Cuando el mar se embraveció, algunos hombres se marearon y vomitaron, pero ninguno abandonó la fila. Su único alivio llegaba cuando se alternaban los sitios cada veinte minutos más o menos. Los que se hallaban en lo más profundo del barco se trasladaban a veinte pasos más cerca del aire fresco, y los que se hallaban en cubierta pasaban a la sentina, donde el nivel del agua (en la que espumeaba el aceite y Dios sabía qué más) no parecía bajar ni un ápice. No hablaba nadie. Los hombres trabajaban con aire lúgubre y rostros contraídos por la determinación.
A menudo oían los motores obstruidos, que se ponían en marcha un momento y luego volvían a callar. Los hombres no hacían sino aumentar el ritmo de sus esfuerzos. Al cabo de cinco horas habían vaciado una sentina.
Los hombres mostraron a David dónde se hallaban las otras sentinas, dado que él se sentía perdido en aquella inmensidad. El aire era fétido, impregnado del olor de vapores de petróleo, excrementos humanos y lo que David supuso ratas muertas. Los rincones estaban sumidos en la oscuridad. Las escaleras de hierro no parecían llevar a ninguna parte. Los corredores terminaban de manera abrupta. David caminaba con un grupo de cinco o seis hombres, recorría la mitad de un corredor, luego el grupo estallaba en una gran algarabía. Los hombres se gritaban unos a otros con voces ásperas y gesticulaban impidiéndole el paso. Finalmente, Zhao pronunciaba unas cuantas palabras en inglés:
– Éste no es el camino. Vamos por otro.
Y todos daban media vuelta y volvían por donde habían llegado. David tenía la impresión de que caminaban en círculos, y sin embargo hallaron cinco sentinas más en las que el agua les llegaba hasta la cintura.
Hacia la medianoche, cuando la tempestad zarandeaba ya al Peonía, los motores tosieron y volvieron a la vida. A lo largo y ancho del barco se lanzaron vítores de alegría, pero ésta no duró demasiado, pues aún quedaba mucho por hacer. Al cabo de unos minutos se pusieron en marcha las bombas con un rítmico zumbido. David abandonó a los hombres con quienes había estado trabajando y fue en busca de Campbell, al que halló en la sala de máquinas. El agente del FBI estaba sudoroso y sucio de grasa, pero no había disminuido su energía ni su buen humor.
– Menuda pinta lleva, qué asco -dijo Campbell, y se echó a reír.
David se miró la ropa por primera vez. En algún momento de la noche se había quitado la chaqueta y la había dejado en alguna parte. Tenía la camisa llena de manchas y se le había roto la costura de una manga. Los pantalones, empapados de agua de la sentina, se le pegaban a las piernas. David sonrió, pero aquel instante de relajación se disipó rápidamente.
– Bien, ésta es la situación -dijo Campbell-. Tenemos los motores en marcha…
– Eso lo sé.
– Tenemos las bombas en marcha. ¿Funcionan? ¿Lo sabe?
– Sí, y desde luego hacen más deprisa el trabajo que unos cuantos hombres con cubos.
– Wei me ha dicho que si mantenemos la proa a favor del oleaje y sellamos todos los compartimientos, saldremos de ésta.
David miró a Wei. Era un hombre bajo, de un metro sesenta quizá, flaco y desdentado.
– Si eso dice, lo haremos.
– Fantástico. Haga que bajen todos a las bodegas y, como dicen en las películas, cierren escotillas.
Parecía una tarea fácil, pero resultó la más ardua. Muchos de los inmigrantes (entre ellos Zhao, que había vuelto al sitio que ocupaba antes y estaba sentado con una lona alrededor de los hombros) se negaban a abandonar la cubierta.
– ¡Vamos, Zhao! -insistía David, gritando para hacerse oír en medio de la tormenta, acribillado por la recia lluvia que los fuertes vientos del oeste lanzaban sobre el barco-. ¡Necesito su ayuda! Tenemos que llevar a todo el mundo abajo.
– Yo estar aquí fuera todo el viaje.
– ¡Va a morirse aquí fuera, eso es lo que va a pasar! -David señaló el mar. El barco cabeceaba violentamente, sacudido por olas enormes. A cada instante se oían las hélices elevarse por encima del agua-. Acabará barrido por el agua.
– Yo llegar hasta aquí. Yo llegar hasta el final.
– ¡Le necesito, Zhao! -dijo David, acuclillándose junto a él-. Necesito que me ayude con los demás. Si me ayuda ahora, le prometo ayudarle más tarde.
– ¿Cómo sé si fantasma blanco dice la verdad? -preguntó el chino tras sopesar su oferta.
– Yo siempre digo la verdad -replicó David, tendiéndole la mano para cerrar el acuerdo formalmente.
A las cuatro de la madrugada, lo peor de la tormenta había pasado. Campbell había llamado a tierra para informar que se mantenían a flote y pedir que movieran el culo y les mandaran un remolcador. Aquí y allá, los hombres dormitaban intranquilos. Otros formaban grupitos para fumar y cuchichear. Gardner seguía mareado y descansaba en el camarote del capitán. Campbell se había quedado dormido sobre la larga mesa de la cocina de la tripulación, con la cabeza apoyada en el brazo izquierdo doblado y el brazo derecho balanceándose al ritmo de los movimientos del barco.
David se echó en la litera superior de un camarote que debían de haber ocupado cuatro tripulantes. Se quitó las prendas que aún llevaba y las extendió a los pies de la litera para que se secaran. Desde las literas inferiores, dos hombres lanzaban ligeros ronquidos. El piloto ocupaba la otra litera superior, pero se había vuelto de cara a la pared. David contempló el techo, donde había unas cuantas postales pegadas con celofán. Quienquiera que durmiese allí, había permanecido largo tiempo en alta mar. Una postal mostraba a una joven china de rostro dulce posando junto a un vistoso ramo de claveles. Las otras eran del puerto de Hong Kong, de una calle de Tokio iluminada por las luces de neón y del Golden Gate. Cansado, David se preguntó dónde estaba el marinero esa noche. ¿Se lo había tragado el mar cuando la tripulación abandonó el barco? ¿0 estaba en Chinatown, cantando en un karaoke?
Cerró los ojos y escuchó la tranquilizadora cadencia de los motores. Podía afirmar con toda sinceridad que jamás en su vida había tenido un día como aquél.
En ese estado que oscila entre la vigilia y el sueño, una duda se abrió paso lentamente en su mente. ¿Qué era lo que habían intentado ocultarle en las sentinas? Abrió los ojos.
– Jim, ¿estás despierto? -susurró. El piloto no se movió.
David saltó al suelo, se puso las ropas húmedas y luego abrió sigilosamente la pesada puerta del camarote para salir al desierto corredor. Giró hacia la izquierda y bajó un tramo de escaleras.
Se detuvo para observar las figuras dormidas. No vio ningún movimiento. Siguió bajando por otro tramo de escaleras y otro más. En realidad éstas no eran más que empinadas escalas metálicas. La atmósfera era húmeda, viciada y la luz del corredor mortecina. David cerró los ojos e intentó visualizar los lugares donde había estado. En uno de ellos en particular, los hombres le habían impedido el paso repetidamente. Allí era donde deseaba ir. Pasó de largo las sentinas en las que tantos esfuerzos habían empeñado. Dobló un recodo y se encontró en una enorme sala vacía con un tanque de hierro de tres metros de altura situado contra un tabique. Había estado allí antes, pero sólo para ser alejado una y otra vez.
Se acercó al tanque y le dio unos golpes. Le pareció hueco, pero si algo había quedado demostrado durante aquel día, era que no sabía nada sobre el mar ni sobre barcos. La puerta del tanque estaba pintada de un tono verde pardusco. Bisagras y pernos rezumaban orín. David probó con la manivela circular, que giró fácilmente en sus manos. Le dio una vuelta y luego otra, pasando mano sobre mano.
Una fuerza le hizo retroceder, derribándolo. Un chorro de agua le golpeó y luego formó un charco en el suelo. El olor fétido de la podredumbre impregnó el aire. Junto a David yacía un montón de carne putrefacta. El cadáver, humano, estaba muy hinchado, con los ojos y la lengua salidos. Los labios, retraídos, dejaban al descubierto unos dientes negros. Lo que quedaba de piel estaba cubierta de algas ennegrecidas. La correa de un Rolex relucía en la carne descompuesta de la muñeca.