había conseguido Ronnie un disparo tan claro y exacto, un disparo tan bien colocado que había incapacitado a Juan dejando ileso al bebé.
Pero Ronnie seguía con la punta de la pistola apuntada en dirección al pecho de Dos y parecía tan sorprendido como los demás ante aquel disparo.
El tirador había sido Doc. Estaba tendido de espaldas al suelo y con un pequeño revolver en la mano. Tiel reconoció el arma del agente Cain, la pistola que había enviado de un puntapié debajo del congelador y que había olvidado por completo. Gracias a Dios que Doc se acordaba de ella.
Doc aprovechó el momento de silencio.
– Gladys, venga aquí.
La anciana rodeó corriendo el expositor de aperitivos.
– ¿Lo ha matado?
– No.
– Muy mal.
– Coja el bebé para que Tiel pueda atender a Sabra. Yo me ocuparé de él -dijo, refiriéndose a Juan-. Ronnie, relájate. Todo está controlado. No es necesario que cunda el pánico.
– ¿Está bien el bebé?
– Sí, está bien. -Gladys acercó a la pequeña hasta Ronnie para que pudiese comprobarlo él mismo-. Está muy enfadada y no la culpo por ello. -Miró de reojo a Juan, que estaba sentado en el suelo y con la mano posada en el muslo, y bufó con desdén.
Con varios golpes de pistola, Ronnie devolvió a Dos al lugar donde estaba. Su expresión era más malvada y agitada que antes.
Doc colocó el revolver de Cain en lo alto de un estante de comida, lejos del alcance de Juan, y se arrodilló para cortarle con unas tijeras la pernera de los pantalones.
– Vivirá -dijo lacónicamente después de evaluar los daños y taponando con gasas la herida-. Ha tenido suerte de que la bala pasase de largo la arteria femoral.
Los ojos de Juan brillaban de rencor.
– ¿Doc? -Tiel había acostado de nuevo a Sabra, pero el suelo a su alrededor estaba resbaladizo y manchado de sangre fresca. La chica tenía un color blanco fantasmagórico.
– Lo sé -dijo Doc discretamente, captando la alarma tácita de Tiel-. Estoy seguro de que el corte del perineo se ha vuelto a abrir. Póngala lo más cómoda posible. Voy enseguida.
Había vendado apresuradamente la herida de Juan e improvisado un torniquete con otra de las camisetas de recuerdo. Con un dolor evidentemente insoportable, Juan sudaba con profusión y apretaba con fuerza sus blancos dientes. Pero a su favor cabe decir que no gritó cuando Doc, sin remilgos y sin delicadeza alguna, lo obligó a ponerse en pie y lo sostuvo mientras avanzaba a la pata coja.
Cuando pasaron junto a Cain, el agente abordó al herido.
– Estás loco. Podrías habernos matado a todos. ¿En qué estabas…?
Con más velocidad que una serpiente de cascabel al ataque, Juan, con el pie correspondiente a su pierna herida, le dio un maligno puntapié a Cain en la cabeza. Pagó un precio elevado por aquel repentino movimiento. Gruñó de dolor. Incluso así, la bota había conectado sólidamente con el hueso y el sonido fue casi tan fuerte como el del disparo. Cain se quedó en silencio e inconsciente al mismo instante. La barbilla descendió a la altura del pecho.
Doc empujó a Juan al suelo y lo colocó junto a la nevera, bien apartado de su compatriota.
– No irá a ninguna parte. Pero aunque sea sólo por seguridad, átale las manos, Ronnie. Las suyas también -añadió, señalando a Dos.
Ronnie ordenó a Vern que uniera las manos y los pies de los dos hombres con cinta adhesiva, como ya había hecho con Cain. Estuvo apuntándolos con la pistola mientras el anciano llevaba a cabo su tarea. Juan estaba demasiado preocupado por su pierna herida como para desperdiciar energía con improperios, pero Dos no tenía esas limitaciones. Continuó con una letanía de lo que se suponía debían de ser vulgaridades en español hasta que Ronnie amenazó con amordazarle si no callaba.
El teléfono sonaba sin que nadie lo respondiese y permaneció ignorado durante un buen rato. Tiel, que se había puesto un par de guantes con una presteza que la había dejado sorprendida, trabajaba frenéticamente para sustituir el pañal empapado en sangre de Sabra cuando el teléfono dejó de repente de sonar y escuchó a Ronnie que gritaba «¡Ahora no, estamos ocupados!», antes de colgar el auricular de un golpe. Luego dijo: