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Capítulo 31

Jordan cayó en la cuenta cuando estaba en la ducha, librándose del calor del día y enjabonándose el pelo con un champú con fragancia de albaricoque. No quería volver a casa. Borró inmediatamente ese ridículo pensamiento de su mente. Claro que quería volver a casa.

Quería recuperar su organizada vida, ¿no? Cuando vendió su empresa, había obtenido unos beneficios asombrosos, pero ahora tenía que decidir qué hacer con ellos. Había barajado la idea de invertir parte del dinero en el desarrollo de un nuevo procesador informático que fuera tan rápido que permitiera ejecutar varios programas multimedia complejos a la vez. Hasta había imaginado el diseño y el prototipo. Su gran plan para conmocionar de nuevo a los gigantes de Silicon Valley sólo tenía un problema: no quería llevarlo a cabo. Que fuera otra persona quien creara un diseño que hiciese girar el mundo más y más deprisa.

No querer volver a su trabajo no fue la única revelación sorprendente que tuvo. Ya no tenía prisa por salir corriendo a comprar otro portátil y otro móvil. Antes, eran apéndices suyos, pero ya no tenía la sensación de depender del portátil, y le estaba resultando de lo más agradable no tener que contestar al móvil cada cinco minutos. Sin duda, estar ilocalizable tenía sus ventajas.

– Me estoy empezando a asustar a mí misma -susurró.

¿Qué le estaba sucediendo? Era como si se estuviera transformando en una persona totalmente distinta. Quizás estar sentada a más de cuarenta grados mientras esperaba que Noah examinara los restos del incendio le había afectado al cerebro. Tal vez el calor se lo había derretido. O puede que todas las duchas que se había dado desde que había llegado a Serenity le hubiesen diluido las neuronas.

Estaba deshidratada debido a su exposición al sol. Era eso.

Se puso la camiseta y el pantalón corto, y se cepilló los dientes. Con el cepillo en la boca, quitó el vapor del espejo y se miró. Tenía la piel llena de manchas y pecas. Qué pinta tenía, especialmente con ese pijama unisex.

Dejó el cepillo de dientes, tomó un tarro de la loción corporal especial de Kate y abrió la puerta. Jamás le había preocupado su aspecto, pero ahora todo andaba patas arriba.

Sabía cuál era el auténtico problema. Hasta ese momento, se había negado a admitirlo. Noah. Oh, sí, él era el problema. Él lo había cambiado todo, y Jordan no sabía qué hacer al respecto.

Preocuparse no mejoraría la situación. Una mujer inteligente saldría corriendo lo más rápido que pudiera en sentido contrario, pero sospechaba que ella no lo era porque, en aquel momento, lo único en lo que podía pensar era en acostarse otra vez con Noah.

Tenía que quitarse el sexo de la cabeza. Decidió que se acurrucaría en la cama con los papeles de la investigación del profesor y leería otro relato horripilante sobre derramamientos de sangre, decapitaciones, mutilaciones y supersticiones. Eso debería servirle para apartar cualquier imagen de Noah.

¿Dónde estaban sus gafas? Creía haberlas dejado junto al estuche de las lentillas en el cuarto de baño, pero no estaban allí. Cruzó el dormitorio hacia el escritorio y se dio un golpe en el pie con la pata de una silla. Entre gemidos, hurgó en su bolso a la vez que saltaba a la pata coja.

– Noah -preguntó-, ¿has visto…?

– Están en la mesa -dijo él desde el otro lado de la puerta abierta que comunicaba sus dos habitaciones.

¿Cómo había sabido qué quería? ¿Leía el pensamiento? Las gafas estaban donde había dicho.

– ¿Cómo has sabido…?

– Ibas con los ojos entrecerrados -contestó antes de que pudiera terminar la frase-. Y te has tropezado con una silla.

– No miraba por dónde iba.

– No veías por dónde ibas -dijo Noah, divertido.

Jordan notó que tenía las gafas sucias y volvió al cuarto de baño.

Le pareció oír que alguien llamaba a su puerta y gritó:

– Noah, ¿podrías abrir, por favor?

Unos segundos después, oyó la voz de una mujer procedente de la habitación de Noah. La llamada había sido en su puerta, no en la de ella. Llena de curiosidad, limpió rápidamente las gafas, se las puso y salió a su cuarto. Oh, estupendo. Noah estaba recibiendo servicio personalizado: le estaban abriendo la cama, y Amelia Ann hacía los honores. Noah estaba apoyado en la puerta mirándola, pero cuando oyó a Jordan, volvió la cabeza hacia ella y le guiñó el ojo. Le encantaba el trato preferente. A Jordan, no.

No podía dejar de contemplar a Amelia Ann a través de la puerta abierta. Iba vestida como una cabaretera. Llevaba unos diminutos pantalones cortos, zapatos de tacón de aguja rojos y una blusa escotada que, al parecer, había olvidado abrochar. No había duda de que se estaba ofreciendo. La forma en que se agachaba hacia la cama cuando alisaba las sábanas resultaba cómica, pero Jordan no se reía. La conducta de Amelia Ann era escandalosa.

Jordan se giró murmurando entre dientes y retiró la colcha de su cama. La dejó en el rincón, depositó un montón de papeles en medio de la cama, tomó una botella de agua y se sentó a leer.

Sonó el teléfono de su habitación. Era su hermana, Sidney.

– No adivinarías nunca dónde estoy.

– No estoy para adivinanzas. Dímelo -pidió Jordan.

– ¿No tienes identificación de llamadas entrantes?

– Has llamado a la habitación de mi motel, Sidney. Deberías saber que no tengo identificación de llamadas entrantes.

– Estoy en Los Ángeles, y estoy rodeada de cajas. Como no puedo alojarme en mi residencia universitaria hasta dentro de una semana y media, estoy en un hotel. De hecho, es un hotel muy bonito -admitió-. El botones me ha subido todas las cosas.

– Creía que ibas a ir con mamá la semana que viene. ¿Cómo es que te has ido tan pronto?

– Todo cambió de repente -explicó Sidney-. Pasé la otra noche con mi amiga Christy y cuando volví a casa al día siguiente, mamá me había comprado el billete. Era como si no pudiera esperar ni un minuto más a librarse de mí. Creo que la estaba volviendo loca al preocuparme en voz alta por papá.

– De modo que estás sola.

– Y me encanta -afirmó-. Me estoy pasando con el servicio de habitaciones, pero como no puedo ir a mi residencia, ¿qué otra cosa puedo hacer? Espero que a papá no le dé un ataque cuando reciba la factura de la tarjeta de crédito.

– ¿Cómo está papá?

– Bien, supongo. Ya conoces a papá. Las amenazas de muerte no parecen afectarle. Mamá es otra historia. Está hecha polvo, pero intenta que no se note. Todo el mundo está muy nervioso con lo del juicio.

– ¿Se sabe ya cuándo terminará? -preguntó Jordan.

– No -respondió Sidney-. Los guardaespaldas de papá ya parecen formar parte del mobiliario de Nathan's Bay. Estaban dondequiera que mirara, como un recordatorio constante de que alguien quiere que nuestro padre esté muerto.

– Las amenazas cesarán en cuanto se haya emitido el veredicto.

– ¿Cómo puedes estar segura? Es lo que todo el mundo dice, pero se trata de un caso de crimen organizado, Jordan. Es… grave.

– Ya lo sé. -Jordan había captado la ansiedad en la voz de su hermana.

– Y si ese hombre horrible es condenado, ¿no querrán acabar con papá su familia y sus compinches? Y si no es condenado, ¿no lo querrá el otro bando…?

– Te vas a volver loca pensando en todo eso -la interrumpió Jordan-. Tienes que esperar que las cosas vayan bien.

– Es muy fácil decirlo -respondió-. Me alegro de haber venido aquí antes. Se lo estaba poniendo más difícil a mamá. Ahora tiene que preocuparse por Laurant… y Nick está muy asustado…

– Espera un momento. ¿Qué has dicho? ¿Qué pasa con Nick y Laurant?

– A Nick, nada. La que no está bien es Laurant. Creía que lo sabías…

– ¿Que sabía qué? -preguntó Jordan impaciente.

– Laurant empezó a tener dolores de parto, unos dolores terribles, y el médico la ingresó en el hospital. Todavía no puede tener el niño. Sólo está de seis meses.

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