El mar
Las pilas del radiocasete empezaron a gastarse.
No hay sonido más espantoso que el de la música moribunda.
La velas agonizaban.
No hay luz más terrible que aquella que ya no ilumina, o que sólo se ilumina a sí misma mientras se extingue y los ojos que la contemplan la compadecen (la mirada de Amparo Mohe-dano).
La música murió; las velas retemblaron.
El Mediterráneo, o lo que fuera esa masa oscura que tronaba en las ventanas, continuó su obcecado ritmo. Yo bailé el Mediterráneo. Seguí moviéndome mientras -atada a mis brazos- Manolo sonreía. No percibí la desaparición de la música, o el asalto del mar, o ambas cosas. No me detuvo aquel salvaje fragor sino el sonido de mis zapatos contra la madera del
suelo -golpes bajo una penumbra convulsa y aullante: ¡ploc!-. Comprendí de repente por qué Manolo estaba descalzo: quería bailar pero no deseaba escuchar sus pasos.
Cuando dejé de moverme -por fin- recibí su beso: un toque cariñoso y gélido en la frente. Me aparté con suavidad y él aceptó. «Debo evitar la intimidad», pensé. Porque la intimidad aprovecha los silencios, los instantes de penumbra, el alegre desfallecimiento de un baile. Necesitaba ruidos inteligentes: palabras, conversaciones…
– Me mareo -advertí.
Me sostuvo en sus brazos; las grietas de su rostro transpiraban; su aliento era un vapor cálido y oloroso. Hizo que me sentara con cuidado y se acercó a mi mirada inestable,
– ¿Estás bien?
Dije que sí, no recuerdo cómo: con la cabeza o los ojos, murmurando «ajá» o simplemente sonriendo. Me dio la espalda y escuché una campanilla de cristal tenue: cuando volvió a mirarme sostenía el vasito de ginebra lleno. Lo sorbió con lenta indiferencia.
– No deberíamos beber de esta forma -dije-. Ni tu ni yo.
– A mi edad…
Se encogió de hombros. Arrugaba el rostro con cada trago, como si el líquido fuera repugnante.
– Aún te quedan muchos años -dije.
Sonrió con suficiencia, como presumiendo de la proximidad de su cadáver.
– ¿A ti te rondan, Manolo?
La pregunta fue como un ruido inesperado: se volvió y amusgó los ojos para contemplarme.
– ¿Qué?
– ¿Tú también tienes que salir con un pañuelo blanco al cuello para pedirle a la muerte que venga?
– Te refieres a… -Pareció comprender; se rió-. Sí, es una leyenda del pueblo. Hay gente que la cree a pie juntillas. La muerte es un novio celoso.
Circulaban muchas historias parecidas, dijo: la muerte se enamoraba de una mujer y le pedía que saliera maquillada, atractiva, con un pañuelo blanco al cuello. Con los hombres no tenía miramientos, por eso los mataba antes.
– Y escribe cartas -añadí.
Sus ojos oscuros y pequeños parecían intentar vencer la edad y la penumbra para llegar a los míos.
– Es parte de la leyenda, en efecto. ¿Cómo te has enterado?
– Le he preguntado a la gente. Será el tema de mi próxima novela. Tatachín, la gran revelación del año.
– No me digas.
– Una mujer se escribe cartas a sí misma. Deja las cartas fuera de casa y las recoge por la mañana. Pero llega un momento en que decide terminar con el juego. Sin embargo, alguien la ha estado observando sin que ella lo sepa y se ha dedicado a leer todas las cartas, y ahora comienza a escribirle de verdad.
– ¿Fingiendo ser ella?
– Fingiendo ser quien ella fingía ser.
– ¿Y quién fingía ser ella? -parecía divertido con la historia; se apoyo en el borde de la mesa y bebió otro sorbo de ginebra.
– La muerte.
Pareció reflexionar un instante.
– Así que ahora ese desconocido imita las cartas que ella misma se dirigía con el nombre de la muerte…
– Bueno, las cartas eran anónimas. Pero ella sabía, o más bien intuía, o más bien intuyó después, que había estado escribiendo en nombre de la muerte. Y el desconocido, imitando las le-
– ¿Francisca Cruz? -Disfruté como una niña desbaratando bruscamente el aire enigmático que quería darle al tema.
– ¡Tú has estado preguntando demasiado! -exclamó.
Nos reímos. La pausa sirvió para relajarnos. Se convirtió entonces en el hombre que más me agrada de todos los que muestra, o de los que posee: el flautista de Hamelin que atrae a las ratas viejas como yo con el sonido de sus leyendas. Lo que me contó, en esa extensión de la noche que ya deja de serlo, en ese espacio en el que parece que alboreamos con la propia palabra, madrugada, no fue tan tétrico. Quizá tampoco muy extraño. Pero ahora, al recordarlo, me parece que, a diferencia de las historias de Eulogia «la de la flecha» y de Amparito, la de Paca Cruz posee una moraleja discernible.
Historia de Paca Cruz
Fue la dueña del «Hostal Enrique», la casa de huéspedes más visitada de Roquedal. Su marido, Enrique, había fallecido de cáncer cuatro años después de emprender aquel negocio, y Paca decidió hacer frente en solitario a las inmensas dificultades de continuar su labor, negándose a vender el hotelucho. No habían tenido hijos y la única hermana de Paca había muerto joven, pero ella no parecía conceder importancia a aquella absoluta soledad. No vestía de luto, a diferencia de las demás viudas, y se negó a que la calificasen así -«viuda»- al enterarse de que había arañas que recibían el mismo nombre. No es que no hubiera amado a su marido: sus ojos brillaban al mencionarlo y mantenía la casa repleta de su rostro orlado por los marcos, atrapado en retratos al carboncillo o en daguerrotipos viejísimos donde ambos aparecían sonriendo tímidamente después de la boda o abrazados con quietud frente al portal de la pensión recién inaugurada. Pero rechazó el luto enseguida y prefirió seguir vistiendo la ropa que ella misma confeccionaba, de colores agradables al ojo, elegante a su manera, pese a que jamás salió del pueblo ni vio otra moda que la de las mujeres de los turistas que formaban su variable clientela. Su filosofía era sencilla y firme: la vida es un azar continuo pero las personas son responsables de su destino y pueden modificarlo, Manolo (que mantenía con ella una terca amistad proveniente de antiguas relaciones familiares y basada en visitas tranquilas, tardes de aceitunas y finos, sillas de enea y largas conversaciones en el patio del hostal) le discutía aquella aparente contradicción, y Paca se explicaba con ejemplos. Una vez le señaló un lustroso timón de barco de tamaño natural con un barómetro en el centro, el inesperado regalo de unos turistas extranjeros que quedaron muy complacidos con su atención, y que adornaba como una margarita monstruosa una de las paredes del patio, moteadas de macetas.
– Manolo -porque nunca lo llamaba «don Manuel», a diferencia de casi todo el mundo-: si te echas a la mar en un barco, tienes el timón para llevarlo adonde quieras, aunque no sepas lo que te aguarda. Las olas aparecen de casualidad, y lo mismo se estrellan contra un barco pequeño que contra uno grande, pero el timón lo llevas tú.
También echaba las cartas del Tarot. Para algunos era más célebre por este oficio que por el de dueña de hostal.
– Pero Paca, mujer -se extrañaba él-, si afirmas que el destino lo decidimos nosotros, ¿por qué crees en las cartas?
– Porque las cartas me dicen lo que debemos y no debemos hacer. Son como la voz de Dios.
– ¿Las órdenes del capitán del barco?
– Eso es -sonreía ella con aires de inmenso secreto, como titubeando ante la confianza que él le inspiraba. Una tarde, sin embargo, decidió honrarlo con otra revelación:
– Manolo, el tema de las cartas es serio. Dios nuestro Señor las usa para decirnos cosas. ¿Sabías que todo el pueblo está en las cartas? -Y cuando él le pidió que se explicase-: Roquedal, en realidad, es un tarot. «La torre» es la torre de la costa; «El ermitaño» soy yo, que vivo sola…
– O yo -la embromó Manolo.