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La Reina

La «Reina» ejecutaba una curiosa mímica de clemencia, encorvándose una y otra vez ante el «Rey» mientras alzaba su máscara de porcelana triste. El «Rey», enorme, le daba la espalda con un vaivén sensual de los hombros; no parecía compadecerla. El grupo de tambores y flautas interpretaba una danza que apenas escuché debido al alboroto, pero en la que supe atrapar una fúnebre dulzura. Entonces el sonido se detuvo. Casi sentí cómo la gente contenía el aliento. El «Rey» alzó el brazo y empujó a la «Reina» otra vez -¡ploc!-, y todo comenzó de nuevo.

– ¡Arrastra! -gritaste con los demás.

Y nos arrastramos como un oleaje moribundo hasta la siguiente «Para», que así se dice aquí. Atardecía, y la oscuridad de los bordes del mar inquietó la farsa. Imaginé un verso repentino. Saltó a mi cerebro como un pequeño de colores apagados:

Verso repentino

Voy tras el rey de mayo,

Pidiendo clemencia voy.

Supe que me dejaba llevar por ti para huir de ti. ¿Contradictorio? No lo creas. Pensaba «No debo permitir el silencio. No dejaré que entre nosotros se ausente el ruido o llegue la intimidad». Tú no te ofendiste: pretendías guiarme, pero en realidad no hacías sino seguirme con cierta obcecación, cierta terquedad de amante abnegado; sólo te detenías para conseguir más cervezas, y sólo dejaste de conseguir más cervezas para presentarme el esbelto y oscuro cuerpo de los cubatas de coca-cola. No soy muy aficionada a los cubatas de coca-cola, pero esta noche he bebido más de uno. Recuerdo, entre las imágenes dispersas en el vértigo, un detalle gracioso: en el trayecto hasta la última «Parada» fui yo quien te cogí del brazo y eché a correr sobre las piedras oscuras.

– ¡Arrastráaaaaal -grité. Tú, más rígido y más muerto que los títeres que bailaban frente a nosotros, te dejabas llevar con paciencia de padre benevolente.

El último jolgorio se desarrollaba al pie de la ruinosa y legendaria torre de Roquedal, el recuerdo petrificado de algún faro o alguna almena (cerca de allí está tu casa, Manolo, ya lo sé: algún día de éstos tendré que visitarte, maldito bromista, a ver si por fin confiesas). La noche lo había convertido todo, incluyendo el mar, en una única sombra, pero la «Parada» recibía el privilegio de un luminoso cuadrilátero de bombillas donde proseguía la pantomima. Bailamos. En una de las vueltas caí románticamente en tus brazos, y abriste la boca sonriendo. Pero tus palabras, si es que ibas a decirme algo, las estorbó el cese repentino de la música, porque a veces el silencio ensordece que el ruido. Me asomé al cuadrilátero: la ‹‹Reina» alzaba su rígido brazo derecho hacia el rostro del «Rey». Simuló que le arrancaba la máscara, pero lo que hizo fue golpearla, y uno de los «Nobles» la desprendió. Se oyeron insultos, obscenidades, abucheos. El «Rey» se volvió hacia nosotros y nos desafió con un rostro que era como el ojo de un huracán.

– Es la costumbre -murmuraste con voz siniestra, formolizada como la de un cadáver-: le quitan la máscara y debajo no hay nada. Bueno, hay escayola pintada de negro.

– ¿Y por qué?

Te encogiste de hombros.

– Unos dicen que es una representación en burla de los reyes moros. Otros afirman que es una ceremonia más antigua, una especie de rito en honor de los dioses subterráneos…

– Qué miedo.

– Nadie conoce muy bien el origen de esta fiesta, pero es interesante, ¿verdad? Escribe sobre ella, tú que eres escritora…

– ¿Y tú no? -sonreí.

Un golpe de tambor me destrozó la pregunta. El «Rey» se tambaleaba en solitario, enfrentándonos con su cara socavada de luna nueva. El Mediterráneo, diseminado de barcas, yacía detrás, y aquel semblante cóncavo semejaba uno de sus trozos: un mar oscuro, no un cielo oscuro, un mar negro, no exactamente un cielo negro, porque había defectos -escayola- que simulaban movimiento. «Oscuridad pero forma», pensé. «Como el gato de la Virgen, o como el muchacho mago, o como todo Roquedal; como tú -usted-: algo que se ve y no se ve, velado por su propia existencia.»

Tambores y aplausos resonaron dentro de mi cuerpo como trompetas del juicio, despertándome.

– Se acabó -dijiste.

Regresamos por la playa más nocturna, escogiendo la soledad. Yo sabía que habíamos fabricado un recuerdo, lo supe con la certeza de un profeta. Hay cosas que ya han sucedido mientras suceden; que, siendo, fueron; impresiones que se te quedan detrás, como elegidas para formar la memoria. Sentí cansancio ante esta vida invisible que se levanta a nuestras espaldas como las olas mientras nadamos hacia el mar profundo, esta vida llena de pérdidas, porque todo recuerdo es también aquello que ya no es. Aquello que está y no está.

– Bonito nombre -te oí decir-; Carmen del Mar. ¿Por qué te pusieron Carmen del Mar? Nunca te lo he preguntado.

– Porque nací en Madrid -respondí con toda mi risa estúpida de fin de fiesta. Temí convertirme en el tema de tu improvisada conversación y volví a reírme para distraerte. Tú entraste al trapo de mi alegría y me imitaste, pero tu risa finalizó en un silencio hondo.

Caminábamos -ya era imposible correr y muy difícil caminar- abrazados, en la fortísima intimidad del alcohol y la náusea. Y ése fue el instante que elegiste para espetarme tu cariño:

– Por cierto, en septiembre me voy unos días a un pequeño pueblo de los Pirineos. Unos amiguetes me prestan una casa en plena naturaleza. Ya he estado otras veces allí, y te aseguro que la experiencia es maravillosa…

– ¡Qué bien! -dije. Yo distaba de hallarme a la altura de tus intenciones: pretendía desgarrar una invencible rodaja de salchichón sobrante de una de las incontables tapas que habíamos consumido-. ¡Cuánto te envidio!

– Precisamente quería invitarte a venir conmigo.

No se deben decir estas cosas cuando tratas de destrozar con la boca un pedazo de embutido, sea salchichón, chorizo o similar. Estuve a punto de atragantarme: me reí hasta que los ojos se me nublaron y sólo pude distinguir frente a mí una réplica impresionista de tu rostro en la penumbra de la playa. Tú no te reías.

– Lo siento -dijiste.

– No, no, qué va. Es que así, de pronto…

– No me hagas caso.

– No, no, es que,…

Mi cruel diafragma temblaba todavía cuando me limpié los ojos con el dorso de la mano y volví a ajustarme las inseparables gafas.

– Estoy superocupada este verano, Manolo, lo siento. La traducción de Faulkner… Tengo que entregarla justo en septiembre. Te lo agradezco, pero…

– No es necesario que me des explicaciones.

– Te lo agradezco de verdad.

Hubo una pausa entretenida por el mar y el bullicio cada vez más lejano. Te detuviste frente a las olas y me dejaste imaginar tu sonrisa.

– No te habrás mosqueado, ¿eh? -murmuraste.

– ¿Mosquearme? ¿Por qué?

– No soy un viejo verde, te lo juro… Bueno, soy verde, pero no viejo.

Volví a reírme, esta vez con tu beneplácito, y ello te condujo a la ruina de insistir:

– Te lo digo en serio. Yo no te molestaría, Carmen del Mar. La casa es grande. Tendrías una habitación privada para ti, para…

Hablé al mismo tiempo, bruscamente sobria:

– Gracias, Manolo, de verdad. Prefiero quedarme.

Suspiraste -un suspiro breve y violento, casi una tos, como si te negaras a ser dulce incluso entonces- y volviste la oscuridad de tu rostro hacia mí.

– En fin. Han sido unos Reyes de Mayo muy bonitos.

– Lo mismo digo -asentí.

Nunca he sabido por qué se revelan las cosas más importantes en la penumbra, generalmente tras el vaho del alcohol y el cansancio; o en la oreja del otro, como un veneno; o en el momento inmediatamente posterior al sexo, bajo las sábanas, mirando al techo; o arrodillados tras una rejilla. Lo cierto es que siempre te quedas sin capturar las expresiones de una confesión: nunca llegas a saber si el otro llora, o si sonríe con amargura, o si sus facciones se relajan, o si te mira o te rehuye.

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