Me marché igual de tambaleante y observada que al llegar. Ya en la calle me entraron tentaciones de pasear por todo el pueblo como un santo en procesión, los ojos elevados hacia la luz mientras mi cuerpo sufría tormentos. Incluso avancé un poco cuesta arriba en dirección a la plaza al tiempo que jugaba con aquella imagen. La brisa del mar era como las manos de un hombre torpe y acezante que quisiera desnudarme. Tropecé con dos ángeles luminosos que se dirigían Trocha abajo, dos mujeres, una corpulenta y la otra esbelta, una madura -la corpulenta-, la otra joven. No me saludaron pero supe que me conocían. Sus formas, sus imágenes de soles ardientes, una -la madura y corpulenta- con la débil torre de su pelo dorado por encima, la otra -joven y esbelta- con la torre disuelta en cascadas de oro sobre la espalda y los hombros, me hicieron pensar en Carmen, la matrona del pueblo, y su extraña y hermosa hija Rocío. Si eran ellas, y creo que lo eran, me habían reconocido indudablemente. Carmen me saluda siempre, Rocío nunca. Pensé durante un estúpido instante que ahora las cosas tendrían que haber sucedido a la inversa: Rocío me debería saludar, Carmen no. Era evidente que les había intrigado mi aspecto.
En un momento dado perdí el equilibrio con un tacón y me apoyé en la pared. La brisa, soplando con fuerza por la Trocha, engañaba mis sentidos. Me parecía que estaba mostrando el culo. Pero no era así y a la vez sí lo era. El vestido me dibujaba las cachas, pegado a la espalda como una piel. Mi desnudez se veía y no se veía; era roquedeña, como el gato -de Cheshire- de la Virgen, como el rostro hueco del Rey de Mayo, como la «carta anónima» de Paca Cruz, como una buena traducción -según el profesor Gracián-, como usted, el Asesino de mis días. El hombre que hoy acabará conmigo.
Razones para morir
Porque ya usted lo decía: no me faltan razones para morir, estimado señor. La soledad, el aburrimiento, la sensación de encontrarme fuera de lugar en este pueblo tranquilo, la novela de Faulkner, y sobre todo, sobre todas las cosas, el recuerdo de Julián (el año que pasamos juntos; la enfermedad que lo apartó de mí y de la vida y lo recluyó en un psiquiátrico; su suicidio, del que fui informada un mes antes de venir a Roquedal mediante una carta con el membrete de la clínica): todas éstas son buenas razones, en efecto. Podría aducir más, señor mío, pero no quiero compadecerme tanto.
La palabra
Me surgió una palabra como un pájaro espantado por un niño: transido. Supe que me sentía transida. En su acepción como participio pasivo del verbo transir significa «pasado», «terminado», «muerto». Es un verbo anticuado. Hoy usamos el adjetivo: aquejado por el hambre, la fatiga o el dolor. «Pero yo me siento transida en participio pasivo», pensé. «Además, las palabras son irreales: puedo caminar transida como si este término, transido, transida, hubiera sido inventado por mí. Puedo escribir: "Carmen del Mar
caminó desnuda y transida con los ojos alzados hacia la luz y los pies a escasos centímetros del suelo", y esto que escribo se desvanece en el aire pero deja una sonrisa de sentido, y al escribirlo lo vuelvo real, como mi muerte».
Me palpé el pañuelo atado al cuello. Me estrangulaba un poco. Sólo un poco. Seguí caminando hasta el final de la Trocha y llegado este punto me aburrí de transirme. Me dolían los pies y empezaba a estar harta de contemplar mi propia miopía, así que emprendí el regreso a casa.
En casa faltaba algo: usted. La recorrí tal como iba, sin desmontar el artificio de los zapatos horrendos, oyéndome taconear como una yegua: fui del salón al despacho, y del despacho a la cocina, de la cocina al saloncito, del saloncito al cuarto de baño y del cuarto de baño a los dormitorios, waiting, panting, my eyes glowing like the eyes of
cats; abrí la despensa y el armario empotrado del pasillo; me asomé al patio de atrás y al huerto de delante; exploré el muro. Todo vacío, ni rastro de usted. Después pensé: «La solución es simple: usted quiere matarme, ése es su único interés, así que no tiene sentido que esté si yo no estoy, porque no podría matarme en mi ausencia. No podría, por ejemplo, matarme en mis libros, matarme en mis apuntes, matarme en mi ropa, matarme en mi televisor, matarme en mi pijama, matarme en mi perfume. Es necesaria mi presencia para que usted logre lo que se propone, que es mi ausencia. Ahora bien, usted podría acecharme. Pero eso iría por completo en contra de sus principios, ya que lo que quiere usted es matarme, tan sólo, no acecharme.» Si todo va bien, la cosa debería ocurrir de la forma siguiente:
Cómo debería ser mi asesinato
Llaman a la puerta, por ejemplo, ahora mismo; yo taconeo hasta ella para abrir; abro y me muerdo sin querer el carmín de mi labio inferior -quede bien claro que no se trata del inferiorinferior, que sería harto difícil que pudiera morderme, créame; digamos, para que no interprete usted mal mi jabberwocky, del labio intermedio-; lo veo a usted en el umbral, el Negro Christmas, el Rey de Mayo; antes de que yo pueda articular una sola palabra, usted me mata (probablemente, sólo tendrá que apretar un poco más este tosco pañuelo que me he atado al cuello). Yo muero. Y ya está.
En las novelas, sin embargo, esto no basta. No se puede escribir sobre el momento de la muerte. No existe tal momento. Se puede hablar de la agonía, de la pérdida de visión, de la desnudez, de la violación, de la hemorragia. Todo eso existe. Pero la muerte no. Usted me matará pero yo no me moriré. Es una cuestión de lenguaje, como todas; jamás podré morirme
porque el acto de morir no es un acto, es el final de la obra, está fuera de la obra y fuera de mí queda más allá del borde y de la descripción. Yo jamás me moriré cuando usted me mate: habrá un instante de agonía y de terror, quizá de morboso placer, pero nada más. Y cuando usted diga: «Ha muerto», yo ya no podré comprobarlo. Matar no es hacer morir, como usted pensaba. Matar es «matar algo» -a un
jabberwocky, por ejemplo-, dejar esa sonrisa de cadáver al desvanecerse un cuerpo que ya no seré yo. «La muerte no es un acontecimiento de la vida. No se vive la muerte.» ¿Dónde leí eso? ¡Ya sé!
La solución al acertijo de la tumba «W»
Ahora comprendo por qué en Roquedal le consideran insignificante: de usted es imposible hablar, ya que sobre «una respuesta que no puede expresarse, tampoco cabe expresar una pregunta», y porque «de lo que no se puede hablar, hay que callar». ¡Ahora sé a quién pertenecía la tumba «W»! ¡A Wittgenstein, claro! Wittgenstein nació y murió en Roquedal, lo que ocurre es que le sucedió como a Manolo: que casi toda su vida la pasó en el extranjero. Pero los circuitos lógicos de Wittgenstein proceden de aquí.
No he sabido si fue Wittgenstein, o el recuerdo de la energía insobornable de Paca Cruz. No lo supe, no lo he sabido nunca, no lo sabré nunca.
Era tarde, eso sí lo sé. El día desfilaba por las ventanas mostrando su espalda, como el Rey de Mayo. Yo me hallaba en el baño con la punta de mi estilográfica apoyada en los latidos de mis venas. Ya le he dicho en una carta anterior que poseo una estilográfica peligrosa, afilada, terrible. Pensé que sería un detalle poético y deseché el cuchillo de cocina que había cogido, me dirigí a mi despacho, desnudé la pluma y regresé al cuarto de baño. «Un escritor debe morir escribiendo», pensé. «Escribir hasta la muerte, hasta el mismísimo final, las últimas palabras con sangre.» Una imagen de extraña y terrible belleza me sobrecogió; firmar, rubricar mi novela sobre la muñeca izquierda presionando con fuerza, como se hace con un bolígrafo que no funciona, hasta que las arterias destrozadas formaran mi nombre y huyera la sangre. Así pasaría a la leyenda de este pueblo mágico. Carmen del Mar «la de la pluma».